La gran renuncia femenina

La gran renuncia femenina

La diferenciación por clase a través de la moda dio paso a la distinción por sexo en el siglo XIII, cuando los hombres abandonaron, supuestamente, cualquier elemento de exhibición a través de la ropa.

07/06/2023

Adaptación de la portada del monográfico de ‘Moda’.

“La moda es cosa de mujeres”, “la ropa es frívola y prescindible”, “los hombres no son víctimas de las tendencias”. Apreciaciones como estas se oyen con frecuencia, pero, ciertamente, lo que desconocen las personas que las profesan es que la moda es una potentísima herramienta de control, que no está libre de intencionalidad, que es casi imposible escapar de su dominio y que, a través de ella y a lo largo de la historia, se ha jerarquizado a las sociedades por su clase, raza o género, entre otras categorías. Menospreciar sus poderes significa caer en el error de ignorar sus potentes efectos y vivir ajeno a sus verdaderas intenciones. Si atendemos concretamente las cuestiones de género, hay una realidad que sigue imperando en el imaginario de las sociedades occidentales: la moda parece ser una cuestión vinculada a la feminidad y, si en algún caso los hombres se interesan en demasía por su apariencia, se aprecia como una amenaza a su virilidad. Pero, ¿cuál es el motivo de dicha divergencia y en qué momento se originó? Para responder a esta cuestión y encontrar el inicio de este fenómeno, debemos remontarnos unos siglos atrás.

Ya desde los inicios de la historia de la indumentaria occidental hasta el siglo XIII, hombres y mujeres participaban morfológica y estilísticamente de un sustrato común, es decir, que su apariencia física se asemejaba bastante, ya que ambos se vestían con la túnica como pieza principal. Esto se debe a que, en un principio, la indumentaria estaba más orientada a la diferenciación de clase que de sexo. El siglo XIV supondrá un momento clave para el transcurso de la moda. Con la incorporación de piezas como el jubón por parte de los hombres y que, paralelamente, las mujeres sigan transformando su vestimenta con la túnica como punto de partida, ambos sexos iniciarán caminos estéticos divergentes. Pero, a pesar de todo, hasta el siglo XVIII tanto hombres como mujeres seguirán aspirando a la belleza, la seducción, el artificio y el exhibicionismo a través de su apariencia con la misma intensidad y, por ello, considerarán como propio de ambos sexos el fenómeno de la moda. Esta consideración cambiará a raíz del episodio bautizado como “la gran renuncia masculina”, el momento en que los hombres abandonarán, supuestamente, cualquier elemento de exhibición y ornamentación a través de su ropa, para quedar sumergido en la discreción del traje masculino moderno. Una indumentaria que todavía sigue vigente en nuestros días. Pero, ¿qué motivó tal abandono? Y, lo que es más importante, ¿fue un abandono real?

Para encontrar las raíces de este episodio debemos retroceder hasta las revoluciones liberales, tomando como punto de partida la Revolución Gloriosa en la Inglaterra de 1688. Estos hechos históricos supusieron un cambio de paradigma social, político y económico que conllevaron la transición del Antiguo Régimen, bajo monarquías absolutistas, hacia los Estados modernos, con sistemas parlamentarios. Dicho cambio se sustentó, entre otros factores, bajo una reformulación de la concepción de la masculinidad, a través de la cual articular los nuevos Estados y asegurarse el éxito de tales cambios. Una antigua concepción de la masculinidad que quedaba perfectamente ejemplificada por el ideal del gentiluomo del libro Il Cortegiano (1528) de Baltasare de Castiglione y que con los nuevos tiempos era necesario dejar atrás. El nuevo hombre se apartará de los valores del Antiguo Régimen y renunciará al lujo ostentoso de la vida ociosa aristocrática, apuntada por Thorstein Veblen, y a la moral libertina, como prueba de su patriotismo y en pro de los intereses económicos de los nuevos Estados. Para comprender este viraje no hay que olvidar las dificultades económicas que los Estados tenían para mantener el lujo desbocado de una aristocracia que se significaba socialmente a través de su capacidad de gasto y no de ahorro.

En este contexto moderno, la indumentaria de los hombres tendrá la función de visibilizar su adscripción a los nuevos tiempos en materia política y económica en general y a la nueva concepción de masculinidad en concreto. En consecuencia, la moda masculina se caracterizará por la simplicidad y atemporalidad, para demostrar su dignidad moral y capacidad de renuncia al gasto ostentoso en pro del bien común. Los hombres renunciarán a los lazos, las sedas, el maquillaje, los tacones, las pelucas, los perfumes, los volantes, el cromatismo, los bullones o los brocados, que tanto habían caracterizado su atuendo hasta entonces, y adoptarán el traje oscuro como compañero fiel, silencioso e inmutable de su apariencia. Pero si algo caracteriza el fenómeno de la moda, especialmente a partir del siglo XIX cuando las tendencias empezarán a caminar a un ritmo más acelerado, no es justamente la inmutabilidad. Es precisamente por este motivo que empezaremos a considerar que los hombres quedarán, desde este momento, excluidos del fenómeno de la moda.

