Pelear con los puños, las expresiones y las onomatopeyas
Ante una agresión, podemos sentir que no hemos respondido con contundencia. La propuesta es fijarnos en las consecuencias de vivir violencias y, sobre todo, seguir elaborando estrategias emocionales, políticas y grupales para que su impacto de estas no nos derrote.
Empezaría diciendo que joder, qué pesadilla la hostilidad y el hostigamiento. Qué cansino me parece que sigan existiendo sistemas de dominación que agrietan la existencia y la materialidad a la mayoría. Porque a menudo, eso consiguen los mensajes de mierda, las acciones (u omisiones) y las opresiones estructurales: jodernos y coaccionarnos la vida.
En el artículo La manzana de la discordia y las anchoas de Santoña, Andrea Momoitio escribe sobre cuando nos agreden e increpan y respondemos con silencio. Al leerlo me pregunto qué nos hace falta para dejar de pensar que las injusticias sistemáticas tenemos que combatirlas individualmente. En este caso y en el artículo, a mi entender, estamos hablando sobre una experiencia lesbófoba en un bar, pero esa lesbofobia no viene sola: aparece acompañada (e imbricada) con el clasismo y el machismo (podría venir con el racismo, el capacitismo u otros).
Es decir, la sensación de que no hemos reaccionado suficiente o con la “adecuada” determinación es recurrente y, muchas veces, compartida. Ya sabemos que el género configura, en parte, la sobre exigencia y las expectativas que tienen/tenemos sobre nosotras. Me preocupan profundamente las derivas de estos razonamientos; me escandaliza pensar que estamos definiendo a “la buena feminista” o a “la auténtica combativa”. En concreto, que nos estamos reencontrando con las, ya conocidas, lógicas de juicio y fiscalización. En resumidas cuentas, me planteo cómo podemos desarticular la relación, perversa que hemos hecho entre el marco, el sistema y la reacción individual a situaciones específicas, donde se dan vulneración de derechos. Pivoto sobre la voluntad de ampliar los márgenes, estoy rumiando cómo se podría abrir más espacio entre las respuestas posibles. Me pregunto de qué manera se consigue impugnar que hay algunas respuestas válidas y legítimas u otras que “no estuvieron a la altura”.
No es lo mismo la indefensión aprendida que elegir la forma y calibrar la intensidad del contraataque. Sí, seguramente estén muy cerca una de la otra o se necesitan mutuamente incluso. Aun así, no es lo mismo: que tu organismo (unilateralmente) te ayude a sobrevivir a una situación grave con aparente pasividad, que calibrar la contestación. Para mí calibrar, dimensionar y decidir cómo responder pasa por hacer un barrido rápido por el contexto, un registro (inconsciente a menudo) del lugar donde estás, con quién estás lidiando, por dónde escapar o cuánto sostener; cuáles son tus fuerzas y fortalezas, hasta dónde puedes disputar esa discusión, etcétera. Cuando nos agreden, estamos en una situación en la que a menudo sentimos que no tenemos ninguna habilidad para defendernos -¡algo de lo que la dominación nos ha intentado convencer!-. Vaya, que al mismo tiempo que evalúas rápidamente que tan “compensada” puede estar la pelea con las manos, también determinas qué mecanismos sirven para herir al enemigo. Y los mecanismos, por suerte, son muchos, muchísimos: hacer como que no entiendes; cuestionar argumentadamente, cambiar de tema. ¡Obvio, claro que sí, cambiar de tema, distraer el foco de la conversación es una señora estrategia! Al mismo tiempo lo es escupir, gritar, difamar o pelear (con los puños, las expresiones faciales, las onomatopeyas o con las palabras). Ridiculizar o evidenciar ante un grupo al intransigente, a la racista pedante, al machirulo o a la homófoba. Callar sin consentir; no discutir sin obedecer o comulgar… También puede servir bromear, ser cortante o utilizar el sarcasmo.
No está de más señalar que, a pesar de que hay variedad y diversidad de formas de responder; la cantidad -y calidad- de herramientas que tenemos para reaccionar a su vez son singulares y dependen de varios factores, como el entorno. Es remarcable que la existencia de métodos, frecuentemente, está ligada al histórico y a las experiencias vividas (algunas ideas: haber presenciado violencias; vivir en contextos vulnerabilizantes o contar con alianzas de resistencia). Al mismo tiempo que el conjunto de herramientas se puede ir ampliando conforme se sobrevive a las violencias, nuestras ofensivas varían en función de cuánto nos impactan y atraviesan. Cabe señalar que no todas, ni siempre, podemos “elegir” no contraatacar.
Volviendo al punto, pongamos un ejemplo: es sabido que grandes propietarios y tenedores cometen abuso, saqueo y expolio de los recursos y de sus comunidades. Es de conocimiento popular que estas relaciones se vienen dando en el marco capitalista y no pretendemos frenarlas con desobediencia individual, sabemos que las prácticas coloniales son más complejas. De la misma forma que no creemos que cerrando el grifo, consumiendo menos y más conscientemente se pueda frenar el cambio climático o el desabastecimiento mundial (consecuencia, entre otras, del capitalismo feroz). Es decir, son acciones de desobediencia civil y de señalamiento esenciales para la transformación, pero es de manifiesto que no frenan las lógicas globales. Si en ciertos supuestos podemos ver que la acción individual en ningún caso puede hacer pestañear a la estructura, ¿por qué sí esperamos que una respuesta aislada a una agresión machista, por ejemplo, tenga la capacidad de hacerlo?
