La eclosión de la rabia patriarcal

La eclosión de la rabia patriarcal

A nosotras nos instan a ser más comprensivas, más pedagógicas, a abandonar los feminismos de trinchera, a decir adiós a las armas, incluso cuando estas no son más que nuestros alaridos de urgencia frente a las injusticias.

28/11/2023

Manifestación en la calle Ferraz de Madrid. / Foto: Dani Gago para El Salto

Poco queda que no se haya dicho ya sobre el circo montado en la calle Ferraz y alrededores estas últimas semanas. Sobre esas revueltas, porque han sido revueltas más que manifestaciones, en las que más de uno y de dos han aprovechado para salir a difundir sus discursos de odio disfrazándolos (regular, todo hay que decirlo) de rechazo a la ley de amnistía. Porque ya me diréis qué demonios tiene que ver “La Unidad de España” -y lo escribo así, entrecomillado y con mayúsculas, como si de una superproducción hollywoodiense se tratara, porque bajo dicho título han querido difundir su grandilocuente relato- con tener que escuchar consignas tales como “con los moros no tenéis cojones”, “Marlaska maricón”, “España es cristiana y no musulmana” o “Irene Montero es una puta”, entre otras lindezas de excelsa calidad humana y literaria.

Siempre, a cada avance social le corresponde su pertinente respuesta reaccionaria por parte de aquellos que se resisten a afrontar que los privilegios que creían inquebrantables han pasado a mejor vida

En resumidas cuentas: poco o incluso nada. Y aquí la cuestión es, básicamente, que las manifestaciones de Ferraz poca relación guardaban con la cuestión territorial, sino que más bien se han tratado de una eclosión. Una eclosión de esa rabia patriarcal que venía fraguándose desde hacía tiempo frente a las conquistas feministas, que en los últimos años han puesto el sistema patas arriba. Y es que siempre, siempre, siempre, a cada avance social le corresponde su pertinente respuesta reaccionaria por parte de aquellos que se resisten a afrontar que los privilegios que creían inquebrantables han pasado a mejor vida. Por eso, entre banderas avícolas y borgoñas, se podían entrever las verdaderas frustraciones que movilizaban tanto a dieciochoañeros de bien enfundados en sus Helly Hansen, como a ultras encapuchados y a septuagenarios románticamente sumidos en la nostalgia. Porque llevan tiempo sintiendo que el lugar que les correspondía en el mundo era cada vez más y más pequeño. Que ahora tienen que compartirlo con la existencia, cada vez más presente y más molesta, de otros seres humanos. Con personas negras que te quitan el trabajo, con moros que te quitan a tu esposa, con esposas que te quitan a tus hijos e hijas. Y decidieron que ya estaba bien, que era hora de expandirse, de tomar de vuelta lo que los había correspondido siempre por derecho natural. Y esto, a los hombres, se les da tremendamente bien. Lo de ocupar espacios, digo. Y sean políticos, laborales, geográficos, mediáticos, sonoros… y, cómo no, urbanos.

La mayoría han salido a manifestarse contra todas nosotras. Contra las feministas, las bolleras, les bis, les trans, las migrantes

En resumen, más allá de la buena gente que le profesa un cariño desmedido al chotis y a la sardana sin distinción -no dudo de que la hubiera- la mayoría han salido a manifestarse contra todas nosotras. Contra las feministas, las bolleras, les bis, les trans, las migrantes. Contra nuestras formas de vida, que cada vez más hemos sacado de los armarios y trasladado a las instituciones, al BOE, a los bares, a las plazas, a las canciones, a las cenas de empresa y a las reuniones familiares. Contra las que salimos, muchos años antes de que ellos hubiesen siquiera puesto un solo pie en la calle, a chillar que no era abuso, que era violación; que solo sí era sí; que se acabó. Las que les jodimos el chiringuito de poder acceder a cualquier parte, incluidos nuestros cuerpos, sin tener que pedir permiso y muchísimo menos perdón. Las que reclamamos un lugar en el mundo también para nosotras, nosotros y nosotres, sin conformarnos con esquinas, con periferias ni con márgenes. Las que hemos desatado la rabia patriarcal solamente por el hecho de reivindicar existir en libertad.

