Dibujos de puertas para adentro

Dibujos de puertas para adentro

Cuando vives en un entorno violento te refugias en el silencio. Es así como el trabajar haciendo historietas en Perú me permitió decir con imágenes y formas lo que el lenguaje no podía explicar.

08/11/2023

Historieta de Marisa Godínez.

Hace un tiempo que no hago historieta, pero mi testimonio sí quiero darlo. Mis trabajos iniciales como historietista fueron hacia los finales de los años 70, y salieron publicados en la revista peruana Monos y monadas (Lima, 1978).

De dónde salieron los dibujos de humor que hice en esa época es una pregunta que en esos tiempos siempre me hacían, aunque en realidad aún me la hacen, y siempre he hallado muy difícil de contestar. Al principio, no sabía ni qué responder. Son dibujos introspectivos, de lo que era mi mundo interno en ese momento. Yo no sabía que aquello que iba a hacer era algo nuevo, que nadie andaba por ahí abriendo su alma y exponiendo su intimidad respecto a las cosas que le sucedían o lo que estaba padeciendo en su vida privada. Yo pensaba que era algo que les sucedía a todas las mujeres.

Monos y monadas era una revista de humor político que se dedicaba, con mucho éxito, a burlarse de todos los personajes públicos que ostentaban cargos oficiales o no, en medio de la crisis política, social y económica del Perú de entonces, o sea, todos los problemas de la puerta para afuera, de un mundo básicamente masculino. Y, de repente, en una esquinita de las páginas interiores de la revista, aparecían mis dibujos, que trataban de lo que pasaba de puertas para adentro, del entonces exclusivo mundo de las mujeres: el mundo doméstico, donde la sociedad exige a las mujeres que cumplan su destino biológico, el mundo de la segregación, la desigualdad y la imposición de roles de género por una sociedad que aún hasta hoy divide a los humanos según el sexo con el que nacieron.

Me propuse hacer humor, traté de ver qué de humorístico podía yo aportar desde mi propia realidad de entonces, esposa, madre y ama de casa.

Yo creía, desde la ingenuidad de mis veintitantos años, que nadie se daba cuenta de lo que le pasaba a una mujer. Que viendo la ironía (mi dibujo en que a la novia recién casada la siembran para que florezca, o aquel en que a una niña le ponen el corral en la cabeza para que crezca con los límites correspondientes), la gente se iba a percatar de lo absurdo e injusto que las mujeres, solo por el hecho de nacer mujeres, sean relegadas, sin ninguna oportunidad de escoger, a un mundo de exclusión de sus propias vidas y, por lo tanto, muchas la pasaban muy mal.

Tampoco nunca entendí por qué muchas mujeres, como mi madre, que no tenían una vocación doméstica, ni maternal (que se creía instintiva en ese entonces) y que, a pesar de ser infelices, insistían en criar a sus hijas mujeres para el mismo destino que ellas habían padecido: ser reproductoras de vida y de costumbres, al cuidado y servicio de todos, a un trabajo repetitivo, monótono, no remunerado e invisible.

Después de la muñeca y la casita, las madres nos enseñaban las habilidades domésticas, las cualidades femeninas: obediente, servicial, acomedida, complaciente, montones de prohibiciones y, sobre todo y la más importante de todas: cuidar tu virginidad por encima de todo y para eso la represión y el miedo debía ser instalado en tu mente, porque no siempre va a haber quién te vigile.

Yo me creí todo el rollo, se me tatuó en el cerebro.

Y aunque en la universidad descubro otros mundos, el mal ya estaba hecho. Por mi circuito neuronal circulaba el color rosado indeleble. Y eso presupone también una vocación de amor romántico (que es amar desde la debilidad), que difícilmente se desprende de la piel de una.

Así llegó el primer matrimonio, los hijos, la casa, la cocina… Se derrumbó el castillo con la princesa adentro y llegó la realidad: de repente te ves enterrada, en un solo espacio en el que tienes que olvidarte te ti misma y de tus sueños.

