La herencia de los padres
El sistema del arte, lento pero sagaz, está acogiendo algunas de las demandas impulsadas desde el movimiento feminista, pero sobre todo aquellas que le interesan: las que modifican pero no transforman, las que dejan intacto lo estructural -la arquitectura, la base de la columna, los cimientos-, aquellas que no cuestionan el llamado “pacto entre caballeros”, las que no cambian el reparto del pastel, las que no cuestionan la “herencia de los padres".
Es innegable; ha llovido mucho. Ha llovido desde que Linda Nochiln se preguntase allá por 1971 “¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas?”. También desde que las Guerrilla Girls, ataviadas con sus máscaras de gorila, desplegasen su cartelería de denuncia frente al Metropolitan Museum de Nueva York. Con el sarcasmo y la ironía que caracterizaba su puesta en escena en los años 80 denunciaban la falta de visibilidad de las mujeres artistas con frases como: “¿Tienen que estar desnudas las mujeres para entrar al Museo Metropolitano?”.
Ha llovido mucho, sí. Han llovido protestas y denuncias de plataformas de mujeres artistas. Ha llovido feminismo; feminismo a raudales, no solo en los 8 de marzo, sino todos los días. Han llovido ensayos, publicaciones e investigaciones de historiadoras feministas como Patricia Mayayo y Griselda Pollock. Algunos de estos, como Grandes maestras de Ángeles Caso, tuvieron que ser publicados a través de crowdfunding para poder salir a la luz.
Han llovido prácticas artísticas feministas como las de nuestra admirada Esther Ferrer -una artista que se adjetivaba como feminista en los años 80, cuando no puntuaba, cuando serlo perjudicaba más que proyectaba, cuando te estigmatizaba y te apartaba del mercado del arte-. Han llovido leyes de igualdad -la vasca en 2005 y después la estatal en 2007- leyes que obligan a los museos y centros de arte a desarrollar planes de igualdad, a modificar la composición de sus patronatos y comisiones artísticas para que las mujeres tengan al menos ese 40 por ciento de representación -a pesar de ser el 70 por ciento de las personas licenciadas en Bellas Artes-. Pese a su laxo cumplimiento, estas normas recogen la obligatoriedad para museos y centros de arte de programar exposiciones de mujeres artistas, de realizar acciones positivas, de integrar la perspectiva de género en los programas de exposiciones y en los protocolos de compra.
Ha llovido mucho, señoras, y la lluvia ha dado algunos frutos. Y aunque las cosechas sigan siendo ciertamente escasas, hoy en día asistimos a un mayor número de exposiciones de mujeres artistas (aunque no era difícil pasar de cero a un mayor número). Y si bien el porcentaje es totalmente insuficiente, gracias a estas podemos admirar el trabajo de autoras que nunca aparecieron en nuestros manuales de Historia del Arte, o que pese a ser obras maestras acumulaban polvo en los almacenes de las colecciones de las grandes pinacotecas; y, cuando salían de estos, se exponían en espacios sin apenas visibilidad. Este es el caso de los cuadros de Clara Peeters en el Museo del Prado. Exposiciones a través de las cuales descubrimos, por ejemplo, que Hilma Af Klint fue la creadora de la abstracción, mucho antes que Kandinsky. O que, simplemente, nos permitieron disfrutar del placer de pasearnos por un pasillo de plumas negras imaginado por Esther Ferrer.
Incorporar la perspectiva feminista en los museos requiere algo más que el tan recurrido “agréguese mujeres y agítese”, a través del cual se da visibilidad a un puñado de artistas en exposiciones temporales; se nombran mujeres en cargos directivos o comisiones artísticas; se invita a creadoras, historiadoras o comisarias a hablar de arte cuando es 8 de marzo o cuando toca hablar de feminismo en el arte. Requeriría hablar de cambio de valores, de repensar criterios, de modificar las reglas del juego, de interferir en “el pacto entre caballeros”. Supondría ir a la raíz, a lo estructural, a reinterpretar el patrimonio artístico que es uno de los medios materiales y culturales a través de los cuales se garantiza la continuidad del sistema patriarcal.
El propio significado etimológico de la palabra “patrimonio/patrimonium” nos remite a los “bienes heredados de los padres”. De LOS PADRES, en mayúsculas y negrita. Que no de las madres, por si no ha quedado claro. Y es que, efectivamente, a lo largo de la historia son los hombres quienes han decidido qué es lo que ha de conservarse y qué es eso que merece la pena que se traslade a las nuevas generaciones y pase a formar parte de la memoria y el acervo colectivo.
Los museos, instituciones que se desarrollan en el siglo XIX, siglo patriarcal por excelencia, son quienes custodian el patrimonio artístico de una sociedad. Además de ser quienes lo interpretan, crean las narrativas y lecturas de eso que merece la pena conservar; de nuestra herencia o mejor dicho, de la herencia de los padres. Y es que a pesar de todo lo llovido, amigas, el porcentaje de obras de mujeres en las colecciones públicas, tanto de los museos de arte contemporáneo como en los de carácter histórico, no ha sufrido grandes cambios y, en algunos casos, se mantiene en cifras ridículas.