Pero en una cultura dualista, en la cual no existe un anverso sin reverso, la nueva concepción de la masculinidad se construirá, no solo como contrapunto a los hombres del Antiguo Régimen, sino también a la idea de feminidad. Más que nunca, ser hombre significará NO ser mujer. Por ello, la indumentaria del Romanticismo que lucirán las mujeres burguesas se caracterizará por un hiperdecorativismo de acuño rococó, como alusión a la función ornamental asignada a las mujeres y que tan bien describirá Jean Jacques Rousseau en sus escritos. Además, la moda femenina también se verá influida por el puritanismo, con una indumentaria que nos las presenta como seres de difícil acceso para el hombre, parapetadas por múltiples enaguas, crinolina, miriñaque, volantes, capota o bullones. Unas estructuras que, junto a otros elementos como los pies vendados para reducir el tamaño de sus extremidades o el corsé que estrecha de manera antinatura su cintura, contribuirán a limitar considerablemente su movilidad, de acuerdo con la naturaleza inactiva atribuida a las mujeres decimonónicas de clase alta. Y, finalmente, una moda que pondrá de manifiesto la debilidad que tanto se empeñó en defender el ideal de belleza romántica, ejemplificada con el aire depresivo y de decaimiento que denotaban las sisas caídas o el uso de la pelerina (una capa corta que las mujeres llevaban en los hombros).

De esta forma, el nacimiento de los Estados modernos llegó de la mano de unos reformulados estereotipos de género. Primeramente, el femenino, que apegado al gasto ostentoso y al culto a la artificiosidad exuberante de la apariencia, representaba la pervivencia de los valores y costumbres de la vieja aristocracia que la burguesía dirigente anhelaba recrear. Y, en segundo lugar, el masculino, que nacía como estandarte de los nuevos tiempos, ostentando una pretendida superioridad moral que le hacía capaz de resistirse a aquello que no significara el bien común por encima del individual. Pero, ¿realmente era así y los hombres eran tan diferentes a los dos contrapuntos, el viejo aristócrata y las mujeres, como se pretendía? A primera vista sí, pero, si profundizamos en la cuestión, comprenderemos que, nunca mejor dicho, las apariencias engañan.

Los hombres, lejos de renunciar a la moda, articulan una nueva estética menos estridente, con la cual no evidenciar las diferencias de clase y no incentivar la indignación y las ganas de protesta de las clases más desfavorecidas, en un intenso contexto de revoluciones sociales. Pero, a pesar de todo, la distinción de clase seguirá operando, primero a través de los detalles sutiles como la calidad de las telas y su ajuste al cuerpo, que evidenciará el hecho de haber estado elaborado a medida por un sastre experimentado y no fruto de una producción industrializada. Y, en segundo lugar, a través de aspectos más intangibles como el capital cultural y educativo, menos difíciles de adquirir en un momento en el cual se daba una mayor democratización de la moda y más gente podía acceder a ella. Pero no todo será tan sutil, puesto que, para satisfacer su pulsión exhibicionista, los hombres desplazarán su gusto por la ornamentación y la ostentación evidente en las mujeres, las cuales, sometidas a un proceso de objetualización, serán instrumentalizadas como elemento de significación social de los hombres. Por tanto, que la indumentaria de los hombres quede ajena al ritmo acelerado de las tendencias y diste de la vistosidad de la del siglo XVII o XVIII, bajo ningún pretexto podemos considerar que no estén participando de la moda, dado que el traje masculino contemporáneo es una potentísima arma perfectamente pensada hasta el más breve detalle, no solo en materia de distinción de clase, sino especialmente como fiel aliado del sistema cisheteropatriarcal. Y que no veamos signos de estridencia u ostentación de clase evidentes, no quiere decir que no los haya, puesto que simplemente han sufrido un proceso de externalización de los hombres en las mujeres.

El episodio histórico bautizado bajo el nombre de “la gran renuncia masculina” debería reformular su nombre con carácter de urgencia, en virtud de que, si entendemos que los hombres en ningún momento han renunciado a la moda, las verdaderas perdedoras en esta historia son las mujeres. Paralelamente a que la moda masculina rechace los elementos ornamentales, las mujeres se ven obligadas a una renuncia verdaderamente más trascendental: verse privadas de todas las libertades y derechos conquistados durante el período de las revoluciones liberales. Y esa sí que fue una de las grandes renuncias femeninas.

 

Este texto ha sido publicado originalmente en el monográfico sobre MODA que editamos en 2021. Una de las principales apuestas de Pikara Magazine pasa por garantizar que todos nuestros contenidos estén en abierto. Por eso, a pesar de que el monográfico sigue disponible en .pdf, publicamos el texto en abierto. Suscríbete para que siga siendo posible.
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