Ser impacientes nos hace más libres
El tiempo funciona como una herramienta de control patriarcal sobre las vidas de las mujeres en la estructura heterosexual. Por eso, la impaciencia para nosotras es un acto revolucionario y empieza con el pleno ejercicio de nuestra libertad sexual: ligar como queramos, hablar cuando queramos, follar cuando nos apetezca.
Pocas cosas en esta vida me sacan tanto de quicio como tener que esperar. Soy rata de ciudad, madrileña de toda la vida: el tipo de persona que te adelanta por la izquierda si caminas demasiado despacio en el metro, que emite un sonidito de desesperación cuando alguien tapona la escalera mecánica y que mantiene pulsado el botón para abrir las puertas del vagón mucho antes de que el tren haya llegado a la parada. Desde siempre –y con razón– quienes me conocen me han tildado de impaciente. Sin embargo, e igual precisamente por eso, pocos y pocas entienden que me haya pasado media vida esperando por los hombres.
Esperando a que respondan, a que “me vayan avisando” para quedar, dejando en suspenso o modificando planes por si al final tenían el día disponible, a que terminaran de trabajar. Porque los hombres siempre están mucho más ocupados que nosotras, da igual que tú seas becaria o diputada y da igual que él sea ingeniero, albañil o esté en el paro. He pasado la mitad de mis relaciones enfadándome por estar teniéndoles en cuenta, cuadrando agendas, siendo la que pregunta “¿cómo tienes esta semana?”, mientras ellos me informaban directamente de cuáles iban a ser sus “huecos libres” y dando por sentado que era yo la que tenía que estar disponible o acudir cuando agitasen la campanilla. Sin ellos ser siquiera conscientes, sin hacerlo a propósito y sin comprender de dónde venía mi malestar.
Esa tiranía de los tiempos que nos mantiene en vilo, paralizadas, bajo una suerte de síndrome de Estocolmo en el que incluso llegamos a celebrar que ellos nos dediquen unos cuidados y atención mínimas, tiene que ver con la socialización. A los hombres les animan desde niños a cuidar su individualidad, su autonomía, sus espacios. A priorizar sus tiempos. A nosotras, a vivir constantemente pendientes de los demás, a organizar nuestras vidas en función de otras personas. A asumir la carga mental de los cuidados, también en el ámbito de lo emocional y de los vínculos. A esperar a ciegas, como doña Rosita la Soltera, aun a riesgo de que con ello la vida se nos pase.
Desde pequeñas, a las mujeres nos enseñan que debemos ser pacientes. Nos mostraron como referentes a princesas que esperaban la llegada de un príncipe, a ser Rapunzel inactiva en su torre. A ser la Bella Durmiente o Blancanieves esperando la llegada y el beso salvador, el culmen absoluto de la espera, del ser objetos pasivos y nunca sujetos: el sueño, la inconsciencia.
De adolescentes ya nos decían que uno de nuestros valores fundamentales como mujeres, sobre todo en el ámbito de la sexualidad, era el de tener la capacidad de esperar frente a la capacidad de actuar que a los hombres se les inculca. Desde el “espera a que él te entre, aunque tú también quieras enrollarte con él”, hasta el “espera a que él sea quien te pida matrimonio”. Bombardeándonos con mensajes del tipo “espera a que llegue el tío perfecto para perder tu virginidad, no te vayas con cualquiera” se nos expropió la capacidad no solo de decidir, sino también de considerar que cuando ejercitamos nuestra libertad sexual sea para nuestro propio disfrute, en lugar de una cesión que les concedemos para que ellos puedan disfrutar del suyo.
Sin embargo, si bien la espera funciona en el universo patriarcal como el más efectivo método de disciplinar frente a todo lo que les interpele y ponga en jaque la heterosexualidad como institución, esta se enmarca actualmente en un contexto de oda neoliberal a la impaciencia que todo lo torna en un juego verdaderamente perverso.
Habitamos una sociedad hiperneoliberalizada, construida sobre un paradigma de consumo cuya principal seña de identidad es la inmediatez. Gasta mucho, gasta rápido; obtén lo que desees, obtenlo rápido; quémalo rápido, reponlo enseguida. Empresas como Amazon hacen gala del envío en menos de 24 horas, no vaya a ser que no puedas pasar un solo día más sobreviviendo sin un rollo de papel higiénico que tenga estampada la cara de Donald Trump. Somos capaces de normalizar que haya riders jugándose literalmente la vida en el asfalto por llevarte un Glovo a casa, cuanto antes, porque su trabajo depende de realizar el mayor número de entregas en el menor tiempo posible. Chasqueas los dedos y de inmediato obtienes cualquier cosa que imagines, a cambio del módico precio de tu integridad y, si acaso, unos pocos euros de gastos de envío.
Cada vez está también menos demonizado socialmente el sexo casual o el mantener relaciones sexuales y afectivas con otro tipo de vínculos que van mucho más allá de lo que significa la pareja tradicional. También aquí a las mujeres se nos mantiene dentro de ciertos límites para que “fluyamos”, pero poco. Lo justo como para entrar en el juego, pero sin llegar a volvernos peligrosamente libres para decir que no, pero también para decir que sí.
