Caducó la feminización de la política

Caducó la feminización de la política

Perdonen la tristeza. Pero la política solo se sobrelleva con redes de apoyo sólidas, con cuidados, abordando las contradicciones que las feministas nos encontramos a cada paso. Y ni la política institucional ni los partidos políticos están diseñados para ello.

08/02/2023

Jacinda Ardern. / Foto: Gobierno de Nueva Zelanda

Antes incluso de ponerme ante la página en blanco, me invade una inseguridad tremenda y la duda de si estaré a la altura del nivel de contenidos de Pikara Magazine, si podré decir alguna cosa elocuente que no se haya dicho ya sobre la experiencia que a muchas mujeres nos lleva a abandonar la primera línea política. Es la autoexigencia desmesurada con la que he convivido los últimos ocho años, esa ilustre impostora que habita en mi oficina y me recuerda a diario que tengo que demostrar mis capacidades mucho más que el resto para merecer confianza.

Somos muchas las mujeres feministas que accedemos a espacios de poder en la esfera política bajo las reglas que define la misma cultura androcéntrica que queremos combatir. La institución sigue siendo muy exigente y ciega a algunas realidades que afectan en mayor medida a las mujeres: la incompatibilidad con los trabajos reproductivos, el inalcanzable mandato de tener siempre la respuesta correcta, la extenuante exposición pública o las violencias machistas que nos impactan. En ellas reside la decisión de muchas mujeres de abandonar la primera línea de la política tras un primer mandato. En el Ayuntamiento de Barcelona la tasa de supervivencia (el hecho de mantenerse como concejalas o concejales más de un mandato) es de un 13 por ciento para las mujeres y del 31 por ciento en el caso de los hombres, según la base de datos del ICPS (Instituto de Ciencias Políticas y Sociales).

“Soy humana, los políticos son humanos. Damos todo lo que podemos durante el tiempo que podemos. Y luego llega el momento. Y para mí, es el momento”, decía Jacinda Ardern en el anuncio de su despedida hace unos días. La primera ministra de Nueva Zelanda expresaba así la evidencia de los límites humanos ante la severidad de las obligaciones y reconocía el agotamiento de su “tanque de energía”. Un tanque que no se vacía de forma repentina, sino que va desbordando sin que puedas llenarlo de manera simultánea con aquello que te suma bienestar y te aleja de la tensión de vivir permanentemente en conflicto. Cuando los espacios para actividades que te hacen bien desaparecen, cuando tus redes se limitan a las del ámbito laboral, cuando cuidar y cuidarte con los tuyos es una quimera. La compuerta de entrada apenas se utiliza y la de salida se embebe en las propias contradicciones, en los egos, en las exigencias excesivas –propias y ajenas-, en la frustración de no contar con las soluciones de aquello para lo que te señalan como responsable y la culpa que se deriva. También en las dinámicas de competición, que enrancian las internas de los partidos; en ocasiones lo que no se ve es más letal que lo obvio.

Casi ocho años después de entrar en política institucional y después de muchas reflexiones individuales y colectivas sobre cómo cambiar la política para que sea un lugar más habitable y menos una trituradora de cuerpos y emociones, estoy más cerca de pensar que hay poco que hacer que sea perdurable y que no sea una tremenda y utópica revolución. Perdonen la tristeza. Pero la política solo se sobrelleva con redes de apoyo sólidas, con cuidados, abordando las contradicciones que las feministas nos encontramos a cada paso. Y ni la política institucional ni los partidos políticos están diseñados para ello. Así que lo que queda es resistir, aguantar, sobrevivir con mil equilibrios. Hasta que al tanque no le queda una gota.

Tenemos que transformarlo todo y no tengo todas las claves de por dónde empezar. Pero sí creo que, por el bien de las mujeres feministas que quieran acceder a lugares de poder, tenemos que empezar, al menos, por transformar el discurso.

Las mujeres hemos entrado de manera masiva en el ámbito de la política y esa ha sido en sí misma una gran revolución. Para las generaciones más jóvenes, la presencia de mujeres en listas electorales es una realidad indiscutible, pero lo cierto es que es un hecho relativamente reciente que ha impactado en diferentes esferas de la política, como la representación simbólica del poder. Además, en los últimos años, a raíz de la aparición de movimientos políticos que han apostado sin complejos por una agenda política feminista en las instituciones, se ha profundizado en el discurso sobre la feminización de la política. En la construcción de este discurso se revelan algunas trampas en las que es sencillo caer movido por la necesidad de difusión de ideario político para las masas y acompañado por medios de comunicación dispuestos a simplificar. Y es que el tema no es para nada sencillo. En la definición del término participan al menos tres objetivos políticos: el acceso equitativo de las mujeres al ámbito político, la agenda política feminista y las maneras de ejercer el liderazgo. Tres temazos, llenos de matices y abordajes.

