Ponerse en el lugar de la otra, ¿empatía o usurpación?

Ponerse en el lugar de la otra, ¿empatía o usurpación?

La necesidad de comprender es humana, pero en demasiadas ocasiones es un ejercicio que surge de nuestro propio ego.

31/05/2023

Ilustración: Sylisia (iStock).

Ponernos en el lugar de las otras y los otros es una práctica que se recomienda para ayudarnos a ser personas empáticas. Poder salir de nosotras mismas para descubrir que existen otras realidades y comprender, sin juicios, cuáles son. Esta práctica, sin embargo, presenta varios problemas.

En primer lugar, pensamos que somos capaces de abstraernos de lo que somos, de eliminar toda nuestra historia y las circunstancias que nos han moldeado, para poder situarnos exactamente donde se encuentra una persona con otra historia y otras circunstancias. Este planteamiento omite que comprender a la otra desde nuestra propia visión jamás corresponderá ni se acercará a la visión ajena y, aún así, lo consideramos suficientemente representativo.

En segundo lugar, al ponernos en su lugar, entramos en la experiencia vital de la otra como se entra en una novela. Y las novelas están bien ambientadas, para que sintamos emociones, de la misma manera que decoramos la realidad que deseamos entender. Romantizar o victimizar en exceso, además de simplificar, son dinámicas muy frecuentes para crear un marco reconocible en las otras. Necesitamos además generar códigos que seamos capaces de comprender y, por lo tanto, edulcoramos y esquematizamos la vida ajena hasta que deja de ser ajena y comienza a ser nuestra.

En tercer lugar, al ponernos en el lugar de la otra, sacamos a la otra de ese lugar. Y deja de ser agente de enunciación, dejamos de necesitarla porque ya tenemos su lugar vacío para que nosotras podamos entrar. Nos da igual incluso su discurso, porque ahora que hemos estado en ese lugar, ya sabemos cómo es de primera mano. Así es como las personas que viven una realidad concreta se vuelven ajenas a su propia realidad cuando se establecen teorías externas sobre ellas.

Estas cuestiones son importantes tenerlas en cuenta dentro el feminismo. Kimberlé Williams en 1989 analizó cómo las diferentes luchas sociales se encontraban aisladas y no existían herramientas conceptuales comunes, creando el concepto de interseccionalidad en el feminismo. Descubrió cómo entraban en conflicto algunas experiencias de opresión (o de privilegio) al considerarse unas sin las otras o unas excluyentes de las otras. Por ejemplo, era difícil criticar el sexismo dentro de las familias negras sin parecer que se estaba cuestionando la lucha antirracista. Este concepto también explica cómo hay mujeres que sufren diferentes opresiones en función de las múltiples categorías sociales a las que pertenecen. Es decir, situarnos en la historia y los contextos de cada una.

En el caso de la maternidad, que es lo que he investigado, nos ayuda a salir de visiones totalizantes que defienden la maternidad (o incluso la familia) como una opresión. Son numerosas las autoras que han mencionado cómo, mientras las mujeres blancas estadounidenses luchaban contra los embarazos no deseados y abortaban de forma clandestina, muchas mujeres negras eran esterilizadas. O cómo, mientras algunas mujeres blancas de clase media y alta de algunos países occidentales rechazaban el maternaje (aunque fuesen madres), las esclavas negras eran consideradas, en palabras de Angela Davis, paridoras (pero no madres) y se les impedía maternar. También la familia, ese tradicional espacio de opresión patriarcal, es vista en numerosas ocasiones desde colectivos oprimidos como un espacio de resistencia y lucha común, por ejemplo, contra el racismo (sin obviar las violencias machistas que pudieran ejercerse en su seno pero también sin obviar qué significa la familia para estas mujeres ante violencias externas).