Si algo lo pone muy explícitamente en evidencia es el formato que han adquirido las nuevas formas de ligar a través, por ejemplo, de aplicaciones como Tinder o Badoo. Estas no son, en realidad, más que una plataforma, un canal a través del cual se ponen de manifiesto las dinámicas de flirteo que operan desde siempre en prácticamente todos los espacios de la realidad online y también offline. Su formato está –no necesaria, pero sí peligrosamente– asociado al riesgo de entender las relaciones y a las personas desde el consumo rápido. En menos de un minuto pueden pasar por delante de tus ojos decenas de perfiles a los que aceptar o descartar con un simple movimiento de mano. Y también aquí empieza a operar la desigualdad en el manejo de los tiempos.
En estas apps, muchos hombres practican lo que se conoce como “ráfaga”, otro símil temporal de la inmediatez: deslizar a la derecha todos los perfiles sin mirarlos, a ver si con alguno cae por casualidad algún match. Mientras, a nosotras se nos presupone una detenida evaluación de los mismos o, al menos, una valoración algo más lenta y reposada. En la época del Messenger, el Fotolog o el Metroflog, si conocías a alguien a través de alguna de esas redes, podían llegar a pasar semanas o incluso meses durante los que hablabas con esa persona hasta que llegaba el momento de encontraros. Ahora la sociedad se ha vuelto más rápida, pero no ha dejado de ser menos desigual. Muchos hombres se sienten con la legitimidad de abrir conversación directamente con un “¿te tomas hoy una cerveza?”, apelando a esa agencia y a esa inmediatez de la que nosotras aún no somos dueñas. De hecho, otra de estas apps, Bumble, se ha erigido en base al reclamo comercial de la agencia, de que sean las mujeres quienes tengan que hablar primero.
En esta cultura del carpe diem seguimos teniendo interiorizado el imperativo de que si quieres hacerte respetar, ser tratada como un ser humano “no tengas sexo hasta la tercera cita”. Independientemente de que lo que busques sea una relación formal normativa o pasarlo bien una noche. En mi experiencia, cuando a algún hombre le he propuesto acostarnos durante la primera cita, se ha mostrado sorprendido, porque a nosotras se nos presupone la espera. Sin embargo, ninguno lo ha rechazado porque a ellos les pareciera que aquello era ir demasiado rápido. ¿Os imagináis una posible escena en la que la mujer propone, el hombre accede y ella responde “ah, siendo la primera vez que quedamos no me imaginé que fueses a querer tener sexo todavía”?
Por eso, en la era fast fashion, fast food, slow feminism, la vindicación de nuestra libertad sexual resulta clave para revertir estas dinámicas y reapropiarnos del ámbito de la temporalidad. Y es que uno de los principales mecanismos en la cultura de la violación que logra situarnos por defecto como sujetos pasivos, cuando no objetos, en una relación sexual ha sido el uso del tiempo como herramienta de control sobre nuestros cuerpos, nuestra agencia, nuestros afectos y nuestras vidas.
Pongo un ejemplo más claramente político que creo que es ilustrativo. Hasta la reciente entrada en vigor de la nueva ley del aborto –que lo deroga–, a las mujeres desde las propias instituciones nos imponían una espera de tres días de reflexión obligatorios cuando decidíamos ejercer nuestro derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. Como si se diese por sentado que no somos capaces de tomar decisiones por nosotras mismas, que somos impulsivas, infantilizándonos a través de la puesta de un límite temporal externo para que lo pensemos bien antes de tomar decisiones precipitadas. Y es que ser dueñas de nuestros cuerpos a través del derecho al aborto y, con él, del pleno ejercicio de nuestra libertad sexual, es la condición de posibilidad necesaria para poder ser dueñas de nuestras propias vidas en todos los demás aspectos.
No es baladí que quienes se resisten al avance de los derechos de las mujeres constantemente apelen a un sinfín de argumentos vinculados discursivamente a la disputa por ser quien detente la propiedad del tiempo. “Hay cosas mucho más importantes y prioritarias que el feminismo”, “no es el momento para centrarse en eso”, escuchamos sin parar. Y, sorpresa: para ellos nunca es el momento de considerar urgente la lucha por nuestros derechos.
Este sistema a las mujeres nos permite, incluso instiga, el derecho a la impaciencia, siempre y cuando la dirijamos a convertirnos en consumidoras voraces. Pero, ay. Ay de nosotras si decidimos que queremos canalizarla contra el sistema patriarcal o dirigirla hacia los hombres con quienes establecemos nuestros vínculos heterosexuales.
Así que ahora, a mis casi 30, he aprendido a dejar de avergonzarme por explicitar lo que quiero. Por responder cuando quiero, por follar cuando quiero, por dejar claro lo que necesito y cuándo lo necesito, a riesgo de ser acusada de impaciente, de histérica, de demandante, de pesada, de guarra, de fácil, de intensa, de conflictiva. De ser condenada al ostracismo social del desamor en un sistema patriarcal que, en realidad, lo pone todo de su parte para odiarnos. Porque la pugna por el tiempo es la pugna por el poder. Ahora es cuando afirmo con orgullo que nuestra impaciencia es un acto revolucionario.
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