Era la vida normal de cualquier mujer, el destino para el cual había sido creada y educada: criar hijos, cocinar, lavar, soportar, como yo, el abuso del marido, la violencia sicológica, física y económica, y luego perdonar porque “nunca más va a volver a suceder”. Nada que hacer, el cerebro secuestrado por el mandato social y la corrección política te ordena que calles y aguantes y aguantes porque nadie te va a venir a rescatar, y la vida sigue igual.

Los dibujos salieron de ese lugar, un lugar solitario, oscuro, desolado, un lugar sin esperanza, sin recompensa y sin rescate.

Y son dibujos silenciosos, sin texto, porque yo no tenía voz; en realidad, no tenía palabras para describir lo que me pasaba. Porque ni siquiera sabía lo que me pasaba. No tenía conocimientos previos, era mi primera relación. Y por eso también me calzó bien lo de dibujar, porque cuando vives en un entorno violento te refugias en el silencio. Es así como el trabajar haciendo historietas me permitió decir con imágenes y formas lo que el lenguaje no podía explicar.

“De repente yo no, pero mi imaginación y mi capacidad de crear sí eran libres y supieron lo que tenía y debía trasmitir”

Por otro lado, como no tenía paradigmas ni modelos que seguir en cuanto a la historieta, me sentí libre de hacer lo que quería, estaba sola con mi plumilla en mano, sin más límite que el tamaño de mi cartulina canson blanca. Entonces, de repente yo no, pero mi imaginación y mi capacidad de crear sí eran libres y supieron lo que tenía y debía trasmitir. Entonces dibujé lo que sentía, me salió del forro, del inconsciente; siempre digo que mi cuerpo y mi mente se volvieron feministas antes que yo.

Desde la no identidad, desde mi intuición, casi como un experimento, dejarse llevar, que salga lo que salga. Salió lo que yo era o lo que yo representaba. No me preocupé si me entenderían, total nadie me conocía, yo podía publicar sin ser vista.

Fue así que mis dibujos me hicieron ser consciente de lo que estaba viviendo, me ayudaron a construir un camino de salida, a buscar ayuda y en mi caso encontrar un grupo de feministas, un espacio de mujeres, donde pudimos reconocernos, apoyarnos, hacernos fuertes y hermanarnos. Muchas trabajamos como parte del entonces incipiente movimiento feminista peruano. Pensábamos cambiar el mundo. Qué utopía, camino tan largo, pero por lo menos el mundo no nos cambió a nosotras. Seguimos juntas.

Ahora ya no hago historieta, pero sigo dibujando; mi exposición del año pasado que se titulaba ‘La niña no mirada’, me ha interesado indagar en el mundo de la niña. Mi proyecto era investigar cómo me prepararon, o, en general, cómo preparaban a las niñas en ese entonces, incluso aun hoy en día, para aceptar un destino tan injusto por excluyente, cómo no les construyen su autoestima, cómo les enseñan a poner los intereses y los sueños de otros antes que los propios.

Y sigo dibujando porque nunca he dejado de sorprenderme y admirar el poder de la imagen. Son muchas las experiencias, tanto cuando publicaba historietas, como ahora a raíz de mi última exposición, en que se me han acercado mujeres de todas las edades, para decirme, “yo pasé por lo mismo”, o “yo he estado ahí”, o simplemente para darme un abrazo cómplice. Es el poder de la comunicación visual, de una imagen, sin texto y casi sin título.

A las jóvenes mujeres historietistas les dejo este testimonio y las invito a que ustedes también dejen su historia, que es como dejar una huella, plasmar la intimidad es un desafío enorme no siempre comprendido, pero no por eso nos vamos a rendir.

A seguir apostando por la historieta y cualquier otra expresión visual, pues estas son otra manera de construir nuestra libertad.

 

Este texto es una adaptación de la intervención de Marisa Godínez en las Jornadas de la Historieta Perú-España, celebradas en el Centro Cultural de España en septiembre de 2023.
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