“No puedo hablar de maternidad sin hablar de racismo”, dice la activista feminista y antirracista gitana, Silvia Agüero Fernández, en el Encuentro Internacional Feminista. Para ella sus hijas son “su mayor aportación a la práctica del feminismo y a la gitanidad”. Y nos recuerda el histórico intento de exterminio y genocidio llevado a cabo por el Estado español y la prisión general de gitanas en 1749 donde separaron a hombres y a mujeres y a estas de sus hijas “para que no tuviéramos descendencia y para que a las niñas se les olvidara que eran gitanas. Las arrancaban de las tetas de sus madres porque decían que la leche que mamaban perpetuaba la gitanidad. Y coño si lo hacía. Cada niña gitana es un triunfo de nuestra lucha por la vida”. Respecto a los modelos familiares, Pastora Filigrana, activista andaluza, gitana y abogada, habla de las familias extensas gitanas como un espacio de colaboración, ayuda mutua y subsistencia comunitaria frente a un sistema opresor asimilacionista. Un espacio que genera prácticas de resistencia que podrían ser el germen de lucha alternativa contra el sistema-mundo. Para las mujeres migrantes, la ausencia de familia en el país “acogedor”, generalmente racista y con duras leyes de extranjería, se convierte también en un problema de soledad, aislamiento y precariedad, incluso para aquellas que quizás hayan escapado de violencias familiares o estructurales en el país de origen.

La pérdida de las familias extensas en occidente, fomentada entre otras cosas por la excesiva individualización y fragmentación de esta sociedad, supone para las mujeres soledad y aislamiento, al no tener una comunidad de mujeres alrededor, sobre todo en la etapa de la crianza. Pero, sin deseos de romantizar, también para algunas ha supuesto poder escapar de lógicas patriarcales que se mantenían en las familias, al no existir un orden simbólico de la madre ni una genealogía de mujeres que nos una en un mismo origen, como argumentaban las feministas de la diferencia.
Sin embargo, desde el feminismo mayoritario blanco occidental se ha tendido a simplificar los discursos y hacer, como critican las feministas decoloniales, teoría universal aplicable a todos los contextos. Esto provoca que haya unas pautas establecidas a las que todas debemos someternos. Que justo ahora se esté utilizando la famosa y polémica frase del “carné de feminista” es una muestra de cómo un feminismo encorsetado deja fuera a demasiadas mujeres. En ocasiones, muchas no se reconocen en ciertos discursos en los que, sin embargo, se supone deberían reconocerse. Nos ha pasado a muchas madres feministas cuando, antes de ser madres, nos habíamos acogido a la lógica feminista imperante y, cuando lo fuimos, nos encontramos excluidas de esa lógica. Y no solo pasa con la maternidad, dentro del feminismo andaluz muchas activistas cuentan cómo al principio rechazaban aspectos de su identidad como símbolo de modernidad activista: desde omitir el habla andaluza hasta renunciar al arte o la simbología andaluza. Mejor una cresta punk que un moño y unos buenos sarçiyô. O como canta María Peláe: “A ver, yo soy flamenca. Y tú te dejas los pelos de las piernas. Pero eso no quiere decir, que no podamos convivir. Ni tú me vas a tocar las palmas, ni yo te voy a coger unas trenzas”.

Un ejemplo muy interesante es el libro de June Fernández La tribu de las amatxus bollo: numerosos relatos que definen maternidades muy diversas que, no solo cuestionan la supuesta idealización de la maternidad, sino que cuestionan la concepción de la maternidad que se tiene desde el feminismo y desde sus propios colectivos, donde algunas de ellas se sintieron incomprendidas o incluso traidoras al movimiento. Esto se debe a que la maternidad es experiencial y entra en conflicto con las ideas preconcebidas sobre ella, ya sean románticas o críticas. Una madre tradicional puede sentir (o no) la sobrecarga, el aislamiento y la soledad. Una madre feminista puede sentir (o no) el deseo de maternar y entregarse al deseo materno. Una madre “emprendedora” puede sentir (o no) la necesidad de parar en su empleo y criar. Una madre precarizada puede sentir todo esto y, sin embargo, no tener recursos suficientes para poder elegir.

