La navaja de Despentes

La navaja de Despentes

De malas mujeres a mujeres malas, un repaso a la vida de las que han sido juzgadas por romper la norma de la feminidad y a la de quienes han cometido crímenes que han sido justificados por las 'taras' de las autoras. El juicio machista siempre aparece.

Imagen: Vane Julián
01/02/2023

Tengo un vídeo de infancia en el que mi amiga histórica, casi hermana, Andreita, me araña la cara con ímpetu (y ensañamiento y alevosía también, la verdad). En esa grabación, calculo que de 1995, yo miro con terror al frente e inclino mi cuerpo hacia la izquierda, para encontrar el ángulo más alejado de sus temibles garras. Y me callo y aguanto, esperando a que llegue un adulto que me salve (el que graba no parecía estar por la labor). Quizá sea un retrato bobo: Andrea no es ningún ogro, solo era una niña. Llámalo ser buena, llámalo ser pánfila, pero a mí esa escena me define mucho y en muchos ámbitos. Yo nunca pegué a nadie en la infancia. Durante años he recordado con nitidez las ocasiones en las que siento que “no he estado a la altura”, en las que he sido desleal o injusta y aún hoy, a decenas de años vista, me cuesta a veces perdonármelas. Si las chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes, tengo la nube más grande y mullida reservada a mi nombre. Seguro.

Tal vez por esa razón, cuando el feminismo llegó a mi vida y tenía Teoría King Kong recién descubierta, este párrafo me dejó tan desarmada y desalmada:

“Durante la violación, llevaba en el bolsillo de mi cazadora Teddy roja una navaja, mango negro brillante, mecánica impecable, cuchilla fina pero larga, afilada, perfecta, radiante. Una navaja que yo sacaba con bastante facilidad en esa época globalmente confusa. Me había acostumbrado a ella; a mi manera había aprendido a usarla. Esa noche, la navaja se quedó escondida en mi bolsillo y la única idea que me vino a la cabeza fue: sobre todo que no la encuentren, que no decidan jugar con ella. Ni siquiera pensé en utilizarla”.

Hubo dentro de mí un clic o un clac; más bien un crash, un pum o un bum. Me vi reflejada en la hoja de la navaja de Virginie Despentes. No tenía tanto que ver con la posibilidad de encontrarme en una situación tal, sino con tomar conciencia de que ser tan “buenecica” puede ser fatal. Porque los arañazos de una amiga, en el futuro, son recuerdos entre carcajadas, pero ser construida desde la pasividad y la no-violencia (bajo ningún concepto) es una mierda.

La construcción de la no-violencia en las mujeres

Que-la-Despentes-no-reaccionase-a-una-violación-teniendo-una-navaja-eh-una-jodida-navaja-eh-qué-fuerte-es-que-me-imagino-y-seguro-que-a-mí-me-pasaría-lo-mismo-vamos-me-muero-si-pasa-es-que-por-mucho-que-te-vayan-a-hacer-siempre-dices-o-bueno-yo-pensaría-bua-y-si-le-hago-daño-o-una-lesión-grave-o-le-mato-o-algo-pf-qué-movida-eh-es-que-cómo-no-poner-por-delante-tu-vida-en-una-situacion-límite-pero-pf-qué-movida.

Muchas, muchas conversaciones con colegas, de cervezas, quebraderos de cabeza, me quedé colgada. Pero sobre todo soñaba, imaginaba una distopía: ¿y si en esta estructura patriarcal fuésemos un poquito más cabronas? E incluso, si nuestra socialización de género en vez de estar basada en la pasividad permitiese, cómo decirlo, QUE CORRIERA LA SANGRE.

En lo que a autodefensa feminista se refiere, lo tenemos claro —ninguna agresión sin respuesta—, pero cuando leí a Paul B. Preciado decir en una entrevista “siempre pensamos que las niñas pueden defenderse y no agredir” me saltó la pregunta: ¿qué ocurriría, entonces, si desde pequeñas tuviésemos acceso a la violencia? Posiblemente que no solo la usaríamos de forma defensiva sino también ofensiva.

Desde el comienzo de los tiempos, existen representaciones culturales de mujeres que rompían su rol de género pacífico y dócil: Lilith, Medea, Pandora, Judith son algunos ejemplos de las consideradas como las “primeras malvadas” de la historia occidental. Desde la transgresión sexual llegando hasta el infanticidio (poco importa la razón), eran tachadas de inhumanas, dementes y por tanto merecían una punición. Lo curioso y complejo de la cuestión es esto, que históricamente las mujeres no han tenido por qué cometer crímenes para ser castigadas por la ley.

