Indignarse para moverse
En la vida, todo son premios e incentivos para que no hagamos demasiado ruido y sigamos queriendo ser dóciles.
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“Veo con indignación las nociones erróneas que esclavizan a mi sexo”.
Mary Wollstonecraft, Vindicación de los derechos de la mujer.
¿Te puedes indignar sin enfadarte? ¿Puedes provocar cambios sin indignarte? A las mujeres, cuando somos aún niñas, nos enseñan a ser dóciles. Se nos premia por serlo y se nos reprueba si no lo somos. Con diferentes justificaciones, se nos dice que tenemos que hablar más bajito, más dulce, más lento, con otras palabras. Los niños en cambio… “boys will be boys”.
Con el tiempo nos damos cuenta que todo este silencio y contención va en contra de nosotras mismas y andamos por la vida cansadas. Madres o hijas que cargan con el peso de toda la familia, trabajadoras que gestionan la presión laboral como pueden… Te pisan en una reunión, pero no respondes, no llegas a todo, pero sigues porque se supone que tienes que estar disponible para los demás. Todo ello sin enfadarte o sin mostrar queja ya que si lo haces te conviertes en la bruja del cuento, ese personaje que no estaba disponible para todo su entorno.
En el prólogo de Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft, Bebi Fernández hace una defensa magnífica del hartazgo como valor para reivindicar y para utilizar en nuestro favor. Afirma que “el suspiro que deviene al hartazgo es una constante en la Historia de las mujeres” y sigue defendiendo “como mujer feminista, que una mujer harta constituye siempre una puerta abierta al feminismo, una posibilidad de plantearse indagar en las razones del posicionamiento secundario de su género”.
Nuestro hartazgo, transformado en rabia, muchas veces se desata en llanto contra nosotras mismas. No sabemos, o no podemos, canalizar tantas emociones de otra forma. Públicamente está mal visto que estemos serias, así que la indignación queda dentro de las mujeres, compartida con compañeras, pero sin poder dirigirla contra su origen: el patriarcado.
En la vida, todo son premios e incentivos para que no hagamos demasiado ruido y sigamos queriendo ser dóciles. En el caso de las mujeres, no ser dócil no se queda sólo en ser respondona o gritona, es tan sencillo como no sonreír. Una mirada seria, un tono cortante o un cuestionamiento sarcástico es leído como violento por nuestra parte.
Comparad los comentarios en las fotografías oficiales de un equipo de fútbol masculino y en las de un equipo de fútbol femenino. En ambos casos los equipos aparecen serios, pero en el de las mujeres siempre hay comentarios diciendo que están demasiado serias, que “qué les pasa”. En el caso de los hombres, sin embargo, la expresión facial no parece incomodar a nadie, aunque posan con miradas desafiantes. En el caso de las mujeres, no sonreír es suficiente para “dar un toque de atención” y recordarles que tienen que ser amables.
La mujer y lo femenino han sido asociados a la bondad, a la calma, la empatía y al cuidado.
Cuando una mujer no encaja con estos parámetros se torna menos maternal. Eso la hace parecer menos mujer y en consecuencia más hombre. En El Color Púrpura, Célie habla de Harpo, uno de los hombres de la novela, y dice que “tiene los ojos tristes y cavilosos. Se le está poniendo cara de mujer”. El sufrimiento te feminiza. Por contra, querer dar respuesta al sufrimiento te masculiniza. Al final de Los Justos, de Albert Camus, Dora, llena de rabia, quiere ser la próxima en lanzar una bomba. Sus compañeros le dicen que no quieren mujeres y ella grita (se especifica que grita) y pregunta “¿Soy una mujer, ahora?”. Se lo permiten porque ya no lo es, ya no sufre como una mujer, sino que siente rabia y grita como un hombre.
Las mujeres podemos sufrir, pero no podemos responder ni enfadarnos. Si apuntamos responsabilidades, se nos dirá cómo tenemos que hacerlo. Imagina llegar a un espacio y decir “¡que le jodan al patriarcado!”, en lugar de empezar diciendo que tu objetivo es acabar con la discriminación que sufres. Estás diciendo lo mismo, pero lo dices con rabia y expresando tu enfado contra un concepto concreto. Así empieza siempre la feminista egipcia Mona El Tahawy y se defiende diciendo que “insulta para incomodar al patriarcado”. Ella utiliza la rabia para poner el foco en otra violencia. De una mujer se espera que sea agradable pero cuando no lo es, se interpreta como violencia. Su puesta en escena pone de manifiesto algo muy grave: ofenden más los insultos de una feminista que la violencia contra mujeres y niñas alrededor del mundo.
La rabia tiene que tener sentido, ser motor de cambio, pero no se nos puede negar. En su defensa de la rabia, Audre Lorde apunta todas las ideas que las feministas necesitamos en los años que vendrán. Una rabia útil, bien articulada. “Mi miedo a la rabia no me ha enseñado nada y tu miedo a la rabia no te va a enseñar nada”. Bloquear la conversación en las formas nos impide ver más allá.
La rabia me consume, pero también me mueve. Me hace llorar de impotencia cuando no puedo controlar el contexto, pero también me hace ansiar el cambio como pocas emociones. Quizás es rabia y unas dosis de optimismo, pero con una taza de Mister Wonderful diciendo “sé el cambio que quieres ver en el mundo” no bajaría a ninguna manifestación. Necesito el enfado.