Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?

Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?

No puede escribirse un relato personal sobre la profesión periodística sin atender a las condiciones estructurales y materiales, como tampoco puede hablarse de lo generacional sin atender al malestar que se reproduce en nuestros cuerpos y vidas diarias.

17/10/2023

Ilustración de bobmadbob (iStock).

I.

Estábamos en sexto de primaria. Un grupo de preadolescentes: tendríamos unos 12 años. En la mesa del aula nos esperaba un test que las dos psicólogas del colegio concertado habían preparado para determinar qué futuro laboral casaba mejor con nuestra personalidad. El objetivo era transmitir a nuestras madres –que después se lo contarían en casa a nuestros padres– el camino que debían empujar a sus hijos e hijas a escoger. El cuestionario era bien sencillo: debíamos puntuar cómo de identificadas nos sentíamos con una larga lista de profesiones. Enfermera, jefa de una empresa, domadora de tigres, actriz, cajera del supermercado, jugadora de baloncesto, fontanera, química en un laboratorio, informática. No sé qué clase de teoría psicológica sustentaba esta orientación por arquetipos profesionales, ni si se esperaba que el test removiera algo en nuestro inconsciente. A mí me salió escritora o profesora, una “chica de letras”, porque periodista freelance no aparecía entre las opciones. Supongo que ese ámbito laboral ya quedaba cubierto por la domadora de tigres.

II.

“No enseñamos para la escuela, sino para la vida”. Esta inscripción estaba grabada en el pasillo central del colegio. Un piso más arriba, en el salón de actos, se celebró la graduación en la que me premiaron con el diploma a la mejor alumna del curso. Tuve que dar un discurso como representante de la excelencia académica bajo esa filosofía escolar, pero el significado real del cartel distaba mucho de la liviandad vital que quería transmitir: detrás estaban la competitividad en el rendimiento, las pruebas finales que debían ser superadas para continuar los cursos con normalidad, la presión de las elecciones de asignaturas que sirven de indicadores de éxito a largo plazo, la frustración como un marcador de tu (in)validez instalada en la piel. La preparación diaria para “la vida” se parecía mucho a la formación de trabajadores competentes en el mercado laboral.

III.

En el instituto, el hecho de ser una chica estaba ligado a violencias de todo tipo, como aparecer en listas que juzgaban del 1 al 10 cada parte de tu cuerpo; recibir motes, risitas y gritos derivados de ese concurso de belleza permanente; o vivir un despertar sexual repleto de culpa por lo que quieres y recibes en dosis indeseadas e inesperadas. Y, sin embargo, nada parecía unir más a chicas y chicos que el día que se entregaban las notas. Era un ritual que trascendía las violencias cotidianas en nombre de una causa mayor. Las niñas de los años 90 seríamos las mujeres trabajadoras del siglo XXI y, en esa fantasía de movilidad social ascendente –¡clase media para todas!–, el machismo, el clasismo, el racismo o la transfobia no se contemplaban entre los factores para tener en cuenta, como si el hecho de que nuestros cuerpos adolescentes estuvieran diariamente sometidos a escrutinio de los hombres fuera una prueba más de la meritocracia existencial hacia la que nos estaban encaminando. Quizá entonces empezaba a comprender mejor el “no enseñamos para la escuela, sino para la vida”: cultura del esfuerzo, también en las relaciones de dominación.

IV.

