La Dorothy que necesitamos
‘Somebody Somewhere’ lanza segunda temporada dando continuidad a una joya audiovisual pequeña y sin pretensiones sobre cómo las personas que no encajan pueden convertirse en el hogar que anhelamos.
Se abre la representación. Las gallinas, el tractor, el campo y un mar de restaurantes familiares nos indican que hemos vuelto a Kansas. Sam, la protagonista de Somebody Somewhere (HBO Max) interpretada por la gran Bridget Everett, reside en su ciudad natal con el duelo encima por la muerte de su querida hermana Holly, a quien cuidó durante su enfermedad. Sin aquel nexo especial, los motivos para quedarse en Kansas se desmoronan.
Joel, un compañero de trabajo cristiano y “marika” interpretado por Jeff Hiller, se acerca a Sam para recordarle que compartían coro en el instituto: “Me encantaba verte cantar. Eras como un ciclón para mí. Nada me gustaba en el instituto pero aquello me flipaba”.
Lo que se inicia en ese instante es una amistad tierna y genuina entre dos almas divertidas y poco convencionales que, con la ayuda de una preciosa comunidad queer, redescubrirán sus dones sagrados y sus talentos mientras van convirtiendo en hogar todo lo que tocan.
¿Cómo sobrevive una comunidad no normativa en Kansas? Las baldosas amarillas de esta joya de lo ordinario son personajes que hicieron de su vulnerabilidad y sus rarezas su principal valor y su camino. En esta serie el corpus que no se parece a la norma también cabe en una ciudad pequeña.
De la mano de esta hermandad, la serie nos permite hacer un tour por sus tránsitos espaciales y por esos no-lugares que intentarán hacer suyos.
Inspirada en la vida de Everett
Sam es el bicho raro en una familia rota por la pérdida, desestructurada por el dolor y la imposibilidad de comunicarse. Marcada por el tabú hacia la orientación sexual de la hija muerta. En su tránsito hacia quién sabe qué, la protagonista duerme arrinconada en el sofá de una casa que aún no ha decidido hacer suya mientras la cama de su hermana permanece vacía.
No sabemos cuánto de la vida de la actriz hay tras el personaje de Sam, pero sí que Somebody Somewhere está basada en sus propias vivencias.
Humorista, escritora, cantante y actriz, Bridget Everett se considera una provocadora del cabaret alternativo. La serie, una comedia dramática a su medida, es el resultado de un acuerdo de la productora por arrojar luz a los talentos como cantante y actriz de Everett, que llevaba años desarrollando personajes secundarios.
Patricia Breen, Hannah Bos y Paul Thureen, guionistas de la pieza, encuentran un filón en las propias experiencias de Everett en Manhattan (Kansas), su ciudad natal.
Innegable es la potencia y el protagonismo de corporalidades no normativas en toda la trama. Cuerpos que significan de una manera gigante tan solo con aparecer en escena, pero que cobran una expresividad brutal al ser liberadas las verdaderas narrativas que los habitan. ¿Cuál es la historia vital tras estas presencias excluidas de la representatividad y el ideal de éxito del status quo?
Para nuestra sorpresa, las conversaciones y situaciones que cada personaje sortea no desembocan en giros especialmente dramáticos. Si hay algo que engancha de esta serie es la no revictimización en cada secuencia. La capacidad que todos estos personajes tienen para reírse de sí mismos. El llanto, la risa, la resiliencia y el nuevo paradigma vital al que nos llevan no quedan atrapados en la herida primigenia.
Es precisamente la suavidad y la naturalidad sobre la que la trama transita por diferentes estados de ánimo la que nos engancha a la celebración de existir a cada rato.
El desubique por la pérdida, la supervivencia de una comunidad queer en un entorno conservador, el anhelo de comunidad, la búsqueda de espacios para ser y la importancia de la red humana son algunos de los temas sobre los que navega la serie.
En Kansas también sucede
Desde un formato ligero, con capítulos de menos de media hora, Somebody Somewhere destaca además por ser fiel a un hecho tan aplastante como escaso en las narrativas audiovisuales. La real presencia tanto en pueblos como en ciudades de provincias de personas no normativas, prácticas de resistencia, comunidades y saberes que no son patrimonio exclusivo de los ámbitos más urbanos.
En un momento en el que el urbanocentrismo proyecta una imagen de los pueblos como los únicos lugares donde se ejerce violencia, llenando programas progres con la pregunta sobre cómo es vivir en un pueblo o usando la causa de la diversidad sexual para justificar su propio modelo de desarrollo, la serie es una caricia de aire fresco para quienes anhelan representaciones justas y no reduccionistas sobre las existencias queer en espacios menos urbanos. Más concretamente en áreas que pertenecen al Cinturón Bíblico de los Estados Unidos, donde el cristianismo juega un papel fundamental. Zonas en las que, además de violencia, existen poderes ocultos para regar la ternura, el arrejuntamiento y la reivindicación de las rarezas.
El guiño obvio al icono que es El Mago de Oz para la cultura queer de Estados Unidos, en la que ser “amigo de Dorothy” es una frase código para identificarse en el ambiente, traslada el arcoíris de las libertades a La pequeña manzana de Manhattan que se resiste a encarnar el descolorido blanco y negro de la película de culto.
Somebody Somewhere nos invita a valorar a ese alguien en algún lugar aparentemente insignificante.
La primera temporada de la serie retoma la vida desde los tesoros ordinarios que dan sentido a existencias risueñas y vivarachas. Nos dice que las personas increíbles no tienen orígenes determinados. Y nos conduce a encontrar referentes en aquellos espacios donde nos dijeron que no crecían flores: desde aquella chica del instituto que fue nuestro particular ciclón para sobrevivir hasta aquel chico del coro que nos pasó totalmente desapercibido.
Veamos qué nos depara la recién estrenada segunda temporada. Ojalá dé continuidad a este oasis audiovisual. Una amapola entre grandes producciones en la que las personas que no encajan pueden convertirse en el hogar que anhelamos.
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