Hacer amigas en el baño y camaradas en la barra

Hacer amigas en el baño y camaradas en la barra

Los bares son ese lugar público donde pasamos muchas horas, donde la televisión a veces está puesta y da paso a conversaciones de política. El manspreadig acústico muchas veces acalla nuestras voces, las de las mujeres. Reivindico que el feminismo tome más las barras, que invada la política de bar.

Texto: Raque Ogando
Imagen: Raisa Álava
15/03/2023

Ilustración: Raisa Álava.

Hace poco reflexionaba en Instagram sobre los nuevos modelos de ciudad, comunicación y entretenimiento que ha originado el sistema capitalista, y sobre el estado de sobreestimulación sensorial causado por su contaminación lumínica, visual y acústica, y por la hiperconectividad. En contraposición a esto, y diría que no por casualidad, la decoración del hogar se ha vuelto más minimalista, blanca, homogénea; las plantas -probablemente por esa paz que aporta el contacto con la naturaleza- están de moda, y el gato (más sigiloso) está desbancando al perro (más alborotador) en su histórico puesto como “mejor amigo del hombre”. En redes prolifera el contenido sobre lo espiritual y disciplinas vinculadas a la relajación, como el mindfulness o el yoga, y hasta Netflix ha producido una serie para aprender a meditar, Guía Headspace para la meditación. Y me preguntaba si todo esto podría ser signo de una cierta hipersensibilidad o intolerancia sensorial. También si esta podría tener relación con el aumento de la infantofobia, poniendo como ejemplo que antes el ruido de los niños casi era bienvenido y se hablaba de ellos como algo que “da vida” y “alegría” a una casa, mientras que ahora es como si resultase insoportable y hay una importante demanda de “espacios libres de niños”.

Aunque este artículo no trata sobre posibles factores que favorecen la infantofobia, pienso que podríamos extrapolar este análisis a otra cuestión, que es la que aquí nos atañe: ¿es posible que esta búsqueda de aislamiento sensorial nos conduzca, no solo a una mayor exclusión de las criaturas, sino también a una mayor estereotipación de clase y, consecuentemente, mayor exclusión de clase?

Si el silencio cotiza más alto ahora que nunca (algo también impulsado por el confinamiento de la pandemia y su posterior tendencia a la demofobia), quizá esto tenga su impacto también en la discusión política, de tal manera que se revalorizan determinadas formas que se asocian a la clase alta, las formas institucionales y académicas, esas a las que llamamos “modales” y “refinamiento”. Contención, mantener un volumen bajo, respeto por el turno de palabra… En definitiva, no emocionarse, no agitarse (como hacen esos “ruidosos” niños). Y de tal manera que, paralelamente, devalúan las (de por sí devaluadas) formas consideradas propias del bar, de la taberna: el vocerío, el desorden, el ímpetu y la precipitación al opinar… Estas conforman el estereotipo de la llamada “política de bar” o “política de taberna”, término con el que se deslegitima, mediante cierto tone policing, a estos espacios como aptos para albergar la discusión política, ignorando con ello su potencial asambleario.

La política, sin embargo, existe en los bares: en los fachas (un mal que nos pesa), en los republicanos, en los nacionalistas e independentistas, en una discoteca LGTB, en un pub de música alternativa al que asisten pandillas con chupas llenas de parches y chapas con mensajes antifascistas. Porque le guste a la clase alta o no, no vivimos en el Londres del siglo XVIII en donde la política se discutía en aristocráticos clubes de caballeros, vivimos en el país con más bares de todo el planeta, y le guste a la clase alta o no, los votos de los bares valen, en efecto, tanto como los suyos. El problema aquí viene no de quienes discuten de política en los bares; viene, justamente, de quienes no lo hacemos, que somos las mujeres. Las mujeres, en comparación con los hombres, intervenimos menos en las discusiones de los bares, y creo que, al menos en los bares, hablamos menos con personas desconocidas. Si acaso, donde de verdad hablamos es en los baños -de mujeres- de los bares, que es donde acabamos haciendo amigas, pero no en la barra. Y esto es algo que sé bien porque llevo más tiempo siendo camarera del que llevo reconociéndome como feminista, que es bastante. De hecho, no sería tan feminista si no fuera tan camarera, como seguro que tampoco sería tan camarera si no fuera tan feminista.

Muchas mujeres hasta no hace demasiado estaban relegadas a la esfera doméstica y no contaban con ingresos propios, así que los locales de hostelería ya en su origen se pensaron para los hombres, y aún a día de hoy continúan dispuestos principalmente para ellos. En sus televisiones solo se ven partidos de fútbol masculino, solo hay futbolines con figuras de jugadores (jamás de jugadoras), abundan las máquinas tragaperras con caricaturas de mujeres hipersexualizadas, y ya empiezan a instalar máquinas de apuestas deportivas.