Un ejemplo de ello es el Museo del Prado que, ostentando el noble título de ser una de las pinacotecas más importantes del mundo, demuestra una total indiferencia por adquirir obras de mujeres y tiene una política de compras misógina. Entre 2000 y 2018 este museo incorporó a sus fondos 673 piezas, de las cuales 636 corresponden a autores masculinos, 27 no tienen autoría conocida y 10 las han producido mujeres. De estas 10 obras, 7 han sido donaciones y se corresponden con obras contemporáneas, según el ‘I Informe sobre la aplicación de la Ley de Igualdad en el ámbito de la cultura dentro del marco competencial del Ministerio de Cultura y Deporte’, del año 2020.
Susana y los viejos
A la luz de los datos, podemos afirmar que lo que merece la pena conservar es la obra artística de los hombres, la herencia material de nuestros padres. Pero a esta herencia de carácter material tenemos que unir aquella herencia que nuestros padres nos han dejado en el ámbito simbólico, que supone una mirada heteropatriarcal, también en el arte. Hasta la fecha quienes han tenido el privilegio y el poder de narrar, mirar e interpretar el arte han sido los hombres, blancos, ricos y heterosexuales. Y estos lo han hecho, y lo siguen haciendo, desde una perspectiva misógina, machista y colonialista.
Un ejemplo de este poder que ostenta quien narra y quien mira puede observarse de forma práctica en una de las fichas del Museo del Prado, la que hace referencia a la obra Susana y los viejos, del pintor italiano Guercino. En la ficha artística, a la que accedemos desde la página web del museo, se nos habla de la historia de Susana, una leyenda de origen bíblico que, a pesar de sus aderezos y artificios, en una lectura contemporánea relataría una historia de acoso sexual.
“El asunto representado es narrado en el Antiguo Testamento (Daniel 13:) Arquián y Sedequía eran dos ancianos jueces que acudían asiduamente a casa del rico Joaquín, esposo de Susana, para dirimir algunos pleitos. Un día de mucho calor Susana quiso bañarse en una de las fuentes de la casa sin percatarse de que los ancianos, que desde hacía tiempo la deseaban con pasión, se habían escondido para observarla. Trataron después de forzar su voluntad y, al resistirse ella, la calumniaron acusándola de adulterio. El juez Daniel demostró su inocencia y la sentencia a muerte que pendía sobre Susana acabó recayendo en los ancianos. Fue una historia muy frecuentada por los artistas de los siglos XVI y XVII porque les brindaba la oportunidad de abordar una escena cargada de erotismo y les permitía mostrar sus dotes en la representación del desnudo”.
Es necesario poner el acento en que pese a que el relato está construido desde la narración del pasaje bíblico, en el mismo se mencionan frases que claramente refuerzan la cultura de la violación, cultura en la que más adelante quien escribe el texto nos trata de situar como cómplices.
En la primera se señala que los ancianos “deseaban con pasión” a Susana, idea en la que se insiste más adelante cuando se advierte que: “Además, la tosquedad de los ancianos es sustituida por el desnudo idealizado de la joven, que queda aislada e inmersa en un golpe de luz que, frente al frenesí de los hombres que se produce en la penumbra…”. Aspecto que entronca perfectamente con la creencia de que los hombres acosan a las mujeres porque pierden el control y quedan a merced de esas criaturas libidinosas que les enloquecen, hecho ante el cual no les queda otra opción que “poseerlas”. La segunda está relacionada con la idea de que se dulcifique la agresión con la frase “trataron después de forzar su voluntad”, y la última al señalar esta escena como “una escena cargada de erotismo”.
Algunas voces se alzarían para calificar de aberración el análisis de la obra que acabamos de realizar y defenderían que la ficha de la web lo único que recoge es un relato contextualizado, fiel al pasaje bíblico y, en todo caso, que lo que hace es interpretar la pintura con la óptica y visión de los valores del siglo XVII, siglo en el que se crea la pintura.
Incluso dando por buena esta interpretación, que habría que matizar mucho, no alcanzamos a comprender por qué el Museo del Prado en la ficha artística de esta pintura no separa a la persona espectadora de los valores que promueven la cultura de la violación, y en su lugar la sitúa cómplice de ella. Tampoco comprendemos por qué presupone que a todas las personas espectadoras (que observan la obra en el siglo XXI, no en el XVII) les vaya a erotizar el cuerpo desnudo de una Susana acosada sexualmente.
Todo esto se produce de manera inequívoca cuando quien escribe la ficha ya alejado de la narración de la escena bíblica, señala en su texto: “Guercino nos hace partícipes de ese momento pecaminoso. Con ambos gestos, uno dirigido al alma y otro al cuerpo del espectador, Guercino nos inmiscuye en la historia, lo que consigue además situándonos al amparo de la misma sombra que cobija a los ancianos. Así, todos, ancianos y espectadores, observamos a nuestro antojo el desnudo de Susana”.
Si no tenemos una mirada entrenada, una mirada que nos alerte ante el discurso patriarcal y misógino, este texto, que va dirigiendo nuestra comprensión de la obra, podría resultarnos una lectura objetiva, científica, o que simplemente analiza de manera neutral la imagen.
Al mismo tiempo, si no tenemos incorporada esta mirada, pensaremos que acciones como la programación de exposiciones de mujeres artistas, la creación de itinerarios de género o de “arte en femenino”, que proliferan actualmente en los museos, suponen la deconstrucción en parámetros feministas del patrimonio artístico. Sin embargo, una lectura crítica de los discursos museísticos nos muestra que, pese a todo lo llovido, la herencia de los padres, tanto la material como la simbólica, sigue intacta.
Que siga lloviendo, pero no sobre mojado.
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