Dolores Juliano, por ejemplo, relató cómo las galeras del siglo XVII estaban llenas de “vagabundas, mendigas y prostitutas, es decir, mujeres pobres que vivían fuera del control masculino y el encierro doméstico”. Raquel Osborne cuenta cómo, en la Guerra Civil española, las mujeres eran castigadas más que por su ideología por la capacidad de “gestar nuevos rojos”. Y esta generización siempre sale a flote.

Por eso, ahora, vamos a jugar a Escoge Tu Propia Aventura. Si quieres un breve repaso por algunas mujeres que acabaron encerradas simplemente por romper con la norma de feminidad de su época sigue leyendo ‘1.Malas mujeres’. Si prefieres dar el salto a la criminalidad —que obviamente también rompe la norma de feminidad— salta a ‘2. Mujeres malas’.

1. Malas mujeres

En los últimos años, algunas publicaciones han rescatado casos paradigmáticos de “malas mujeres”.

La Furia (La Felguera Editores, 2015) hace un recopilatorio sobre Théroinge de Méricourt, una de las primeras mujeres en participar de forma activa en la Asamblea Nacional durante los años de la Revolución Francesa. Mediáticamente, se la atacó por su supuesta fealdad y por su salud mental. Terminó ingresada en un hospital psiquiátrico. En Desmontando el caso de La Vampira del Raval. Misoginia y clasismo en la Barcelona modernista (Icaria, 2014) Elsa Plaza analiza cómo a principios de siglo XX en la pura Barcelona modernista Enriqueta Martí Ripoll se convirtió en la “Jack el destripador” catalana: La Vampira del Raval. Se le atribuía el secuestro y asesinato de varios niños pertenecientes a la burguesía. Los rumores comenzaron cuando Teresa Guitart Congost apareció supuestamente, tras dos semanas en paradero desconocido, en el piso de Enriqueta Martí Ripoll. A pesar de que fue encontrada en perfecto estado de salud los rumores sobre la despiadada actividad ilegal de Enriqueta Martí Ripoll ya habían comenzado a llenar los diarios del momento. No le perdonaron ser pobre, pero culta. El sistema penal consideró a Enriqueta “neurótica, enferma, perversa invencible, que tiene su sitio en el manicomio antes que en la cárcel”.

 

Sylvia Rivera y Marsha P. Johnson, las madres del S.T.A.R. (Street Transvestite Action Revolutionaries / Acción Travesti Callejera Revolucionaria) y de la celebración del orgullo LGTIQ+ en Nueva York (cuya historia narra la editorial Imperdible), fueron excluidas dentro del movimiento (y fuera, claro) por ser trans, bisexuales, latinas y racializades. Además, ambas pasaron por la cárcel, por los disturbios, pero también por el “escuadrón de la moral” —un equipo de seguridad encargado de que los valores del momento no fuesen transgredidos—.

En el siglo XXI la historia se repite. En La construcción de la lesbiana perversa aterrizamos en el caso que se erigió como una de las grandes negligencias judiciales del Estado español: el juicio del asesinato de Rocío Wanninkhof. Dolores Vázquez, madrastra de Rocío, fue declarada culpable y entró en prisión sin pruebas y siendo, en realidad, inocente, como se demostró 519 días después de su ingreso en prisión (en agosto de 2003). Dolores Vázquez fue condenada por el mero hecho de ser lesbiana. Sí, en 2001, con diagnósticos lesbófobos por parte de psicólogos de la Guardia Civil, entre otros, se configuró un personaje “frío, malvado, egoísta, donde se identifica la masculinidad lesbiana de Dolores Vázquez con la perversidad”, cuenta Beatriz Gimeno. En un juicio en el que “las declaraciones de una vidente no son cuestionadas, pero las llamadas a líneas eróticas que hacía Dolores Vázquez son poco menos que utilizadas como prueba definitoria”.

Todas ellas son unas desviadas mentales. Fin de la historia. Vuelve a comenzar en ‘La construcción de la no-violencia’.

2. Mujeres malas

Valerie Solanas, —autora del Manifiesto SCUM— le pegó un tiró a Andy Warhol: “Tengo un montón de razones muy serias (para haberle disparado). Leed mi Manifiesto”, declaró al ser interrogada. Solanas disparó a Andy Warhol porque representaba todo lo que criticaba en su manifiesto: un hombre que controlaba su vida y al que acusaba de querer robarle su trabajo. El atentado hizo mella en el artista que nunca llegó a recuperarse ni física ni psicológicamente. Valerie Solanas no fue tachada de (intento de) asesina, sino de histérica. Acabó, en un hospital psiquiátrico.

