Lucrecia, otra chica del montón
Han pasado cinco siglos desde que Lucas Cranach “el Viejo” y otros artistas dieran a conocer en sus obras la leyenda de la heroína romana Lucrecia, víctima de la violación de Lucio Tarquino. El arquetipo de la buena víctima de una agresión sexual sigue intacto en nuestra cultura.
Siempre que las Lempickas acudimos al Museo de Bellas Artes de Bilbao visitamos la pintura de Lucrecia del artista alemán Lucas Cranach “el Viejo” (1534), que forma parte de la colección de obras maestras del museo. Nos conmueve lo elegante y delicado del trazo del pintor, el tratamiento que hace de la luz y la maestría con la que es capaz de representar el ligero velo que deja entrever sutilmente un desnudo femenino.
Esta placentera y embriagadora experiencia estética no logra abstraernos del relato patriarcal que alberga la leyenda del personaje de Lucrecia. En él se nos instruye sobre la castidad y la fidelidad. Y a nuestro juicio se construye el arquetipo de la buena víctima de una agresión sexual, que hemos heredado todas las generaciones de mujeres y que la mencionada leyenda convierte en ejemplarizante.
Y es que, pese al profundo respeto y admiración que albergamos hacia Susan Sontag y su clásico ensayo Contra la interpretación (1966), nosotras seguimos sin poder separar la obra de su significado; lo estético de lo político; la forma del contenido. En nuestro caso, los distintos planos se entrecruzan, llegando incluso a colisionar cuando admiramos algunas obras de arte. ¡Nos pasa, Susan! ¿Qué le vamos a hacer?
El mito de Lucrecia fue utilizado para explicar la fundación de la República Romana y sabemos de él gracias al escritor romano Tito Livio y su obra Historia de Roma. En este escrito nos narra la historia de una joven mujer que vivió en la Antigua Roma en el S.VI a.C., hija del cónsul Espurio Lucrecio y esposa de Colatino, cuya belleza y virtud era reconocida en toda Roma. En el relato es precisamente la belleza de Lucrecia la que hace despertar el deseo sexual de Sexto Tarquino, primo de su marido, que acaba violando a la joven bajo amenaza de muerte.
“Lucrecia, casada con Colatino, tenía fama de mujer hacendosa, honesta y hermosa. Se sabe que su belleza y honestidad impresionaron vivamente a Sexto Tarquino, hijo del rey Lucio Tarquino. Este, para satisfacer los frenéticos deseos que sentía por ella, pidió hospitalidad a Lucrecia cuando su esposo se hallaba ausente. Aprovechando la oscuridad de la noche, se introdujo en la habitación de Lucrecia. Ella se despertó sobresaltada y reconoció a Sexto; quien temeroso de que su víctima gritase, le dijo: ‘¡Silencio, Lucrecia; Sexto Tarquino soy, si lanzas un grito, si profieres una palabra, te mato!’”.
El mito dibuja así a un Tarquino incapaz de refrenar sus deseos ante los encantos de la hermosa Lucrecia. La belleza de la célebre romana pasa de ser una característica propia a convertirse casi en la causa de su violación o, al menos, a justificar el impulso del agresor y, por ende, el origen de su terrible final.
La leyenda de Lucrecia advierte a todas las mujeres de un axioma totalmente vigente en nuestra cultura: en el caso de denuncia por agresión sexual, nuestra palabra será la que se ponga en cuestión. No olvidemos que, pese a que nos hemos desgañitado para desmentirlo, el cansino y ya clásico bulo de “las denuncias falsas” sigue operando. Otro ejemplo innegable de la contemporaneidad de este precepto podemos verlo en un caso reciente: el de la víctima de la violación de Dani Alves. La mujer ha tenido que renunciar a la indemnización económica para que se otorgue credibilidad a su testimonio. Como sabemos, no hay ningún otro tipo de delito en el que como sociedad le exijamos a la víctima que renuncie a ese derecho de reparación para ser creíble.
La narración prosigue aleccionándonos respecto al hecho de que lo peor que le puede pasar a una mujer no es ser violada, sino sobrevivir a una violación. Una idea que Virginie Despentes, 25 siglos después de la leyenda, cuestiona radicalmente en su magnífica Teoría King Kong y que desde 2006 nos deja a todas estupefactas y desnortadas.
“…y como Lucrecia no pudo responder ya con la punta de una espada colocada sobre su pecho, Sexto Tarquino prosiguió: ‘Escucha: yo te amo. Sé que eres fiel y que me resistirás, prefiriendo morir antes de rendirte. Mas con todo, óyeme. No es la muerte la mayor amenaza para ti, sino la deshonra pública. Si no accedes a mi pasión y me veo obligado a matarte, mataré enseguida al más joven y bello de tus esclavos, pondré su desnudo cadáver entre tus brazos y proclamaré que, habiéndote sorprendido en adulterio, he castigado a ambos con la muerte, vengando así el honor de Colatino, mi deudo y amigo’”.
