“Es una maravilla tener mujeres indígenas ocupando sillas en el Gobierno”
Después de cuatro años de Bolsonaro, lideresas de distintos pueblos originarios de Brasil valoran haber ocupado espacios de decisión, pero denuncian las violencias coloniales que siguen viviendo en sus aldeas.
Como resultado de la presión del movimiento indígena y las acciones de algunas lideresas originarias feministas, el pasado 11 de enero de 2023, el nuevo Gobierno del Brasil creó oficialmente el Ministerio de los Pueblos Indígenas en Brasilia. Pionero en su naturaleza, la responsabilidad de este ministerio fue entregada a una mujer indígena, Sônia Guajajara, activista socioambiental quien formó parte del equipo de transición del que se ha convertido en el tercer gobierno de Luis Inácio Lula da Silva. El objetivo de este nuevo ente es implementar leyes y políticas indígenas que ya existen, pero no se cumplen, defender los territorios de las comunidades originarias y garantizar su buen vivir. Y hacerlo con el presupuesto propio de un ministerio. En sus primeros pasos, ha lanzado la campaña “mujerizar e indigenizar Brasil”: un reto gigante situado aún en un horizonte lejano.
“Es muy importante la creación de este ministerio, a pesar de que nos pregunten ¿por qué entran en ese sistema que les oprimió durante siglos? Es precisamente eso lo que queremos. Porque si se creó un sistema en un territorio que era nuestro hasta la invasión, tenemos derecho a participar de ese sistema, por más que esté equivocado, porque solo lo romperemos desde dentro”, asegura Joana Porto, del pueblo Tabajara Tapuia, doctora en Antropología y especialista en derechos humanos. Con 1,65 millones de personas, un 0,77 por ciento de la inmensa población brasilera, los pueblos indígenas han duplicado su población en la última década y ha crecido también su representatividad en las instituciones públicas, hasta hoy resumida a muy pocos diputados y senadores.
Después de la violencia constante que han representado cinco años de gobiernos de extrema derecha, con Michel Temer y Jair Bolsonaro, la llegada de Lula y su puesta en escena en defensa de los derechos de la población indígena ha sido una ola de esperanza para los 305 pueblos originarios del país amazónico. Si bien durante sus dos mandatos anteriores, entre 2002 y 2010, Lula no demarcó las tierras indígenas que se le exigió y fue impulsor de políticas extractivistas y proyectos de naturaleza neoliberal como la IIRSA (Iniciativa para la Infraestructural de Integración Regional de Suramérica), en esta nueva oportunidad ha empezado nombrando mujeres indígenas en espacios de poder, una novedad ampliamente celebrada en aldeas de los rincones más apartados del país.
Además de Sônia Guajajara, Joenia Wapixana, quien fue la primera abogada indígena y luego primera diputada indígena del país, se ha convertido también en la primera persona indígena en liderar la Fundación Nacional del Índio (FUNAI), rebautizada en un gesto tardío de respeto como Fundación Nacional de los Pueblos Indígenas. Los últimos cuatro años, la FUNAI había estado liderada por el exjefe de la policial federal Marcelo Xavier, un personaje ultraconservador designado por Jair Bolsonaro, cercano a la bancada ruralista del congreso, es decir, a los diputados y empresarios que gobiernan según los intereses del agronegocio, el extractivismo, la minería y la deforestación ilegales, principales amenazas para las comunidades indígenas.
“Estamos rodeados de fazendeiros racistas que han comprado tierras alrededor de nuestra aldea, que siembran agrotóxicos, contaminan nuestra agua, ahora mismo no tenemos agua limpia para beber. Los grandes cultivos de papaya, de café implican veneno en nuestros ríos”, exclama Ginjiba Tupinambá, cacica indígena del estado de Bahía, desde el Campamento Tierra Libre (ATL), una movilización masiva de pueblos originarios que se reúne anualmente en Brasilia. “Es una maravilla tener mujeres indígenas ocupando sillas en el gobierno, es urgente que estén allá para reforzar lo que hacemos aquí a fuera: las reivindicaciones por demarcación de tierras y tantos intereses y necesidades que tenemos los pueblos originarios de Brasil”, continua la lideresa con un gran tocado de plumas de halcón sobre su cabeza.