Al mismo tiempo, los hombres son el público al que se dirige prácticamente toda la publicidad de bebidas alcohólicas (salvo la de ginebras rosadas, que por algo Dulceida es ahora la imagen de Puerto de Indias y no de Jack Daniel’s). Las camareras se seleccionan en muchos casos atendiendo a su imagen. Y aunque en pubs y discotecas ya no se haga el “CHICAS ENTRADA GRATIS”, muchas veces los porteros tienen orden del encargado de colarnos sin pasar por taquilla, los relaciones públicas de darnos tarjetas de invitación a copa, los camareros de servirnos gratis unos chupitos… O mandan a las camareras entrar antes de la hora de afluencia para que hagan de figurantes (algo para lo que ya existen hasta apps, como explicó Xataka en su artículo sobre Surkus). Ni siquiera el femenino de barman es barwoman, como se suele creer. Lo “correcto”, dice la RAE, es decir barmaid, con maid, que significa criada. Y las agencias de marketing contratadas por las marcas de alcohol, cuando hacen fiestas promocionales en locales de hostelería, llevan a un hombre para hacer de barman, que presenta la propuesta de combinado, y a una o varias mujeres para hacer de azafatas, que se encargan de la “captación” de clientes, y jamás al revés.

Los bares son espacios de fraternidad y corporativismo masculinos a los que muchos hombres van a exhibir su masculinidad ante otros hombres para ser reconocidos por ellos como “hombres”, quejándose de sus “parientas”, intentando demostrar su heterosexualidad con conocimientos futbolísticos y baboseando a mujeres. Poniendo a prueba su capacidad de resistencia consumiendo abusivamente alcohol; o donde, también sirviéndose del alcohol, tratan de que se ponga en valor lo “duro” que es su trabajo o su vida (“me merezco una cerveza, me la he ganado, porque curro como un machote”, o “no puedo más, necesito una cerveza, porque lo que yo aguanto no lo puede aguantar ni el más machote”). Muchos héroes de ficción que son alcohólicos porque así se comunica al espectador que su vida es dura como la mili, y que solo el hecho de que se levanten de la cama cada mañana ya es heroico.

Los hombres acuden a los bares no solo o no tanto por ocio, también o más por reforzar su identidad masculina. Y esto las camareras lo vemos en, por ejemplo, lo común que es que un hombre cuando pide una bebida sin alcohol se justifique: “Ponme [introducir bebida sin alcohol], que tengo que conducir” o “mañana tengo que trabajar” o, la mejor, “últimamente estoy bebiendo muchísimo”. Aunque tengo una anécdota especialmente representativa con un cliente habitual de un bar en el que trabajé. Normalmente venía solo y pedía Johnnie Walker con Red Bull, pero esa noche entró con amigos. Al verle le sonreí y le pregunté, casi afirmándolo, “¿Un Johnnie – Red Bull?”, a lo que él reaccionó con gesto de orgullo y diciendo bien alto “¡Cómo me conocen aquí ya, eh! Ja, ja ¡Cómo saben lo que me gusta ya, eh!”. Ahí me percaté de que lo que él estaba celebrando no era que yo le recordase, sino que al ponerse de manifiesto que yo le recordaba sus amigos le reconocían como “hombre”. Se demostraba que acudía a menudo a un bar y bebía lo suficiente como para que allí supieran qué le gusta. Yo era la prueba que él presentaba en el juicio por su masculinidad que estaba teniendo lugar en el bar, la que acababa de acreditar que él hacía lo que -se supone que- hace un verdadero hombre.

En un entorno tan masculinizado es previsible que se produzca lo que llamo manspreading acústico. La palabra manspreading está formada por man (hombre) y spreading (extendiéndose) y define la práctica de algunos hombres de sentarse en el metro o autobús con las piernas abiertas, ocupando el espacio de más de un asiento. Con el espacio acústico en los bares sucede algo similar: los hombres compiten por ocuparlo (acapararlo) como si de un territorio se tratase, esforzándose por protagonizar toda conversación a base de chistes y hazañas. Y, muchas veces, cuando una mujer intenta intervenir es interrumpida tan repetidamente que termina por desistir y resignarse a contemplar su espectáculo. Ellos están tan acostumbrados a hablar y nosotras a que no nos lo permitan que no sorprende esa falta de seguridad en muchas mujeres de la que hablaba el lingüista George Lakoff. El investigador afirma que nosotras, debido a la educación que se nos da, usamos más mitigadores en el lenguaje (“pienso que, creo que, opino que…”), mientras ellos tienden a hablar con contundencia. Todo esto se ve en nuestra falta de voz en los bares.

Así que sí, es cierto que yo defiendo firmemente la “política de bar”, aunque pueda ser acalorada y a veces irreflexiva, aunque pueda resultar difícil mantener la compostura porque, al fin y al cabo, es más fácil guardar “las formas” cuando se pertenece a la clase acomodada y tienes la tranquilidad de que no están en juego tus derechos. Pero defiendo una política de bar en la que las mujeres participemos, con otro modelo de bar, con una expectativa asamblearia y feminista. En el que las mujeres, además de hacer amigas en los baños, hagamos camaradas en las barras.


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