Porque reconocer los privilegios es fundamental para identificar los poderes (materiales y simbólicos) que se encuentran en nosotras. Si no, la interseccionalidad solo sería una palabra que nos da caché epistémico y unos cuantos puntos a la feminista posmoderna. “Ninguna asamblea de payas feministas es un lugar seguro para las gitanas. Tampoco lo van a ser en un futuro cercano”, dice Silvia Agüero. Una madre del libro de June Fernández nos dice que, al ser extranjera, dentro del colectivo feminista no cuestionaron su maternidad, pues primaba la caridad hacia ella y su criatura. Pero cuenta cómo, cuando comenzó a salir de la precariedad, su discurso no era escuchado, porque ya no encajaba bien en la figura de “la otra a la que salvo”. Podemos ver cómo muchas mujeres racializadas se encuentran con otro juicio: cuando generan determinadas prácticas de crianza son asociadas a su cultura (considerándola a su vez estática y enmarcada en el neolítico) sin otorgar absolutamente ninguna agencia a las propias mujeres. Así, también serán “perdonadas” dentro de ciertos colectivos aunque realicen prácticas que no están bien consideradas, como ir con su bebé a todas partes, dar teta a niños y niñas mayores, etcétera. Y no se hace desde el respeto y reconocimiento de sus decisiones (o incluso de su cultura) sino desde el paternalismo y romantización de la otra, colocándose en una situación de superioridad moral. Este mismo reduccionismo puede suceder en el ámbito académico, por eso es fundamental referenciar, para que nuestro discurso no invada un espacio que no nos pertenece. Y no como sujetos pasivos y pintorescos que le dan un carácter intercultural a nuestro estudio, sino como constructoras de experiencia y sabiduría propia: ideológica o encarnada. Si las otras construyen nuestro discurso, nuestro discurso también es de las otras. Y por ello pueden perfectamente interpelarnos. Como dice Silvia Agüero, “no estoy aquí para ayudaros a ver cómo se incluyen, cómo se integran las maternidades romaníes, las maternidades gitanas, en el feminismo este modernísimo de la cuarta ola”. O como se pregunta la feminista andaluza Carmela Borrego Castellano: “¿Qué luchas se consideran legítimas y cuáles no? ¿Qué formas de estar en el mundo se consideran dignas para ser constructoras del saber?”.

En definitiva, no situar a las mujeres en el espacio, tiempo y realidades concretas nos lleva a dibujar teorías universales que no pueden englobar la diversidad y, por lo tanto, son teorías abstractas, ideológicas pero no situadas. Teorías que responden más a lo que un grupo (privilegiado) piensa, que a lo que la mayoría de mujeres viven. Esto no quiere decir que se deba producir una separación de las luchas o que no se puedan encontrar elementos comunes entre la diversidad de mujeres, pero siempre desde el diálogo en primera persona y la puesta en común.

Desde esa perspectiva del compartir, no hace falta ponerse en el lugar de la otra, ya que es la otra quien ocupa ese lugar y, por lo tanto, debe ser la única interlocutora. La necesidad de comprender es humana, pero en demasiadas ocasiones es un ejercicio que surge de nuestro propio ego. Por eso, hay que observar la diferencia sin meternos donde no nos llaman, pero sin encerrarnos en la burbuja de nuestros privilegios. Permanecer en un cuestionamiento permanente, sin miedo a tropezar y reconocer el error, sin ponerse a la defensiva, sin cuestionar algunas realidades mientras miramos el mundo desde el palco, ni repetir discursos que hemos escuchado en redes sociales, vacíos de vivencias. Si no te afecta, no hables y escucha. No es el momento ahora de sentirse ofendida, hay demasiado trabajo que hacer. Lo que la interseccionalidad ha unido, que no lo separe ninguna lógica (feminista o no) excluyente o usurpadora.

 


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