Celos y mandato patriarcal
Apuntes sobre la celotipia retroactiva masculina en el contexto de las parejas heterosexuales.
Más de la mitad de las mujeres asesinadas en el mundo lo son a manos de su pareja, expareja o de un familiar. En España cerramos el año con una cifra del horror que confirmaba esta estadística. De los 49 casos enmarcados en el entorno familiar, un 65,3 por ciento de los asesinos eran parejas actuales, frente a un 34,7 por ciento de exparejas o en fase de ruptura. En paralelo, el número de consultas telefónicas registradas al 016 superó las 100.000. Más de 100.000 mujeres acosadas y violentadas por los hombres que viven con ellas. La subcategorización, habitual en las estadísticas, de feminicidio íntimo, sin embargo, no aporta nada al debate ni a la solución, más bien diluye las responsabilidades del Estado y de los agentes públicos, porque ningún feminicidio puede tratarse desde una perspectiva individual.
La voluntad de dominio sobre la pareja, el control de sus actos, la violencia y la destrucción que acarrea para las mujeres y sus entornos no son asuntos privados. En las relaciones heterosexuales, la posesión y los celos del hombre hacia la mujer son demostraciones de un mecanismo autorizado por la mentalidad patriarcal cuyo epílogo trágico es el feminicidio. Dentro de su definición como patología, los celos presentan diversos orígenes, expresiones y gravedad, pero tienen ejes comunes y siempre suponen un riesgo, una puerta de entrada al maltrato. Por ello hablaré de los celos manifestados por hombres con respecto a la vida sexual y afectiva previa de su pareja mujer. No porque no existan otro tipo de celos o no se den a la inversa, sino porque la celotipia retroactiva, como dimanación naturalizada del toxiamor, es una exhibición de la educación patriarcal que provoca infinidad de sufrimiento. También porque es un tema que a muchas nos despierta dolor y rabia, lo hayamos vivido de cerca o entendido sus nefastas consecuencias cada vez que se computa un nuevo feminicidio.
En la mentalidad patriarcal, el cuerpo de la mujer es la moneda que cifra el valor completo del hombre en el espacio público. Su tasación se compone de factores estéticos y morales. Empezando por la apariencia: el peso, la piel, la sonrisa. La adecuación de su escote y el largo de su falda. La pulcritud de su manicura y el estado de su tinte. Los gestos y los modales. Lo tímida que se demuestre con el alcohol. De ahí pasamos al calibrado interior de la señora. El cultivo de su intelecto o el abandono del mismo. Lo adecuado de sus intervenciones o sus silencios (los silencios cotizan al alza). Su capacidad de sacrificio, sus habilidades culinarias y decorativas, su buena mano con las criaturas y con las plantas. Su buena memoria para los cumpleaños de los demás. Pero en las relaciones heterosexuales hay una cosa que la mujer acaudala en su cuerpo y define la valía definitiva del hombre que es su pareja, y ese tesoro no es otro que su pasado sexual.
La honra. La castidad. La pureza. Con cuántos hombres se ha acostado antes y en qué circunstancias. Si lo ha hecho por amor verdadero o por pasar el rato. Si ha resultado eso que llaman una mujer fácil o no. Herederos de la interpretación errónea del fin’amor y las estrategias del flirteo eterno impuestas por el amor cortés, suele gustarles bastante que su chica haya sido deseada por otros, pero prefieren que se haya mostrado inaccesible, inalcanzable, etérea. Su sexo cerrado con un cinturón de hierro. Su corazón bloqueado a la espera del amor total. Dormida hasta el beso que despertaría a la leoncilla juguetona que todo macho anhela encontrar puertas adentro. Quieta, celestial, indiferente. Muerta, de algún modo muerta, hasta que el príncipe reactive el circuito de fluidos corporales y órganos que deberían latir para él. Solo para él. Incluso en retrospectiva.
En ese mapa mental la pureza de la mujer sostiene el honor del hombre, y este devolvería como pago su compañía, su respeto y su protección. Pero eso es solo en teoría, claro, porque ya sabemos que el cuento no funciona así. La leyenda apenas sirve para situarnos en el punto de partida ficcional que sustenta los celos retroactivos. Una patología cuya única curación procede de los feminismos. De la psicología involucrada en los feminismos, pero también de la sociología, la economía y el derecho puestos a disposición y modificados por la multiplicidad del pensamiento feminista.
¿Cómo establecer un cerco contra la violencia cotidiana si vivimos en una sociedad que perpetúa la propiedad patriarcal sobre la mujer de tan maquiavélicas maneras? No se trata solo de los programas televisivos donde la erótica y la fidelidad se convierten en un ejercicio pornoafectivo intercalado entre anuncios de coches y detergentes. Hoy se promueven estudios de corte científico que intentan fundamentar la posesión del hombre sobre la mujer a través de diferencias biológicas completamente subjetivas. Hoy el Estado pretende tutelar, sin escucha, el espacio político propio de las mujeres que ejercen el trabajo sexual, apropiándose de su presente y su futuro, mientras se desentiende de la irregularidad administrativa de miles de trabajadoras migrantes que sobreviven en condiciones infrahumanas en los campos y las ciudades de todo el país. Hoy la escena política internacional se ha convertido en una jungla donde se disputa la autonomía que hemos ido ganando sobre la disidencia de nuestros cuerpos, sexualidades y modos de vida. Hoy se publican artículos periodísticos que niegan la existencia de la cultura de la violación mientras nos siguen violando. El grito de Las Tesis, “el Estado opresor es un macho violador”, permanece como una verdad inapelable. En Piel negra, máscaras blancas, Fanon decía que “la estructura familiar y la estructura nacional tienen relaciones estrechas. La militarización y la centralización de la autoridad de un país implican automáticamente un recrudecimiento de la autoridad paterna”. Es decir, de la autoridad masculina.