Y ojo, que con esto no estoy queriendo decir que en lo de Ferraz no haya habido mujeres. Pero lo cierto es que la imagen general, en las redes sociales, en la televisión y en lo que yo misma he tenido la oportunidad de presenciar en vivo y en directo en las calles de Madrid es que esa “cuota femenina” no se acercaba lo más mínimo al fifty-fifty. De haberlo hecho, en todo caso, tampoco cambiaría nada. Porque el carácter hipermasculinizado -en el peor de los sentidos- de las manifestaciones de Ferraz tiene más que ver con esa forma, también hipermasculinizada, de entender la acción política. De concebir el espacio público y de reclamar lo que se tiene por propio. Es la máxima expresión de la Masculinidad entendida como institución y, el ejercicio legítimo de la violencia -que no le corresponde siquiera al Estado a efectos prácticos, no, les corresponde a los Hombres blancos, cis, heteros y rojigualdos- como su principal ritual de iniciación y pertenencia. Basta con recordar la actitud de pater familias intocable de Eliot Ness, que llega a poner orden, con la que hace pocos días el diputado de Vox Javier Ortega-Smith se autoerigía como autoridad por encima de la propia policía. O la arrogancia del influencer ultraderechista Vito Quiles dejándose llevar a hombros mientras sus adeptos le jalean tras haber sido detenido por desobediencia. E incluso las decenas de señores anónimos que, incrédulos porque se les aplicara inexplicablemente la ley mordaza a ellos también, que no eran unos sucios rojos de mierda, exclamaban “policía, únete”. De hecho, una de las escenas que más reminiscencia me han despertado las imágenes de Ferraz ha sido la de aquella batalla campal que hace casi una década protagonizaron los del Riazor Blues y el Frente Atlético y que terminó con el asesinato de Jimmy en el río Manzanares. Y es que a veces parecía que estábamos atendiendo a la post-party de un partido de fútbol de los de toda la vida en lugar de a una mani.

Para acabar, no deja de resultar cuando menos curiosa la coincidencia temporal que ha querido que, en paralelo a este espectáculo de variedades, desde hace más de un mes muchas hayamos estado saliendo a la calle para defender la vida de miles de mujeres, hombres, niñas y niños palestinos que están siendo masacrados con la excusa, entre otras cosas, de un pinkwashing vergonzante. No han dejado de reivindicar el derecho de Israel a defenderse, de instrumentalizar las agresiones sexuales a mujeres israelíes y a las personas LGTBIQA+ en cuyo nombre dicen estar ejecutando el genocidio, por la defensa de los valores occidentales. Sin embargo, las manifestaciones en apoyo a Palestina se han saldado sin un mínimo disturbio, mientras que los que le otorgan a Israel Medallas de Honor por ser “la única democracia de esa zona” -en palabras del alcalde capitalino, José Luis Rodríguez Almeida– son los mismos que alientan los discursos que terminan materializándose en los cánticos racistas mencionados al principio.

Asimismo, este 25N de 2023, en todas las ciudades y pueblos de España salían a las calles miles de mujeres feministas por las 1.238 mujeres asesinadas en nuestro país desde 2003. No hemos acabado a hostias con nadie -quizá deberíamos haberlo hecho, no lo sé- y, aun así, tampoco han dejado de llamarnos violentas, locas, excesivas, agresivas, feminazis. Y no extraigamos de aquí la pertinencia o la romantización de una lucha feminizada, amable, paciente. No. Que, como dijo Yessenia Zamudio “y la que quiera romper que rompa, y la que quiera quemar que queme”.

Lo que sí deberíamos pararnos a pensar es en cómo a nosotras nos obligan a replegarnos mucho antes siquiera de que podamos llegarlo a valorar. Cómo el aparato patriarcal, racista, cisexista, heteronormativo y capitalista nos disciplina ante cualquier mínimo amago, no ya de violencia, sino de mera confrontación. Al final, las manifestaciones de Ferraz muestran que aquellos que pueden permitirse ser violentos son precisamente los que menos necesitan serlo. Pero lo hacen sin miedo, sabiéndose impunes. Incluso si la poli les gasea, saben que va a quedarse en una mera anécdota. Incluso si les encierran, saben que no pasarán más de una noche en el calabozo, porque son hombres blancos y pijos de bien. Incluso si se difunde su cara amenazando con “matar a hostias” a una “bollera” y un “maricón” por tener colgada una bandera LGTBIQA+ de su balcón, saben que papi encontrará un buen despacho donde enchufarles y no se van a quedar sin trabajo.

Por contra, a nosotras nos instan a ser más comprensivas, más pedagógicas, a abandonar los feminismos de trinchera, a decir adiós a las armas, incluso cuando estas no son más que nuestros alaridos de urgencia frente a las injusticias. Y mientras tanto, ellos pasean impunemente muñecas hinchables como símbolo de la eclosión de su rabia patriarcal.

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