No recuerdo exactamente, ni siquiera de manera vaga, el momento en que decidí que iba a estudiar periodismo. Ojalá pudiera decir que este fue siempre mi sueño: contar historias. Pero en realidad, no comprendería esta profesión hasta que hice mis primeras prácticas. Fue en una revista de moda, durante el verano de primero a segundo, sin remuneración. Escribía dos artículos al día en una sala sin ventanas junto a otra compañera, también becaria. El nuestro era todo el contenido que nutría la web. Después de mes y medio allí, un día me dijeron que no volviera más: no habían podido formalizar mi contrato porque la ley, cambiada hace unos meses, establecía ahora que el alumnado de primer y segundo curso de grado no podíamos hacer prácticas extracurriculares. Dos años después entré como becaria en la sección de cultura de un periódico generalista: estaban en pleno ERE, con paros semanales en forma de protesta. Finalmente, tras estar en una revista infantil programando entre 15 y 20 posts diarios, cursar un máster internacional y más de un año trabajando en comunicación corporativa, firmé mi primer contrato de trabajo como periodista. Tenía 26 años. A las dos semanas empezó la pandemia, y seis meses después, en una videollamada desde Estados Unidos, dos hombres anunciaron que cerraban la empresa: despido colectivo para más de 50 personas.

A los ojos de todos ellos no éramos trabajadoras de verdad, porque nuestra precariedad no encajaba en el estereotipo industrial de clase trabajadora

V.

Cuando esto ocurrió, Twitter me devolvió al patio del instituto: muchos usuarios, en su mayoría hombres, se alegraron por el cierre del medio. El concurso de belleza se había convertido en un concurso de virtud periodística porque, por lo visto, en los medios millennials no hacíamos periodismo de verdad, del de fumar en la redacción. El cierre era nuestro merecido por no escribir de cosas serias. No había solidaridad de clase para la generación de cristal que escribía sobre temas menores, como el acoso callejero o qué suponía para las sanitarias tener la regla llevando una EPI en plena pandemia. A los ojos de todos ellos no éramos trabajadoras de verdad, porque nuestra precariedad no encajaba en el estereotipo industrial de clase trabajadora. Y quizá algo de su discurso acabé asimilando, porque ya antes del despido había abierto mi propio medio online, con su correspondiente web y redes sociales, en la que publicábamos con asiduidad y funcionaba mejor de lo esperado. Nunca llegué saber si aquello, de lo que no obteníamos remuneración alguna, era trabajo, tiempo libre, un hobby o un medio de expresión. Cada libro, película o serie que veía se transformó en un contenido susceptible de ser publicado: la lógica neoliberal del rendimiento se me había metido debajo la piel.

Cuando eres freelance la sensación que te acompaña es que en cualquier momento estás perdiendo tiempo y dinero

VI.

Hace exactamente un año me di de alta como autónoma. Lo sé porque este mes mi cuota asciende a más del doble de lo que llevo pagando hasta ahora y en unos meses ya llegaré casi a los 300 euros. Lo mismo que me pagarían por tres reportajes que tardaría en hacer, con suerte, dos semanas, y que no cobraría hasta dos o tres meses después de la publicación. El “periodismo de verdad”, de reportajes largos en medios grandes, consiste en pelearse con el gestor, reclamar facturas y recibir notificaciones de Hacienda. El problema es que, aún así, las cuentas nunca salen y la palabra precariedad se queda muy pequeña para hablar de una carrera hacia ninguna parte. El trabajo mejor pagado que he tenido el último año han sido unas entrevistas para un anuncio de televisión. Por lo que me llevó aproximadamente dos jornadas laborales, gané el mismo dinero que hubiera ganado escribiendo siete reportajes, lo que me hubiera llevado, con suerte, un mes de dedicación exclusiva. Cuando eres freelance la sensación que te acompaña es que en cualquier momento estás perdiendo tiempo y dinero, que estás siendo ineficiente, una mala empresaria de ti misma. No recuerdo cuándo fue la última vez que estuve un día entero sin mirar el correo. Recibo entre 30 y 40 emails diarios a horas dispares. Me han encargado un texto un domingo a las 23:57 de la noche. Mis redes personales son mis redes laborales y viceversa. Una mañana me desperté y tenía un mensaje privado en Instagram escrito a las dos de la madrugada desde la cuenta de una editorial que me pedía los datos para mandarme un libro.

VII.