Recientemente, Lourdes del Hoyo fue asesinada con un disparo a bocajarro por parte de su expareja en el pueblo de Orio (Gipuzkoa). Contabilizada como la víctima número 18 por violencia machista en el Estado, fue descrita en numerosos medios como “trabajadora, madre y siempre sonriente”, construyendo así una feminidad normativa de la víctima ya fallecida. En alguno de los artículos publicados, se llegó a utilizar el término ”ángel” para referirse a ella, lo que nos remite a una especie de santificación póstuma. Lourdes no sobrevivió a la violencia machista, lo que parece convertirla automáticamente en una “buena mujer”.
Sabemos que el tratamiento de la imagen de las víctimas de violencia machista difiere mucho cuando sobreviven a ella. Esto ocurre de manera mucho más acusada en los casos de delitos por violencia sexual. Es entonces cuando el aparato jurídico, policial y el entramado social siembra la duda en el relato de la víctima: ¿Se resistió lo suficiente? ¿Hubo consentimiento? ¿Estaba ebria? ¿Qué hacía ella a esas horas en un sitio como ese?
Los días siguientes a la denuncia en el caso de Alves, Laura Macaya reflexionó en sus redes sociales: “La renuncia de la víctima a cualquier compensación económica, la búsqueda de justicia mediante la pena de cárcel, el relato ‘coherente’ de lo sucedido o el desconocimiento de a dónde se dirigía cuando Alves la invita al baño son algunos elementos que recoge la prensa que convierten a la víctima en creíble, respetable y digna del reconocimiento social, judicial y simbólico como víctima y como mujer”.
Si continuamos con el mito romano podemos observar que en él Lucrecia demuestra ser una buena víctima, ya que ante su inminente violación se revuelve, roga e implora. Según el relato, finalmente “accede”, pero lo hace no ante la amenaza de muerte a la que es sometida, sino frente a la posibilidad de perder su honra como mujer. Esto nos sitúa directamente en el tan actual debate del consentimiento.
“En vano Lucrecia rogó, imploró, se revolvió desesperada, Sexto Tarquino le hizo comprender con evidencia que resistirse era morir y quedar para siempre deshonrada en la memoria de Roma y de su esposo”.
Sin embargo, lo que va a glorificar al personaje no es tanto haberse resistido a la agresión sexual, sino su acto posterior leído como gesto virtuoso: el de acabar con su propia vida para honrar la de su familia. Tal y como se señala en los siguientes párrafos.
“Al día siguiente Lucrecia llamó a su padre y a su esposo, y les refirió el ultraje recibido. Les pidió venganza contra Sexto Tarquino y se hundió un puñal en el pecho después de pronunciar la frase: ‘¡Vosotros veréis cuál es su merecido; por mi parte, aunque me absuelvo de culpa, no me eximo de castigo; en adelante ninguna mujer deshonrada tomará a Lucrecia como ejemplo para seguir con vida’”.
El suicidio de Lucrecia da inicio a una rebelión que hace derrocar la monarquía etrusca y marca el inicio de la República Romana y por eso es considerada una heroína. Pero poniendo el foco en el análisis feminista del arquetipo Lucrecia hay que señalar que, con su suicidio, logra cumplir con el mandato heteropatriarcal de “la buena víctima”, que sigue vigente de manera universal. ¿Acaso no sigue siendo la muerte literal o simbólica lo que se espera de una victima por agresión sexual? Recordemos el juicio público al que fue sometida la víctima en el caso de La manada tras publicar fotos en sus redes sociales saliendo de fiesta después de haber sufrido la brutal agresión. El mensaje social implícito es que, tras una violación, debes avergonzarte, autodestruirte y comportarte como una víctima. Si no estás traumada y débil, si no actúas como lo que Despentes señala “como una mercancía defectuosa”, sin ganas de volver a vivir y sintiendo que es lo peor que podía sucederte ¿no será que en el fondo te gustó?, ¿que fue jolgorio y no violación? Si eres capaz de abrirte al placer, a la vida y a reconstruirte, es que no eres una víctima, o al menos no eres lo suficientemente buena víctima.
