Hijas encerradas en apegos de madre

Hijas encerradas en apegos de madre

Dice Vivian Gornick en ‘El fin de la novela de amor’ que ‘la necesidad no es tanto la de matar al padre como la de separarnos de las madres’, y que esto tienen que hacerlo las hijas. Lo leo y se me encoge el pecho.

Imagen: Andrea Ganuza
17/05/2023

Ilustración: Andrea Ganuza.

Desde hace un tiempo para acá, me he dado cuenta de que no soy responsable de las decisiones de mi madre. Puede parecer básico, pero lo que es básico para algunas es aprendizaje para otras. Me he dado cuenta de que, por mucho que yo quiera cuidarla, por mucho que la anime a salir, a hacer cosas independientes de la pareja, a seguir sus pasiones aunque le dé miedo, por mucho que lo intente, yo no soy responsable de los límites que ella misma se impone. Puedo ofrecer, puedo sugerir, puedo lanzar ideas para que se plantee, que le hagan repensar; pero lo que es seguro es que no puedo obligarla a hacer algo que la asusta ni sentir yo misma el ahogo de una vida que yo no he elegido por una razón muy real.

En el miedo que me da el encierro de esa elección, debo dejar de lado el estrangulamiento de saber que mi madre sería mucho más feliz en otro tipo de vida, porque esa es su vida y esa es su elección. A veces, nos cargamos a los hombros tomar las riendas de la vida de otras personas, pero no podemos y no debemos. Toda persona adulta es responsable de su propia vida. Cuando somos pequeñas, papás y mamás nos cuidan porque, qué se le va a hacer, somos la especie que más tarda en ser capaz de cuidarse sola; mamás o papás nos cuidan porque, si no, moriríamos, no podemos levantar las patas temblonas y echar a andar, no podemos buscar alimento entre los ramajes del campo. Nosotras la lechecita y luego el Cola Cao. En el principio. En eso consiste la relación vertical, que es solo una: de mamás o papás a progenie. Pero cuando crecemos y nos convertimos en adultas, la relación vertical cae, se aplana y se convierte, de hecho, en horizontal –aquí el drama de la adolescencia, el drama de las incipientes adultas reclamando libertad–.

Vivian Gornick habla de ello en El fin de la novela de amor, sobre el apego insano entre la madre y la hija, ese tira y afloja, esa dependencia que nos reconcome y que no deja que ninguna de las dos pueda salir del vínculo para ser ella misma: “Parecería ahora que la necesidad no es tanto la de matar al padre como la de separarnos de las madres, y que son las hijas las que deben acometer esa separación. […] La madre se sumerge sin reparos en el apego de la hija y, en la gran tradición de la vida familiar corriente, desarrollan una atroz adicción mutua. […] Lo que siente por su madre la desmoraliza, la vuelve vulnerable a la culpabilidad y a la piedad, hace que le flaquee el coraje”.

Leo a Vivian Gornick y se me encoge el pecho porque ese movimiento es un encogimiento, es una asfixia en la que quieres volar muy alto y no puedes, es una muerte en la que quieres buscar tu propio camino alejado del de tu madre y al final parece que siempre eres una copia de ella. Yo he sabido soltar. Me ha costado mucho, pero he sabido. Durante mucho tiempo, el miedo no me permitía alejarme del confort materno, pero una vez pude separarme de él, el miedo mutó hacia ella, hacia que ella siguiera encerrada en el mismo confort opresivo y sofocante. Que no viera las posibilidades que le ofrecía la vida y que ella estaba deseando agarrar, pero no se atrevía. Era mi propio miedo reflejado en ella: el encierro, la reclusión.