A lo largo de este año, he tenido que escuchar atentamente consejos de hombres de diversas edades y profesiones que se sienten en la obligación de comunicarme que en este país ya no se hace buen periodismo. Hablan de calidad, claro, no de tarifas, porque para parte de las las generaciones precedentes hablar de dinero no es solo una grosería, sino también un callejón sin salida en el que no quieren meterse. Escribir reportajes con fuentes diversas, directas o expertas, es sin duda una de las mejores formas de hacer periodismo, pero también de las más lentas. Para una persona freelance, la imposibilidad de vivir de ello es una cuestión material que, sin embargo, va mucho más allá de las tarifas bajas y las horas de más. Reclamar el pago de facturas que no se han liquidado en el máximo legal de tres meses; que los textos se editen sin preguntar ni acordar los cambios; que dar las gracias y el acuso de recibo de un texto no sea lo habitual, incluso cuando muchos medios sobreviven –a veces única y exclusivamente– por los textos de colaboradoras autónomas; que se exija rapidez y respeto a los plazos de entrega, a la vez que la empresa no se siente en la obligación de contestar a tus correos cuando las propuestas no le interesan; que el reconocimiento del trabajo y su continuidad esté supeditado a los clicks, a la autopromoción en redes y al sentimiento de fracaso y angustia cada vez que un texto “no funciona”. El cuerpo sufre mientras tanto, está atravesado por esta presión capilar, que no deja espacio para ninguna intimidad. He tomado pastillas para poder aguantar más tiempo trabajando, también para poder dormir. A veces en el mismo día. Hace unas semanas, estaba sentada frente a un hombre que me recriminaba no estar suficientemente implicada con mi profesión. Era uno de mis principales pagadores y yo lloraba y respondía que no tenía un contrato de trabajo. Él me decía que lo estaba tomando todo como algo personal, que si ahora me ponía así, cómo sería con los jefes malos de verdad. Por ser mujer, joven, de clase trabajadora, me trataba como a la niña que estaba a punto de graduarse, con el paternalismo del “también aquí te estamos preparando para la vida”.

La lógica de competitividad neoliberal ha colonizado escuelas, institutos y universidades

VIII.

Hasta hoy. En mi mente este texto debía acabar siendo un análisis estructural de las transformaciones del mundo laboral en los últimos 30 años, que advirtiera cómo la lógica de competitividad neoliberal ha colonizado escuelas, institutos y universidades: todo conocimiento es hoy una inversión en capital cultural e intelectual. También debía ser una aproximación generacional al mundo del periodismo, que diese cuenta de las crisis sistemáticas que han suprimido las expectativas de presente y de futuro de la mayoría de nosotras, y donde se pusiera de relieve cómo el capitalismo de plataformas ha multiplicado la exposición digital de nuestros cuerpos y ha borrado cualquier refugio donde escapar de la ansiedad laboral. Pero para hablar de todo esto era imprescindible hacer visible el malestar. Y donde más visible se hacía era en el abismo que separa los ideales profesionales –¿qué quieres ser de mayor?– de las condiciones materiales reales en las que se ejercen estas profesiones –quizá no estás suficientemente implicada–; una herida abierta que no puede narrarse sin tener en cuenta los cuerpos y las violencias estructurales a las que están sometidos; que no puede explicarse sólo como teoría.

También ha habido cosas buenas entre tanto. Los mensajes de identificación, la posibilidad de ampliar los límites de la imaginación, mirar donde nadie suele mirar. No todos los mails quedan sin respuesta: también hay apoyos constantes y diarios, respuestas amables que te salvan el día, reportajes que no querrías acabar de escribir. De hecho, la última vez que manifesté este malestar en mi muro de Instagram –cosa que hago como método de descompresión, para estallar de forma controlada y lejos de mis pagadores– recibí varios mensajes de ánimo, entre ellos el de una chica que me decía que le encantaba todo lo que escribía y que ella, de mayor, quería ser como yo.

 

Este artículo fue publicado el monográfico Periodismo Feminista II, publicado en 2021 y ligado al II Congreso de Periodismo Feminista Lucía Martínez Odriozola. Lo puedes comprar en nuestra tienda online.
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