Soy una pirada, pero no exagero: sáficas y salud emocional
Según la Alianza Nacional por la Enfermedad Mental estadounidense, las personas LGTBI+ tienen casi tres veces más riesgo de sufrir trastornos de salud mental. Las violencias vividas plantan frecuentemente semillas de desconfianza, pánico, tristeza o depresión, baja autoestima y autoodio.
Aviso de contenido sensible: violencia verbal, física y sexual, lesbofobia, medicación psiquiátrica y autolesión.
Cerca del 40 por ciento de la población mundial vive en países en los que la homosexualidad está perseguida. El 17 de mayo de 1990, la Organización Mundial de la Salud (OMS) la sacó de la lista de enfermedades. En 1973, la Asociación de Psiquiatría de los Estados Unidos (APA) también tuvo a bien eliminarla de esa lista infinita de diagnósticos psiquiátricos en la que sustentan gran parte de su labor: el manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM, por sus siglas en inglés). Sin embargo, el uso de las mal llamadas terapias de conversión, cuyo objetivo radica en la perversión de curar a las personas que conformamos la comunidad LGTBI+, sigue perjudicándonos en la actualidad.
¿Cuál ha sido el caldo de cultivo que nos ha dejado en esta situación? Para entender la actualidad de las mujeres sáficas en el Estado español, nos hace falta echar la vista atrás y analizar la historia de la represión lesbófoba en distintos territorios y momentos históricos: desde la Alemania del nazismo al régimen franquista. Es importante tener en cuenta que la llamada ley de vagos y maleantes franquista pasó a incluir, en julio de 1954, a las personas “homosexuales” en la categoría de peligrosos sociales. Ricardo Campos escribe en La construcción psiquiátrica del sujeto peligroso y la Ley de Vagos y Maleantes en la España franquista, 1939-1970 que este cambio tenía como objetivo reforzar la imagen de la persona homosexual como pervertida, degenerada y, en definitiva, peligrosa. ¿Qué pasaba con las mujeres sáficas durante el franquismo? Según Elizabeth Hernández López, en Las invisibles: Aproximación a la Historia de las lesbianas en España durante el régimen franquista (1936- 1975), las mujeres lesbianas (y, en general, las mujeres de sexualidad no normativa) eran encarceladas, internadas a la fuerza en psiquiátricos y exiliadas de sus poblaciones. La represión las golpeó también a ellas. Por mucho que las mujeres sáficas no fueran declaradas explícitamente como enemigas del orden público, la lesbofobia no hizo más que crecer gracias a la moral franquista.
Patricia Moreno Ruiz-Olalde cuenta en La historia olvidada del Nazismo: los homosexuales durante el Holocausto que uno de los primeros actos de Hitler fue cerrar todos los bares regentados por homosexuales, cabarets e incluso el Instituto de Ciencia Sexual, que fundó Magnus Hirschfeld. Mientras tanto, “a algunas lesbianas, también feministas, se las consideró como ‘asociales’ por los nazis y se las envió a los campos de concentración”. De nuevo, según Moreno, en estos mismos campos de concentración eran, además, horriblemente frecuentes las situaciones de explotación sexual. Para la moral fascista, la línea que separaba (y separa) a cualquier mujer que se rebele contra el régimen machista de las peligrosas lesbianas era y es muy fina. Al mismo tiempo, es innegable que ser sáficas conlleva que nos sitúen en el objetivo de las violencias, tanto de las institucionalizadas como de las que atraviesan directamente nuestra sociedad. Necesitamos profundizar en la historia para comprender el vínculo entre la represión contra las mujeres sáficas de entonces y el sufrimiento emocional de hoy, que puede ser consecuencia de esas violencias.
Negarnos activamente que somos lesbianas y ser señaladas como enfermas o delincuentes son dos caras de una misma moneda. La herencia de la lesbofobia histórica es la lesbofobia de nuestro presente que detona, a menudo, malestares emocionales en niñas, jóvenes y mujeres sáficas. Al mismo tiempo, chocamos, una y otra vez, con el muro de la ignorancia de “profesionales” del ámbito de la salud mental. “Las personas LGTBI+ tienen casi tres veces más riesgo de sufrir trastornos de salud mental como ansiedad, depresión y estrés postraumático. Los individuos LGTBI+
de 10 a 24 años intentan suicidarse cuatro veces más a menudo que sus pares no LGTBI+”, según la Alianza Nacional por la Enfermedad Mental (NAMI) estadounidense. Durante las distintas etapas vitales, las personas de la comunidad LGTBI+ afrontamos toda clase de violencias cisheteropatriarcales: malos tratos (en el entorno familiar, escolar, laboral…), el acoso y las agresiones en el espacio público, discriminación en ámbitos como el legal o el médico, el lenguaje y el trato personal en el día a día.