Quizás me falta perspectiva y no termino de entender cómo funciona el sistema, pero siento que el enfoque tiene que virar. Ir de qué he hecho, a cómo hacer para no renunciar (¡a nada!). Cavilar que el éxito no se da solo si contratacamos, defendiendo los derechos o la justicia; también se da si no nos han derrotado emocionalmente. Dicho de otra forma, el éxito es que no consigan desarticularnos políticamente ni tumbarnos sentimentalmente (y no me refiero a no poder sentirnos agotadas, heridas o con derecho a pataleta). Revisar si seguimos callejeando las noches (a pesar de las violencias sexuales); si las disidencias sexogenéricas seguimos comiéndonos la boca en la calle (a pesar de que nos miren); si aún disputamos la estética con nuestros cuerpos no normativos (haciendo caso omiso a la mofa); si vamos al bar a tomar algo (aunque nos increpen) o si aún batallamos en militancias y política (a pesar de las campañas de deslegitimación). Vaya, mi pregunta está más centrada en cómo nos quedamos nosotras después de librar la batalla, y no en cómo se queda el otro, o quien encarna el odio. Obvio que creo que son importantes ambas cosas, pero sugiero poner el foco en las consecuencias de esa agresión, en que el precio a pagar por haberla recibido sea el mínimo aislamiento social, una casi insignificante resignación y culpa. Al final, es difícil saber -y medir- si los contraargumentos, los silencios o las acciones consiguen reeducar las ideas clasistas y capacitistas (entre otras). Pero es un poco más asumible (tampoco siempre) sentir y atender qué impacto, qué consecuencias concretas tiene en nosotras y nuestros cuerpos librar las confrontaciones, cohabitar y reproducir las formas de opresión.
Opino que nos sentaría bien intentar bajarnos, descargar el peso en los hombros que tantas personas llevamos: ¡ante cualquier agresión habrá una respuesta! La realidad es que muchas veces hay réplicas: pasando por las tibias y las modestas, incluso sutiles; siguiendo por las visibles, contundentes o determinantes. Pero también hay contestaciones que no llegan, que no pasan, porque no estamos entrenadas o aún nos superan algunas situaciones. Finalmente, más allá de la complejidad de la disputa, algunas veces no nos apetece o estamos agotadas para pelear. Y no pasa nada, no debemos (ni queremos) cargar con la culpa de no hacer todo lo posible continuamente. Incluso cuando no sabemos cómo responder, nos falta la velocidad, la fuerza en la hostia o en el argumento, también está bien. ¡Podemos no reaccionar y no por eso se nos debe juzgar! No queremos nuevas formas de señalamiento interno (ni agregar culpas cuando sentimos frustración o cualquier otra emoción que nos confirme que nuestro contraataque se podría mejorar).
Ya hemos aprendido que, la mayoría de las veces, ninguna de nuestras mejores bazas extermina un sistema de subyugación, no existe respuesta individual suficiente. No porque no sea elaborada, estratégica o contundente, sino porque una acción no puede combatir un sistema.
Y con todo esto no quiero decir que deleguemos a otras personas nuestras confrontaciones, ni que podemos descansar y no hacer nada porque ya lo harán los colectivos organizados u otras por nosotras. Expongo que podemos articularnos, agruparnos para organizar las reacciones. Soy consciente que hay un montón de contraataques que pueden modificar, generar cambios deseados en un espacio concreto. Cada tanto, con las intervenciones conseguimos alterar las dinámicas de nuestro grupo de convivencia o del bloque en el que vivimos; señalar algunas lógicas de poder en el puesto de trabajo o en el colectivo donde militamos. Confío en la fuerza que tienen nuestras réplicas y nuestras capacidades de objetar ante tanta injusticia y desigualdad. Existen infinidad de resoluciones legítimas, todas aquellas que elijamos, todas las que cada una decida, sienta, necesite y tenga.
Si vamos un poquito más allá, incluso cuando nos beneficiamos de ciertos privilegios y/u ostentamos factores protectores y el capitalismo nos ha dado una tregua y tenemos energía, incluso cuando estamos con las amigas y la amaxxa (que en catalán es una forma de nombrar la xarxa, red, amazonas y amantes) a veces no buscamos o forzamos la reacción política: ya hemos aprendido que la desigualdad no se aniquila enfrentando, solo, la acción u omisión de una persona. Hemos aprendido que la persecución sistemática a los colectivos vulnerabilizados podemos combatirla organizándonos política y comunitariamente. Todo ello, para enfrentar, grupalmente, los engranajes de dominación y los sistemas socioculturales que vulneran nuestros derechos y dignidades y que atentan contra el deseo, la pulsión de vida y/o la alegría.
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