Instagram y las vidas patrocinadas
La red social permite la espectacularización total de la vida, no solo para unas pocas, sino para cualquiera que tenga una cámara a mano y una cuenta. Pero, cuando nos mostramos, solemos hacerlo según la pose de nuestro tiempo. Y si esta pose cuenta con retoques para ser perfecta, podemos terminar por preferir la imagen de nuestra vida y de nuestro cuerpo y rechazar nuestro cuerpo y vida reales.
El 22 de junio de 2018 la revista ¡Hola! retransmitía en directo en su web la boda de la influencer María Pombo. Era la primera vez que la publicación daba tanto protagonismo a una mujer casi desconocida para su público clásico, una de la nueva hornada de famosas que han encontrado el éxito a través de las redes sociales. Muchas de ellas empezaron con blogs y en Youtube, pero ha sido Instagram la red donde han encontrado su medio de difusión más rentable, el hábitat natural para las vidas-espectáculo.
La revista del corazón es conocida por enseñar las casas y vidas de gente rica de rancio abolengo: nobleza desconocida, famoseo de altos vuelos y, en cualquier caso y sin excepción, una muestra de esa sociedad clásica, aferrada a los dos pilares de la gente bien, la familia nuclear heteronormativa y el dinero. La retransmisión de esta boda abrió una nueva línea de información que busca, probablemente, conectar con un público más joven. Las influencers son accesibles, nos enseñan hasta cómo mean en el predictor o cómo van al dentista. No posan en familia en un sofá victoriano, rodeadas de dorados, cortinones, esculturas y cuadros que hacen ruta por las exposiciones itinerantes de los principales museos de Europa. Ellas enseñan fotos y vídeos cercanos, de su familia, de sus vacaciones, de la decoración de su casa, con sus amigas, del cuarto de la trabajadora interna a la que nunca nombran, de su churri-marido-amante-hermano-padre, de sus criaturas. Todo etiquetado para que cualquiera pueda obtenerlo a golpe de clic: el viaje a Disneyland, los zapatos, el sombrero, el propio predictor y hasta el churri, porque siempre, salvo excepciones contadas, son ella y él, Barbie y Ken®. Las influencers no nos hablan de ese jarrón romano que les dejó en herencia el mismísimo Maximino el Tracio a través de cientos de tatarabuelos ilustres, sino de los yogures con los que van al baño regularmente, de las deportivas que se calzan para ponerse fit y otra serie de cosas mundanas enmarcadas en una vida de ensueño, pero solo lo justo. Son monas, del tipo de belleza que todas podemos conseguir si nos lo proponemos. Guapas y ricas, pero no mucho, para que pienses que, si quieres, tú también puedes ser como ellas. Si consumes sus productos. Si te consumes entre boles de avena. Porque, eso sí, el mensaje de fondo es siempre el mismo: si eres delgada, puedes más.
Sobre la espectacularización de la vida y cómo la imagen del mundo ha ido invadiendo la realidad física hasta engullirlo todo se ha teorizado mucho. Está La sociedad el espectáculo, de Guy Debord; Cultura simulacro, de Jean Baudrillard; o Bienvenidos al desierto de lo real, de Slavoj Zizek. También se ha hecho ficción. Y literatura —Borges tenía el cuento de aquel mapa del imperio que terminó por ser tan exacto que cubrió el territorio por completo— y, por supuesto, en el cine.
En el año 1998 se estrenaba la película El show de Truman, protagonizada por Jim Carrey. Truman vive en un mundo idílico y, a medida que el filme avanza, descubre que es falso: su familia, vecinas y amigos son, en realidad, intérpretes. La audacia de El Show de Truman fue situar la historia en nuestro tiempo, no en otro mundo ni en un escenario futurista. Ya con el cambio de siglo, en 2012, se estrenaba otra película que tuvo mucha menos repercusión, pero que dio todavía más en el clavo todavía: Reality, dirigida por Matteo Garrone. En ella, Luciano es un pescadero napolitano, casado y con poco dinero; un hombre corriente. Luciano decide presentarse al programa Gran Hermano. Hace las pruebas para entrar en la casa, seguro de que será elegido. A partir de ahí comienza su espera y se convence de que quienes se encargan de cazar talentos para el reality le observan para saber si es un buen candidato. En Reality la “realidad virtual” ya no trata de imitar a la “realidad física”, como en El show de Truman, sino que la “realidad virtual” es “la realidad física”. En el momento en que las cámaras pueden estar en todas partes, todo es plató y actuación; todo el mundo mira y es mirado.
Hacia el final de la película el protagonista habla con dos ancianas en un cementerio. Convencido de que ellas también pertenecen al staff de Gran Hermano, les acribilla a preguntas para saber si entrará en el programa. “¿Quiere entrar en esa casa?”, le pregunta una, aturdida por tantas cuestiones que no termina de entender. “Claro que quiero”. “Pues seguro que entra. Sin duda. Hay que tener fe y esperanza”, le responde la señora. Él, sumido en su “realidad virtual”, interpreta este consejo en clave: “¿Ustedes me dicen que si sigo así voy bien?”, pregunta. “Por supuesto, tranquilo”, le responde la señora.