De todos los ejes que implican los discursos sobre la feminización de la política el que me parece más problemático es el que tiene que ver con la manera de hacer política y cómo se ha utilizado el discurso más esencialista para defender que las mujeres podemos liderar mejor, por el hecho de ser mujeres, tirando así de los valores tradicionales de la feminidad, como si estos fueran un patrimonio exclusivo e intransferible de las mujeres. A menudo la crónica sobre qué se espera de una mujer que llega al poder ha derivado en interpretaciones que nos conducen hacia la inflexible esencia. Si entendemos que las mujeres son, en esencia y por naturaleza, cuidadoras, empáticas y colaboradoras, entonces el perfil resultante aplicado a la política será una mujer que establece unos vínculos horizontales con su equipo, con una omnipotente capacidad cooperadora, y que jamás pecará de arrogancia. Todo ello mientras sostiene un nivel de exigencia brutal, encaja las violencias políticas machistas y sonríe con ternura en cada reunión donde la reprueban. Si entendemos que las mujeres somos eminentemente emocionales y especialmente sensibles, estaremos feminizando la política cuando lloremos o mostremos debilidad.

Es importante poner en cuestión el esencialismo de género que nos ofrece un marco inflexible e irreal de las atribuciones que nos asignan a las mujeres. Elisabeth Grosz desarrolló desde la teoría feminista el concepto de esencialismo como una interpretación limitante. En la década de los años 90 publicó el libro Space, time and perversion: essays on the politics of bodies, donde aborda justamente el marco restrictivo que el esencialismo nos ofrece a las mujeres, que tendríamos por naturaleza unas características inamovibles. En todo caso, solo hace falta mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de la patraña que supone toda esta clasificación estricta que es tremendamente útil para sostener los roles desiguales y las esferas de la vida que nos corresponden a hombres y mujeres.

Esta segmentación que atribuye unas virtudes determinadas a los hombres y que les dibuja de manera nítida en el ámbito público nos empuja, en muchas ocasiones, a que las mujeres se masculinicen al llegar a los espacios de poder, tradicionalmente ocupados por hombres. Seguramente hayáis coincidido con una jefa, directora de recursos humanos, entrenadora, qué sé yo, cualquier lugar donde se ejerza el poder, reproduciendo actitudes característicamente masculinas. Incluso en el ámbito más simbólico, agravando la voz para hablar en público o evitando sonreír. Este intento de mimetizarse responde, en muchas ocasiones, a las exigencias del guion.

El problema de la retórica de la feminización de la política es que ha caído en una trampa tremendamente esencialista. La expresión feminización de la política ha sido muy útil para sostener que somos las mujeres quienes vamos a construir otra manera de hacer política por el hecho de ser mujeres, basándose en absolutos clichés y obviando que la agenda feminista de muchísimas mujeres en espacios de poder es nula o prácticamente nula. Asimismo, como si de un búmeran se tratase, cuando una mujer no responda a los estereotipos de liderazgo que se dibujan para ella, será más duramente penalizada.

Se nos ha quedado corta la expresión feminizar la política. Seguramente estuvo mal formulada o fue propuesta para ser rápidamente superada por otra que no acabamos de enunciar, una suerte de devenir feminista de las instituciones, de despatriarcalización del poder político. Pero hemos usado tanto la expresión que la hemos tergiversado. Los liderazgos que promueve el feminismo no están basados exclusivamente en la esencia femenina. Claro que queremos personas empáticas y con capacidad de colaborar pero esta tipología de liderazgo no tiene que ser asociada al hecho de ser mujer. También queremos que esa capacidad de tejer alianzas se complemente con la valentía de tomar decisiones que no siempre serán fáciles o con la firmeza de quien traza estrategia para conseguir sus objetivos.

“Espero dejar a los neozelandeses con la convicción de que se puede ser amable pero fuerte; empático pero decidido; optimista pero centrado. Y que puedes ser tu propio tipo de líder”. Con esa lección ha abandonado la presidencia Jacinta Ardern. Una enseñanza que reivindica un liderazgo lejano a la esencia femenina, que se construye con cualidades necesarias que no se contradicen como la empatía y la firmeza y que huye explícitamente de los estereotipos de género. Sobre cómo conseguir que la política no sea un show de supervivencia ni una máquina de regurgitar personas habrá que seguir pensando.

 


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