El Pueblo Gitano en Euskal Herria: seis siglos resistiendo al discurso racista de la integración
¿Cuántas veces has escuchado, dicho o pensado que las personas gitanas no nos integramos? ¿Integrarnos, dónde exactamente? ¿En un país en el que hemos nacido y crecido, al que llegaron nuestros antepasados hace seis siglos?
¿Sabes que el 8 de abril se celebra el Día Internacional del Pueblo Gitano? ¿Y sabes por qué? Si lo buscas en Google, encontrarás que el Primer Congreso Mundial romaní se celebró en Londres el 8 de abril de 1971, y fue donde se instituyeron nuestra bandera (¿la conoces?) y el himno, Gelem, gelem (¿lo has escuchado alguna vez?).
No te preocupes si contestas que no; de hecho, muchas de nosotras hemos conocido esos símbolos de mayores. Estas preguntas son solo un preámbulo para cuestionar una palabra que nos saca de quicio: integración. ¿Cuántas veces has escuchado, dicho o pensado que las personas gitanas no nos integramos? ¿Integrarnos, dónde exactamente? ¿En un país en el que hemos nacido y crecido, al que llegaron nuestros antepasados hace seis siglos? ¿En una sociedad que ignora, e incluso rechaza abiertamente, nuestra identidad cultural?
¿Da puntos en el examen de integración tener apellidos vascos (Amaya, Echevarría, Montoya), votar a partidos abertzales o ser hinchas del Athletic? Porque, sorpresa, es el caso de algunas de nosotras, las mismas que hemos peleado por que nuestras niñas y niños puedan estudiar en modelo D en Otxarkoaga.
Youssef Ouled, activista antirracista, se apoya en la autora islámica Sirin Adlbi Sibai para sostener que la integración es una imposición, una forma de “anulación del Otro”, cuyo objetivo es que los cuerpos racializados acepten su condición de subordinación frente a una Europa colonizadora y genocida que proclama su superioridad cultural.
El historiador David Martín explica que la exigencia de integración es tan vieja como la historia de El pueblo gitano en Euskal Herria* (título de su ensayo): “Cuando el pueblo gitano llega a tierras vascas [en el siglo XV], se encuentra con una primigenia resistencia de la sociedad, que solo se verá dulcificada a través del proceso asimilador que se irá llevando a cabo; una integración, por otra parte, encaminada a diluir su alteridad diferente”.
Tanto las pragmáticas antigitanas ordenadas por la Corona española a partir de los Reyes Católicos, como las leyes forales en Hego Euskal Herria, planteaban como única alternativa a la expulsión de nuestros antepasados, renunciar a nuestra lengua y a nuestras costumbres. Martín cita el caso de Pedro Yturbide, al que se le abrió un expediente de expulsión de Gipuzkoa en 1697 por su condición de gitano: el corregidor escuchó sus alegaciones de arraigo y le dejó seguir viviendo en Irun, por concluir que no era “notoriamente gitano”.
Nuestra resistencia ha consistido en echar raíces en una tierra en la que se nos ha dejado claro que no éramos bienvenidas. Autoridades locales como la de Vitoria-Gasteiz ofrecían limosnas a los grupos romaníes que recorrieron la península en peregrinación, a cambio de no asentarse en el municipio. Las acusaciones de hurto y otros delitos se utilizaron para ordenar expulsiones y justificar linchamientos. Es inevitable relacionar esas prácticas con las que denunciamos en pleno siglo XXI, como la criminalización cotidiana que vivimos cuando vamos de compras, la política urbanística segregadora que nos concentra en barrios abocados por las instituciones a la marginalidad, las burlas a nuestro acento y la ausencia de iniciativas institucionales de recuperación de la lengua romaní. A las mujeres gitanas, antes nos juzgaban por desafiar a la moral católica; hoy nos exigen ser mujeres liberadas y empoderadas, según los cánones del feminismo blanco.
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