En Putas e insumisas (Virus Editorial, 2017) entre muchas otras aparece Alexe Popova, una mujer que se dedicó a envenenar a los maridos molestos de sus clientas (Como Massiel en Lady Veneno, pero en la Rusia zarista), acabó siendo fusilada tras un juicio en el que se destacó que ella “creía estar liberando a esas mujeres” (de 300 usuarias ninguna se había quejado hasta el momento, su señoría, no hay más preguntas).

En el documental Muerte en León se narra la historia de la asesinato de Isabel Carrasco, la entonces presidenta de la Diputación de León (desde 2004) recibió cuatro tiros en plena calle cuando se dirigía a la sede de PP (partido al que pertenecía). La actuación de un policía jubilado permitió encontrar pocos minutos después a Montserrat González, la autora del crimen junto a Montserrat Triana, su hija y cómplice. El móvil del crimen fue la venganza: Isabel Carrasco supuestamente había utilizado su poder e influencia para impedir que Montserrat Triana consiguiese un puesto en la Diputación. La conclusión de los medios (a grandes rasgos): las madres atacan cuando hieren a sus crías.

Todas ellas son unas desviadas mentales. Fin de la historia. Vuelve a comenzar en ‘La construcción de la no-violencia’.

El derecho al mal

Siempre que las mujeres cruzan la barrera de lo moral y/o lo legal son juzgadas más por una transgresión de género que por los hechos cometidos objetivamente. Aparece el juicio machista en todas sus formas: paternalismo, patologización, cosificación, esencialismo, misoginia… En el itinerario 1 (Malas mujeres) si no eres la mujer que el mundo esperaba que fueses, eras mala. Y estabas loca. En el segundo itinerario (Mujeres malas) si cometes un crimen, o sea, si eres mala, te buscan “la tara” para poder explicar(se) por qué una —por naturaleza pacífica— cometería un acto despiadado. Es la constante dicotomía de la feminidad, por la cual, si durante una violación no te muestras violenta, consientes. Si durante una agresión te defiendes, acabas en la cárcel (como Higui, y otras tantas).

Decía Amelia Valcárcel en ‘El derecho al mal’, un texto de 1980 publicado en El Viejo Topo, que contribuyamos “a la suma de mal, porque esto es lo bueno. Pero no a cualquier mal, no desde la perspectiva de aquel pequeño mal que se te reconoce desde tu feminidad, realiza, por el contrario, el verdadero mal, el mal del amo”.

Y a mí esto me suena a ser asesina, a ser una empresaria explotadora neoliberal, o a enviar nudes.

El derecho al mal implica también que cuando un sujeto político que no tiene el monopolio de la violencia la ejerce no debe ser juzgado desde una cuestión de género. Que si no queremos una Ana Botín no tienen nada que ver con que sea una tía, sino con su negocio sangrante. Que si no queremos una Angela Merkel es por su racismo europeista. El derecho al mal tiene que ver con placeres cotidianos, por eso crecer y buscar los límites como hace la protagonista del filme Las Niñas es también este artículo. O sufrir un ataque de celos y perder el norte como en Historia de España contada a las niñas, o acabar matando a tus novios como en Mi hermana, asesina en serie. El derecho al mal tiene que ver con los dos relatos de Las madres no, el de la infanticida, pero también el de aceptar que igual te aburres un poco de tu marido y de tu criatura. Tiene que ver con masturbarte con tu prima en una casa okupada como en Lectura Fácil.

El derecho al mal no es tan sencillo como una defensa de la maldad. De hecho, no tiene por qué serlo. Es simplemente una herramienta que te hace sospechar, intuir. Son muchos miedos y algunas tentaciones. También son muchas ganas. Es hacer algo siempre que haya un dedo índice acusador levantado.

Yo solo sé que también tengo un vídeo de hace no tanto, 2019, donde mi amiga Kris me da una patada frontal en el estómago. Yo salgo volando hacia atrás y acabo en el suelo. Me levanto e intento devolvérsela (sin éxito). Estamos en medio de un sparring en clase de kick boxing. He empezado a aprender a pegarme en el gimnasio social Sant Pau, con Milo, una profe mezcla perfecta entre la ternura y la agresividad que encarna muy bien este artículo. Ella me regaló una camiseta que ponía: “Las heridas me las hice yo”. He aprendido algo después de todo.

 Este texto ha sido publicado en el anuario número 8 de #PikaraEnPapel. Puedes conseguirlo en nuestra tienda online.
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