Nuevas formas de serofobia: discriminación amable

Nuevas formas de serofobia: discriminación amable

En torno al 20 por ciento de la población sigue vinculando el VIH a ser LGTBI. En 2021 un 25 por ciento de las personas encuestadas en España reconocía que pediría un cambio de puesto de trabajo si un compañero fuese seropositivo.

Texto: Sergio Campo
Imagen: Gorka Olmo
01/03/2023

Ilustración: Gorka Olmo.

En el imaginario colectivo, hablar de la discriminación contra las personas con VIH es pensar automáticamente en despidos en el trabajo, en compañías de seguros que se niegan a prestar servicios, en la exclusión de tratamientos antirretrovirales a la que Isabel Díaz Ayuso somete a las personas extranjeras… Incluso en la manifestación neonazi de 2021 en la que se gritaba “fuera sidosos de Madrid”. Algunas de estas cuestiones nos resultan muy cercanas, aunque no lo sean tanto geográficamente. También nos vienen a la mente películas y series como Philadelphia, It´s a sin, Princesas o Todo sobre mi madre. Y es correcto, pero solemos pasar por alto otro tipo de discriminación, la social, presente de forma cotidiana en la vida de las personas que conviven con el virus y que les afecta de un modo muy duro.

Cuarenta años después, cuando más del 90 por ciento de las personas seropositivas tienen carga viral indetectable y, por lo tanto, intransmisible, cuando más accesibles son los medios preventivos y más sabemos sobre sus formas de transmisión, el VIH sigue siendo la infección más estigmatizada, en buena medida, por su vía de transmisión sexual. Visto así parece que algo no ha funcionado como debería. O sí.

Desde los primeros momentos en que se identificó un síndrome de inmunodeficiencia adquirida y se relacionó con un virus, de forma salvaje al comienzo y como lluvia fina durante décadas, se construyó un monstruo que justifica y explica aún hoy comportamientos sociales inaceptables. Ese monstruo se construyó vinculando el riesgo con pertenecer a un colectivo y no a unas prácticas, o adoptando enfoques moralistas injustos que extendían la vergüenza y la culpa. Más que ocuparse en la salud de las personas, esta pandemia se basó en señalar a colectivos y prácticas sexuales fuera de la norma heteropatriarcal.

Así, hoy, según diferentes encuestas europeas y estatales, sigue habiendo nichos no tan minoritarios de personas (en torno al 20 por ciento de la población) que vinculan el VIH a ser LGTBI, o que piensan que compartir un vaso, oficina o una picadura de mosquito pueden ser vías para la transmisión. Pero, más allá de ese peligroso núcleo de gente irreductible ante la evidencia científica —que se da con temas que van desde las vacunas, el terraplanismo, los chemtrails o conspiranoias variopintas—, quizás lo sorprendente está en las percepciones y actitudes de personas que sí tienen un conocimiento razonablemente acertado sobre el virus.

En 2021 un 25 por ciento de las personas encuestadas en España reconocía que pediría un cambio de puesto de trabajo si un compañero fuese seropositivo. Un 32 por ciento cambiaría a su hijo o hija de colegio si en su clase alguien tuviera VIH. Y un 50 por ciento confesaba que la relación más estrecha que podría tener es de amistad.

Esta foto actual sigue siendo inquietante y, al mismo tiempo, es la mejor desde que empezó esta pandemia gracias al trabajo que año a año, década a década, entidades sociales, activistas e instituciones realizan para conseguir lentamente cambiar estas actitudes y percepciones. Avanzamos, aunque de forma lenta.

Se sabe, sin embargo, que en las encuestas tendemos a ofrecer respuestas no sobre cómo actuaríamos sino sobre cómo creemos que deberíamos actuar. Tendemos a ofrecer una imagen lo más positiva posible de nosotros y nosotras mismas, aunque delante solo esté la encuestadora. Por eso cobran especial valor experimentos sociales como el que CESIDA ha realizado en 2022. Consistió en publicitar una habitación en alquiler en una buena zona, en buenas condiciones y a buen precio. La contra: el compañero de piso es un médico seropositivo. Los datos son demoledores. Un 81 por ciento de las personas que habían llamado interesadas en el alquiler no aparecieron en la visita al piso ni volvieron a llamar. Esta realidad contrasta con el hecho de que estas mismas personas no habían manifestado objeciones cuando se les informaba de que convivirían con alguien con VIH.