La fábula nos avisa además de que el ultraje es un deshonor que no afecta únicamente a la mujer víctima, aunque sea ella la que sufra la violación, sino que mancilla también el honor de los hombres de la familia. Y es ahí donde el agravio de la violencia sexual no se comete únicamente contra la mujer. Ella pasa a ser un objeto desgastado con el que unos hombres se enfrentan a otros. No podemos obviar que las violaciones siguen siendo a hoy un arma de guerra en numerosos conflictos bélicos.
La iconografía de Lucrecia fue muy popular entre artistas del siglo XVI como encarnación de la castidad, la fidelidad y la honra de las mujeres, sobre todo en la época del Renacimiento. Entre otros, ha sido representada por Tiziano Vecellio, Lorenzo Lotto o Alberto Durero, pero también por la pintora barroca Artemisia Gentileschi. No obstante, fue el pintor alemán Lucas Cranach “el Viejo” quien se especializó en la representación de esta heroína, realizando más de 50 versiones.
Si realizamos un análisis más formal e iconografico del cuadro de Cranach que se encuentra en el Bellas Artes, observamos a una Lucrecia que aparece representada en el momento previo a su suicidio y en el que sostiene el arma con el que perpetrará su propia muerte. Mientras el cuadro recoge esta dura escena, también se manifiesta como un fantástico estudio de un desnudo femenino, que el pintor decide retratar con gran carga erótica, incluso en un momento de dramatismo tan brutal. Aspecto que se infiere a través del collar de cuentas rojizas que cruza el cuerpo y resalta el busto de Lucrecia, así como el ligero velo que cubre sus hombros, pero que no oculta en absoluto su joven, hermoso y virtuoso cuerpo. La mirada serena que sostiene Lucrecia en el cuadro de Cranach no parece concordar con la imagen de alguien que está a punto de acabar con su vida. La sensualidad que el autor le confiere a la obra entra también en la misma contradicción, así como el hecho de que Lucrecia sea representada no con un gesto de dolor y miedo, sino con una expresión relajada, dulce y de sumisión ante su trágico final. De hecho, esta obra de Cranach ejemplifica a la perfección la erotización del personaje de la casta Lucrecia, que seguirán muchos artistas, especialmente en el siglo XVII.
En contraposición a esta sexualización del mito y casi un siglo después de la obra de Cranach, en 1620 la pintora italiana Artemisia Gentileschi va a representar a Lucrecia hasta en cuatro ocasiones, en todas ellas desprovista de carga erótica. En esta versión que os traemos se observa a una Lucrecia fuerte, de formas rotundas, siguiendo la iconografía que caracteriza la representación de los personajes femeninos de la obra de la artista.
La Lucrecia de Gentileschi en su mano izquierda empuña con decisión la daga que atravesará su pecho y con la derecha sujeta enérgicamente uno de sus senos. Mientras realiza este gesto mira hacia arriba con decisión y muestra una expresión de inquietud que dista mucho de la representada por Cranach. No es coincidencia que la manera en que Lucrecia es revisitada como arquetipo por un pintor y por una pintora tengan un enfoque tan diferente, y que en el caso de Cranach dé como resultado un desnudo para el deleite del espectador (presumiblemente hombre) frente a una imagen sin carga seductora y con un perfil mucho más rico y complejo de la heroína, en el caso de Gentileschi.
Y es que cuando los artistas hombres representan personajes femeninos en sus obras, rara vez suele ser para comprender sus vivencias o lo que ellas sienten como mujeres, sino más bien para expresar sus proyecciones y deseos en relación a las mujeres escenificadas. Tal vez Cranach revela con su Lucrecia avergonzada, sumisa y a punto del suicidio, su ideal erótico y por extensión el de la sociedad de su época. Mientras, Gentileschi muestra el gesto de enfado de una Lucrecia que se ve obligada a autodestruirse, espoleada por su agresor, por su familia y por el juicio moral de la sociedad. A nosotras, desde luego, nos gusta más esta segunda interpretación de Lucrecia.
Lo cierto es que Lucrecia somos tú, yo, nosotras; somos todas. Las que se resisten y las que no lo hacen; las que denuncian y las que prefieren no hacerlo; las que se van de fiesta después de su agresión y las que necesitan acudir a terapia para hacerlo; las que prefieren no contarlo y las que lo cuentan hasta que pierde valor; las que piensan que es lo peor que le puede pasar a una mujer y las que lo ven como un peaje a pagar por ejercer su libertad; las que dijeron que sí y luego que no; las que no dijeron nada por miedo a morir; las que no lo hacen ahora porque se sienten culpables o avergonzadas. Las que quieren que el agresor pague su delito con medidas punitivas y las que prefieren otro tipo de reparación. Y también las que utilizan el arte como forma de venganza.
Lucrecia somos todas las que ponemos el cuerpo. Y amigas, el cuerpo siempre sabe.
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