Todo esto, está claro, deja muy a menudo huellas en el momento, pero también se relaciona con traumas posteriores al quedar, muchas veces, ese poso de miedo aprendido, vergüenza, sensación de indefensión, hipervigilancia. A su vez, interseccionan con la pérdida de apoyos por esa misma LGTBIfobia social, así como con la dificultad frecuente para participar en entornos respetuosos con la propia identidad de las personas (a estos espacios, muches llegamos injustamente tarde). Así, entre los factores socioeconómicos y culturales que se asocian a los intentos de suicidio, se cuenta la LGTBIfobia. Las violencias vividas plantan frecuentemente semillas de desconfianza, pánico, tristeza o depresión, baja autoestima y autoodio.
Una mirada en primera persona a las violencias
Aquí hace falta nombrar directamente aquellas experiencias de heteronorma en nuestra infancia y adolescencia, más habituales de lo que se cree. Sin embargo, mi vivencia particular refleja lo complejo que resulta trazar esa línea divisoria entre las distintas violencias que interseccionan en nuestros cuerpos. No me responsabilizo de los malos tratos que recibía por parte de mi entorno. A menudo se concretaban en insultos gordófobos y en expresiones lesbófobas como marimacho, entre otras que se os puedan ocurrir. Todo esto, en más ocasiones de las que quisiera recordar, iba de la mano de violencia física.
Recuerdo cuando todavía podía jugar al fútbol. Después, empezaron a hacerme imposible que jugara con elles; en la mentalidad tradicional, una niña bollera y gorda, con gafas, es decir, físicamente no normativa, no tiene permitido acceder a los mismos espacios, los mismos juegos y el mismo afecto que les demás. Sin embargo, los tipos de agresiones no se limitaban a golpes e insultos. En alguna ocasión, se le sumaba violencia sexual. Me quitaban las gafas y, cuando les perseguía para recuperarlas, se subían a una valla donde no podía alcanzarles y se bajaban los pantalones para que viera sus genitales. Más adelante, continuaron las agresiones. Algo que hoy me parece un poco irónico por mi barba es que, alrededor de sexto de Primaria, una profesora me instó a decirle a mi madre que me depilara el bigote porque quedaba mal. Yo me sentí avergonzada. Aquello desembocó en que me acabara decolorando el bigote para no afear el patio del colegio a mi querida profesora. Está claro que esto le podría pasar a cualquier persona con características no normativas, y no solo a mí por ser lesbiana, pero la censura a mi físico-identidad, sumada a la lesbofobia, creaba un ambiente insostenible.
Ya en la adolescencia, la cosa no era muy diferente. Los ataques seguían y mi salud mental pasó de tambalearse a caer en picado. En cuarto de la ESO, me recetaron mis primeras pastillas psiquiátricas para dormir. Encadenaba días y días sin pegar ojo a causa de la ansiedad provocada por los malos tratos en el instituto. También llegaron las autolesiones físicas. Los diagnósticos, como suele pasar en estos casos, no se hicieron esperar. Actualmente, tras pasar por otras etiquetas psiquiátricas, estoy diagnosticada de Trastorno Límite de la Personalidad (TLP).
Todo esto se conjugaba con el acoso callejero por ir de la mano con parejas o simplemente por existir. El fuste de este acoso suele ser, de nuevo, la violencia sexual. Recuerdo un
episodio concreto: estaba esperando a una pareja en la parada del tranvía y un anciano se sentó a mi lado. Empezó a hablarme de temas aparentemente inofensivos hasta que me cogió del brazo con fuerza y me dijo cosas tales como: “Lo que necesitas es una buena polla”. Me quedé bloqueada; no pude soltarme y apenas defenderme. La lesbofobia no es algo abstracto, de lo que se quejan cuatro piradas exageradas. Sí, soy una pirada, pero no exagero.
En conclusión, hablar de salud mental en primera persona implica dar un espacio y un nombre a los ejes de opresión. La heteronorma es con frecuencia una de las grandes causas del malestar emocional, que para mí tiene mucho más que ver con las violencias que con un mero desequilibrio químico.
Este texto ha sido publicado originalmente en el monográfico sobre LOCURA que editamos en 2020. Una de las principales apuestas de Pikara Magazine pasa por garantizar que todos nuestros contenidos estén en abierto. Por eso, a pesar de que el monográfico sigue disponible en .pdf, publicamos el texto en abierto. Suscríbete para que siga siendo posible.