En esta ocasión, el colorido campamento instalado en medio de los monumentales edificios blancos de Oscar Niemeyer que caracterizan la capital brasilera exige no solo la demarcación de tierras indígenas sino también garantías para que las comunidades gocen de salud y educación propias. Además, en el terreno jurídico, hay un grito de fondo presente en grandes pancartas y camisetas: “No al Marco Temporal”, una hipótesis que defienden políticos y juristas conservadores según la cual no podrán ser demarcadas nuevas tierras indígenas que no estuvieran posesionadas por población originaria en 1988, año en que, acabada la dictadura militar, se aprobó la Constitución brasilera. De aprobarse esta tesis, territorios ancestrales que han sido recuperados por medio de ocupaciones o retomadas, como son llamadas popularmente, posteriormente a 1988, quedarían excluidas de la posibilidad de ser formalmente demarcadas como tierra indígena. “El marco temporal es absurdo y anticonstitucional”, protesta Ginjiba Tupinambá.
Tierra indígena para la dignidad de las mujeres
“Los Tupinambá estamos luchando desde hace décadas para ver nuestro territorio, que heredamos de nuestros ancestros, demarcado para que mis nietos vivan con más libertad”, asegura. A pesar de que, en el último día del Campamento Tierra Libre, el pasado 28 de abril, Lula demarcó seis nuevas tierras indígenas, la Articulación de Pueblos Indígenas de Brasil (APIB) reclama más de 700 tierras por demarcar. Una de ellas es la tierra de la cacica Ginjiba, quien, después de dos días de viaje, llegó a Brasilia desde su municipio, Olivença, no solo para participar del ATL sino también para reunirse con técnicos del Gobierno que estudian la homologación de su territorio ancestral. Para ella, lograr el reconocimiento por parte del Estado brasilero de su tierra tiene todo que ver con los derechos de las mujeres de su aldea.
“Las invasiones a nuestras tierras las vivimos principalmente nosotras porque los hombres salen a trabajar, a pescar, y las que nos quedamos en el territorio somos nosotras”, relata la cacica Tupinambá, sentada bajo una gran pancarta que predica “El futuro es hoy”, colgada de la carpa gigante que protege el encuentro indígena de un sol abrasador. Invasión significa entrada violenta por parte de grupos generalmente de hombres blancos para extraer de los territorios habitados por pueblos indígenas, bajo intereses empresariales a veces transnacionales, bienes comunes para convertir en mercancías para comerciar, ya sea madera, oro o la misma tierra para sembrar monocultivos.
E invasión, muchas veces, para las mujeres significa violencia sexual. “Invadir y agredir la tierra que es nuestra ya es una violencia grande, invadirla para agredir sexualmente una mujer es aún peor”, denuncia la cacica Tupinambá. A estas violencias externas, hay que sumarle las internas: “Al interior de nuestras casas hay violencia física, hay violencia verbal, psicológica. Las mujeres sabias que tenemos más experiencia les mostramos a las jóvenes cómo defenderse dentro del territorio y dentro de sus casas”, relata Ginjiba.
Con el bagaje de lideresas como ella se ha podido revertir la situación de sometimiento de las mujeres que muchas aldeas han vivido por décadas. “Antes solo los hombres tenían voz, solo ellos tenían el poder de salir a fuera a representarnos. Hoy no, hoy nosotras tenemos voz, tomamos decisiones en nuestras aldeas. Y no tomamos el espacio de los hombres, sino que estamos juntas con ellos. Ahora conocemos la manera de defendernos”, asegura Valdenira Kariany, del pueblo Huni Kuín del estado de Acre, en el Amazonas. Su “antes” no queda del todo claro hasta donde llega; el origen de ese sometimiento está muchas veces atravesado por la cruz y la espada de la colonización, pero depende realmente de las tradiciones de cada pueblo.
“Son más de 500 años de derechos negados por el colonizador: el colonizador llegó, invadió, impuso y violó. La belleza de la mezcla de razas de la que farda Brasil cae por tierra cuando traemos el concepto de violación y eso es lo que pasó”, afirma la antropóloga Joana Porto. “Brasil se pobló fruto de la violación de hombres blancos a mujeres indígenas y negras”, continua.