Hoy en día, todo el mundo somos Luciano y todo el mundo somos esa señora. Tenemos una cámara en el bolsillo y un medio de difusión de nuestra vida, de nuestros pensamientos, en cada red social. Y cada persona que da un me gusta, que ve una foto, que se entretiene con una story de Instagram es esa señora que dice que hay que tener esperanza y fe, que si validan esa “realidad virtual” nos validan a nosotras, porque ya no hay distancia entre un plano y otro. Dios igual ya no lo ve todo, pero nos juzga La Humanidad. Instagram y el fenómeno influencer es, además, el sueño del product placement —colocar productos en tramas que no son anuncios, para hacer una publicidad más subliminal—. Esto ya lo vio Peter Weir en El show de Truman: la telerrealidad es el lugar idóneo para hacer publicidad y toda la vida de Truman estaba patrocinada. Tanto es así que hasta algunas ciudades están cambiando su morfología, pintando fachadas de colores cuquis para ser más instagrameables, para convertirse en un producto que queramos mostrar en nuestros programas-vida-espectáculo, igual que promocionamos tés anticelulíticos.
Y esta es la tercera película. La buena. La que nos está quedando redonda: la de nuestras vidas patrocinadas en Instagram. Como está protagonizada, por fin, por mujeres, es una crítica más profunda a la conversión del mundo en imagen-espectáculo. A las mujeres la fusión de la “realidad física” con la “virtual” nos ha codificado desde antes de que existiera la fotografía, desde los primeros cuadros. Se nos agarra al cuerpo, lo atraviesa, configurando nuestros hábitos, desde la forma de sentarnos hasta lo que consumimos.
La codificación del género en imágenes
La artista Yolanda Domínguez explica en su libro Maldito estereotipo que, del total de información que procesa nuestro cerebro, el 90 por ciento es visual. Todas las empresas, empezando por el Cristianismo y terminando en Coca-Cola, han visto en el potencial de la publicidad a través de las imágenes la mejor forma de vender. La venta de productos se asocia, en publicidad, a un estilo de vida y quien dice estilo de vida dice una forma de moral. Por eso, Domínguez explica que, dado el poder configurador de nuestro imaginario que tienen las imágenes, deberían tener advertencias de consumo, como el tabaco. Ya se han hecho algunas acciones en este sentido. El algoritmo de Instagram, por ejemplo, funciona de tal manera que muestra más aquello que cree que va a interesar más a la usuaria. Esto fue denunciado hace unos años porque promovía los trastornos de conducta alimentaria. El algoritmo mostraba, indiscriminadamente, trucos para adelgazar o no comer. Ahora, cuando alguien busca una etiqueta o hashtag relacionado con este tipo de contenidos, aparece una advertencia y un contacto para pedir ayuda. Pero todavía no vemos las advertencias cuando observamos a un montón de influencers vendiendo productos y formas correctas de belleza y de moral 24 horas al día. Cuando van a misa y hacen sus labores en sus ratos de ocio, en una mezcla entre Carmen Polo y la Sección Femenina —asistencia a desfiles y showrooms, costura, decoración, cerámica y diseño de colecciones de ropa y joyas—, cuando se casan jóvenes, y por la iglesia, para parir cuanto antes y recuperar la figura en tiempo récord. A fuerza de verlo, acabaremos comprando una crema que nos quite el acné y hasta las ganas de vivir. Y, cuando no sea suficiente, nos plantearemos un chute de botox que nos borre la expresión. Como aprendemos por repetición, cuantos más reels, stories y feeds de este tipo veamos, más asimilaremos cómo tenemos que hablar, comer (marcas incluidas), bailar, besar, vestir (marcas incluidas), criar, trabajar y hasta cagar.
¿Y qué pasa cuando no solo consumimos, sino que nos convertimos en imagen? Todas podemos grabar nuestra vida, recomendar los productos que nos gustan, explicar a quienes nos siguen lo que pensamos. Normalmente, cuando hacemos esto, repetimos las poses, los gestos, los lugares, las escenas, el lenguaje. Y repetimos porque somos seres gregarios y porque si algo tiene el estereotipo de lo bello es que no debe cambiar. Es estático. Las variaciones se permiten en los accesorios; en lo esencial, todas tenemos que ser iguales: delgadas, vestidas apropiadamente, con nuestras joyas y pelos lisos.
No hay una forma más delgada y estática de ser que ser imagen. La imagen ocupa menos. Tiene filtros para tapar arrugas y granos, trucos para estilizar. La imagen actual en redes sociales se convierte en una forma de reproducción en cadena de mujeres replicantes. Y cuanto más podamos configurarnos a imagen y semejanza del cliché, más nos irá gustando la performance de nuestra vida y de nuestro cuerpo, y menos nuestro cuerpo y vida reales, los de la “realidad física”. Perfecta e iluminada. Mientras, los miedos, carencias y complejos quedan detrás de la cámara, tras los focos, en lo oscuro, donde habita lo monstruoso.
En la última escena de Reality, Luciano, al fin admitido en el programa, se tumba en una hamaca del jardín de la casa y mira el cielo estrellado. La cámara se va alejando hasta que el punto de luz que es la casa-plató, con sus focos y cámaras, se pierde en la negritud. Por mucho que nos miren, somos insignificantes. Es una reflexión muy simple, pero las fábulas no suelen hacerlas más complicadas: reproduzcámonos menos —en todos los sentidos—, creemos otras formas de contar. Evitemos repetir la pose de nuestro tiempo.
Este texto ha sido publicado en el anuario número 9 de #PikaraEnPapel, de septiembre de 2021. Puedes conseguirlo en nuestra tienda online.