En el final de la reciente As bestas –sin spoilers, la pelea entre madre e hija me hizo sentirme muy identificada, esa manipulación desesperada. La hija le ofrece a su madre irse a vivir con ella de vuelta a Francia y, desde la perspectiva externa, está claro que eso es lo que tiene que hacer, que ese pueblo perdido de Galicia la está consumiendo, la está llenando de vacío y de violencia, la está drenando poco a poco de todo lo bueno. La hija lo único que pretende exasperadamente es sacarla de allí, salvarla, la madre es inamovible en su idea de quedarse. La desesperación que siente la hija creo que es un sentimiento en el que podemos vernos reflejadas muchas de nosotras, presenciar cómo alguien querido se hunde voluntariamente en un pozo sabiendo que es un pozo, la impotencia de que no podamos ayudarle, de que no quiera. Los gritos no me resultaban conocidos, el sentimiento sí. Me gusta cómo termina la discusión, con la hija diciendo que, si la madre se queda allí, ella no va a volver. Sin agachar la cabeza, sin exponerse al daño de ver a la otra persona sufrir, estableciendo el límite más sano para que no la arrastre.

Cuidar a veces resulta patológico; puede parecer que no, pero sí. Me gusta cuando me dicen que cuidar siempre es bueno, venga de donde venga, aunque sea del miedo, aunque sea de la inseguridad. El cuidado es bueno, porque no le hace daño a la otra persona, pero ¿y para nosotras? Es fácil caer en relaciones que se ajustan a nuestros patrones, es fácil formar un vínculo en el que cuidamos porque la otra persona necesita ser cuidada y nosotras salvadoras. Nosotras a veces tenemos ese complejo de dios en el que proveemos la salvación, somos las que sacan del pozo y solucionamos los problemas; en la comodidad de la salvación, la otra persona –inconscientemente– no hace nada y nosotras –inconscientemente– aceptamos que no vamos a recibir nunca ningún cuidado. En nuestro papel de salvadoras, nos negamos el cuidado a nosotras mismas, no lo recibimos y, por consiguiente y lo más importante, nos negamos la formación de la relación igualitaria.

Vivian continúa: “Esa es la intimidad que nos atará de por vida, que nos unirá para siempre a la misión implícita en toda relación amorosa: cómo conectar sin llegar a fusionarse, cómo reaccionar sin llegar a ser absorbido, cómo desapegarse sin llegar a renegar” y eso, eso es lo que he aprendido, eso es justo lo que estoy aprendiendo, cómo querer sin depender, cómo intimar sin fusionarse. Creo que esa es la clave. Amar sin agarrar, amar sin controlar. A veces nos resulta muy difícil soltar, pero es necesario aceptar las decisiones de los demás, darles la autoridad que se merecen en su propia vida. Aceptar que podemos estar en desacuerdo, aceptar que podemos tener pensamientos contrarios, aceptar la responsabilidad de cada persona de elegir el rumbo que quieren tomar. Aunque esté errado, aunque se base en el miedo.

“Ser uno mismo es algo solitario y que da miedo” y a mí me cuesta distinguir entre ser yo misma y cuidar a mi madre hasta la extenuación o cuidarme a mí misma y huir de la necesidad de cuidarla para cuidarme a mí. Somos nosotras las que debemos decidir cuánto queremos acercarnos o alejarnos, somos nosotras y no la otra persona la que debe manejar ese movimiento en la relación y no esperar que nos lo den simplemente porque nosotras lo necesitemos, que se alejen o se acerquen según nuestra conveniencia, como algo dado por sentado, como leyendo nuestra mente, tan común.

Las personas adultas deben relacionarse entre sí desde la independencia, cuidando y dejándose cuidar, pero siendo cada una responsable de sí misma y de su propia vida. Cada una es libre de tomar sus propias decisiones. Creo que es importante no ceder a la condescendencia a la que nos han sujeto. Si nosotras queremos libertad, debemos dársela al resto. La libertad, hemos aprendido a base de palos, es una de las cosas más importantes en la vida de una persona y, si podemos brindársela a los demás y relacionarnos desde ese tipo de amor de reconocimiento y confianza, en la fuerza que les damos para dirigir su vida, lograremos formar un vínculo realmente fuerte entre iguales. La independencia de todas en la elección de estar juntas. No estoy de acuerdo contigo, mamá, pero te respeto. De hija a madre, de igual a igual.


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