Otra lideresa, la cacica Arian del pueblo Pataxò de Bahia, está en el ATL como representante de 22 comunidades de su etnia. Ella tiene claro que “esas violencias vinieron con la colonización. La colonización trajo el alcohol, la cachaça, y eso trae violencia contra la mujer”, asegura. Aun así, reconoce, feliz, una mejora. “Hace mucho que no hay un feminicidio en mi comunidad. Ahora tenemos claro que el lugar de la mujer es donde ella quiera, no solo en la comunidad, al pie del fogón de leña. Y hay menos violencias precisamente por el hecho de que ahora hay mujeres cacicas, mujeres ejecutivas, mujeres que nos representan en los espacios políticos. Ya ganamos los espacios”, declara orgullosa. “Cuando el cuerpo de una mujer indígena se hace presente en un lugar que es prioritariamente masculino cisgenero, heterosexual, eminentemente patriarcal, cuando esa mujer entra en esa estructura ella rompe el paradigma”, opina Porto.
La demarcación no es garantía
Llegar a esos espacios, a un ministerio, al Congreso o un órgano gubernamental, quiere decir normalmente apartarse del territorio e instalarse en Brasilia. Atrás, en las aldeas, siempre deben resistir las que defiendan lo más necesario para la sostenibilidad de la vida de los pueblos y del planeta entero: los territorios, entre ellos la selva más grande del mundo, y sus costumbres.
“Nosotros somos las guardianas del territorio, de las semillas, somos las que seguimos hablando en nuestras lenguas con nuestros hijos”, asegura la amazónica Valdenira Kariany. A diferencia de las cacicas Arian Pataxò y Ginjiba Tupinambá, Kariany vive en un territorio demarcado, la Tierra Indígena Colonia 27 del estado de Acre, pero aun así las intrusiones son constantes. Han tenido que reforestar áreas enteras arrasadas por grandes rebaños de vacas que pisotean sus cultivos y sus tierras, rodeadas actualmente de haciendas ganaderas.
No, el reconocimiento por parte del Estado de las tierras indígenas no significa garantías ni protección. Una de las mayores violencias que haya podido vivir un pueblo con tierra ya demarcada se puso de manifiesto a inicios de este año: el genocidio del pueblo Yanomami, también en la Amazonía brasilera. En la Tierra Indígena Yanomami, según el mismo Ministerio de los Pueblos Indígenas, solo durante el año 2022 murieron 99 niños y niñas yanomamis contaminados por el mercurio que la minería ilegal usa para separar el oro de los sedimentos.
En total, por lo menos 570 criaturas yanomamis habrían muerto en la última década como consecuencia de la minería, la malaria o la desnutrición. Fruto de la acción y presión de Sônia Guajajara en cabeza del nuevo ministerio, el presidente Lula llegó al territorio Yanomami el 23 de enero para ver con sus propios ojos la grave situación humanitaria. A finales del mismo mes autorizó controlar el espacio aéreo de todo el territorio de este pueblo indígena, para que no haya más entrada y salida de avionetas mineras, y la construcción de diversos centros de la FUNAI en la zona.
En las últimas semanas el Ministerio de los Pueblos Indígenas también ha anunciado “la retirada pacífica de personas no indígenas del área demarcada hace más de 30 años al interior del estado de Pará”, y la confiscación de “madera ilegal en las inmediaciones de la Tierra Indígena Alto Rio Guamá”, según predica su página web. En el momento en que esa representatividad en el Gobierno, no solo de indígenas sino de mujeres indígenas, no se traduzca en acciones diarias que prevengan y reparen las violencias que viven las comunidades el sonido de las maracas de la movilización indígena llegará de nuevo a la explanada de los tres poderes de Brasilia. De hecho, ya está anunciada para el 7 de junio una gran movilización en motivo de la celebración del juicio que retomará el debate sobre la tesis del marco temporal.
En la Cámara de Diputados en Brasilia, hay tres mujeres indígenas más: Celia Xakriabá, Silvia Waiãpi y Juliana Cardoso, y en el Senado, tres hombres indígenas. 186 personas indígenas en total se candidataron en las elecciones del 2 octubre, un número record a escala de representatividad electoral. Hoy en Brasil, pero también en Colombia con la senadora del pueblo nasa Aida Quilcué o en Bolívia con la senadora Cecilia Moyoviri, las mujeres están marcando pasos firmes, a pesar de hacer parte de minorías parlamentarias en sus espacios políticos. “Es muy importante el momento que vivimos. Ver a mujeres como Guajajara, Xakriabá o Wapixana, mujeres de mucha lucha, que están allá, nos da mucho orgullo. Incentiva a nuestras mujeres a entrar en la lucha política porque se dan cuenta que no es solo cosa de hombres”, concluye la cacica Pataxò.
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