La construcción y el fomento de esa mirada autoritaria y posesiva nos persigue cada día de nuestra vida. Inflama las mentes de los hombres celosos que acaban cometiendo asesinatos. Pero antes del asesinato esa mujer habrá sufrido incontables vueltas dentro del circuito que considera la violencia como una salida legítima. Y aquí los celos son una constante. La psicología recalca una serie de patrones entre las personas celosas. Sensación de inferioridad, baja autoestima, inseguridad, desconfianza. Nada es casual, y por eso es urgente que los hombres politicen sus malestares. Que analicen críticamente los efectos que la educación patriarcal ha tenido sobre esa autopercepción de pequeñez y su sensibilidad mutilada. Que acepten el peso que el capitalismo tiene sobre sus vidas exprimidas y precarizadas. Que se rebelen contra aquello que les oprime de verdad en lugar de dirigir la cobarde resolución de su futilidad a un terreno más manejable. Ese comportamiento social e históricamente consentido donde los celos no son más que una excusa. El maltrato.
En los episodios cíclicos de celos retroactivos, el hombre utiliza la vida previa de la mujer contra la mujer misma. Lucha contra ella usándola a ella. La convierte en su arma de combate. En causante de su insignificancia, en culpable de su dolor. Entre juicios machistas y desprecios cargados de moralina propone las más insensatas comparaciones. Los celos retroactivos, además, precisan alimentarse continuamente de detalles de la vida pasada de la mujer. Nutrirse de esquirlas que acabarán componiendo un objeto nuevo, distinto a lo que fue, que el hombre celoso emplea para sus maquinaciones. Al principio él pregunta y ella responde, pero al cabo del tiempo la mujer comprende que es inútil decir nada más, que ese diálogo no existe. Entonces él buscará otros caminos. Espiará a su pareja, la acosará con preguntas, fantaseará, hará atribuciones y robará espacios de su intimidad a través del teléfono móvil, el ordenador y las redes sociales, convirtiendo la vida en pareja en un auténtico infierno.
Y cada vez que llego a este punto vuelvo a pensar en Verónica, la joven que se suicidó después de que un vídeo con contenido íntimo fuera compartido hasta la saciedad por sus compañeros de trabajo en la fábrica madrileña de Iveco. Pienso en ella y en todo lo que falló a su alrededor. En el retrato perfecto de la cochiquera social en que vivimos, donde el obrero y el empresario se hermanan en torno a la opresión de una mujer, a la posesión ilegítima de su cuerpo, de su espacio íntimo y público, de sus derechos humanos y laborales. Siempre he pensado que se suicidó porque no podía enfrentar el momento en que su pareja la mirase a los ojos después de haber visto las imágenes, daba igual que hubieran sido grabadas años atrás.
Los celos retrospectivos funcionan bajo un constructo alejado de todo raciocinio. La mujer pertenece al hombre desde siempre. Pero a cambio de esa entrega imposible no recibe nada; ni siquiera la ética y la solidaridad de su compañero de vida. El hombre prioriza la protección hacia su propia hipersensibilidad viril. Tendrá que rendir cuentas en el idioma internacional, silencioso y jerarquizado del machismo. El mandato de muerte que recibe, en forma de derecho moral, se alzará sobre el cuerpo de la mujer hasta aniquilarla. Por eso el suicidio de Verónica o los feminicidios no pueden ser íntimos, porque están dirigido bajo la responsabilidad colectiva del mandato patriarcal.
¿Dónde están los padres de los varones reeducándose y reeducando a sus hijos? ¿Dónde están las políticas públicas que garanticen una verdadera igualdad, no ya entre hombres y mujeres, sino entre las mujeres mismas? ¿Cómo podrían bastar los cuatro ejes de actuación definidos por el Ministerio de Igualdad para combatir las violencias machistas, si las mujeres en situación administrativa irregular no tienen derecho a la denuncia sin correr alto riesgo de expulsión? No se puede desligar la violencia estructural que ejerce el Estado racista de la violencia doméstica que ejercen los hombres machistas. No se puede defender la igualdad dejando de lado a las migrantes. El debate que evidencia la alianza entre patriarcado y colonialismo forma parte de la agenda pendiente que muchas feministas seguiremos reclamando a las que tienen poder, porque de otro modo no podremos frenar los feminicidios.
Lo que me arranca la última sonrisa amarga antes del punto final es que a los celos retroactivos se les reconoce como “síndrome de Rebeca”, a partir de la obra de Daphne du Maurier llevada al cine por Alfred Hitchcock. La novela cuenta la historia de una joven que enferma de celos por el recuerdo de la primera esposa de su pareja, ya fallecida. La trama está hilada en torno a ese fantasma idealizado, presente a través de tenebrosas estrategias de provocación, tendenciosas intrigas y comparaciones que bastarían para un enjundioso debate feminista. Pero hay algo que resulta curioso. Al menos a mí me lo parece. Que una deriva de la celotipia que genera tantísima violencia contra las mujeres se describa con nombre de mujer.