El interrogante que plantea es, ¿cuántas personas no tienen pegas realmente a tener como compañero de piso, trabajo o pupitre a alguien con el virus? Podemos hacernos una idea de que el porcentaje va a ser bastante más alto que en las encuestas que dábamos al comienzo… En este mismo sentido, en la presentación de los resultados de este experimento se preguntaban si éramos una sociedad menos discriminatoria o, simplemente, más amable, y cómo disponer de más información sobre el virus no implicaba necesariamente más empatía. Quizás la respuesta, como se apuntaba, está en que en este tiempo de modernidad líquida lo que se lleva es seguir discriminando, pero ahora de un modo más amable.

Cuarenta años después este nivel de rechazo y discriminación social ya no puede ser explicado por el desconocimiento, si no por el miedo (irracional) y por el rechazo a la diferencia. Es decir, por la serofobia. Tal es así que, para evitar la discriminación, la estrategia más habitual de las personas que conviven con el virus es el ocultamiento. Esta suerte de ley del silencio hace que no resulte contradictorio que mientras que una de cada 300 o 350 personas de Euskadi y España es seropositiva, un 65 por ciento de la ciudadanía diga no conocer a nadie con VIH. Este ocultamiento es un arma de doble filo ya que, por un lado, evita de forma eficaz la discriminación, pero acaba por ocasionar daños en la salud mental. En cierto modo, responde a una diabólica espiral: miedo a ser discriminados por quienes, a su vez, sienten miedo al virus.

Ahora reflexionemos por un momento en cómo se traslada esta realidad al ámbito afectivo y sexual. Como en la canción Comiéndote a besos de Rozalén, ¿cuántas personas no tienen inconveniente en mantener una relación estable o esporádica con alguien seropositivo? Quizás la respuesta es paradójica, porque precisamente en una de las comunidades donde más se ha trabajado este tema como es la LGTBI, en las aplicaciones de ligue más habituales se anima a indicar el estado serológico. Cuesta saber si se hace como potencial criterio de filtro (exclusión) o si declarar un estado negativo sirve como indicador de mayor deseabilidad sexual, independientemente de las prácticas o de que pueda transmitirse el virus. En este mismo sentido, a pesar de que en algunos ámbitos LGTBI el uso de la profilaxis preexposición (PrEP) es notable, las actitudes de miedo o rechazo siguen presentes en diferente grado, lo cual no deja de ser sorprendente.

Frente a esta realidad, una vez más, la ocultación suele ser la respuesta. Apenas encontraremos personas de nuestra comunidad LGTBI que en esas aplicaciones de ligue se muestren como seropositivas. Afortunadamente, tienen el derecho legal a no comunicar a sus parejas su estado serológico siempre y cuando tengan carga indetectable o, en su defecto, utilicen otros métodos preventivos. De hecho, con el objetivo de cambiar esta realidad, este el 19 de noviembre de 2022 se celebró en el Estado el primer pride positivo.

Es imprescindible también hablar de interseccionalidad. En general, al abordar el VIH socialmente sigue predominando el estereotipo del hombre blanco gay. No obstante, fijándonos en los datos, la realidad es otra. Se da una sobrerrepresentación de los colectivos racializados, de las personas trans y de realidades sociales muy diversas… En muchas personas la realidad de discriminación es muy específica y resulta de algo más que la simple suma de identidades y circunstancias como las que acabamos de mencionar.

Entre la infinidad de tareas pendientes que tenemos aún con la pandemia de VIH, además de trabajar en términos de interseccionalidad, no podemos obviar muchas otras como: la responsabilidad de garantizar la atención sanitaria a todas las personas aquí y en el sur global; la inadmisible invisibilización de las mujeres (lesbianas, en particular) y su dificultad en el acceso a métodos de barrera específicos frente a las ITS (infecciones de transmisión sexual); la ausencia de campañas destinadas a personas heterosexuales cuando representan el 40 por ciento de los nuevos casos en Euskadi según Osakidetza, el poco peso de la prevención desde una perspectiva psicosocial y no exclusivamente medicalizada… A todas ellas tenemos que sumar otra fundamental: la revisión autocrítica de nuestros miedos y prejuicios. Los de casi todos y todas sin excepción, para no caer en esa discriminación amable. Porque aunque se ha repetido hasta la saciedad, nunca está de más recordarlo: la principal acción que podemos utilizar contra el VIH es la empatía.


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