‘Teresa’: duda, subversión y “ardiente sobriedad”
La nueva película de Paula Ortiz, lejos del cine convencional, nos ofrece diversas ventanas hacia ese misterio desnudo de nuestra existencia, que nos vincula a la naturaleza, a la humanidad y a ese “algo más” que algunas personas experimentan.
Tras su paso por la última Seminci de Valladolid, el 30 de octubre asistí al preestreno de Teresa, la última película de Paula Ortiz, en la Filmoteca de Catalunya. De regalo, la proyección venía acompañada de un encuentro con la propia cineasta y con los productores Alex Lafuente y Valérie Delpierre.
Fui al pase con mi amigo Nemo Castelli, también creyente. Teólogo, jesuita, chileno, y cinéfilo, para más señas. Uno de esos tíos que además llevan tiempo deconstruyendo sus prácticas y discursos a la luz de los feminismos y otras luchas. Buena compañía, a fin de cuentas, para sumergirse desde muchos prismas compartidos en esta nueva propuesta de Paula Ortiz sobre santa Teresa basada en la obra teatral de Juan Mayorga La lengua en pedazos. Y buena compañía también para revisar y completar este texto con algunas cosas conversadas en las cañas posteriores a la peli.
Todo este contexto viene a cuento porque muy probablemente esta no sea una crítica cinematográfica o una reseña al uso, desde la falsa objetividad, sino un metatexto bastardo y situado que tiene que ver con mi escolarización durante 11 años en la Institución Teresiana; con mi trabajo durante más de una década en el centro de reflexión Cristianisme i Justícia; con mi aprendizaje constante de la lectura de teólogas y teólogos de a pie como Pepa Torres o Pepe Laguna; con mi adicción reciente al podcast Las hijas de Felipe; y, sin lugar a dudas, también con mi propia experiencia como espectadora.
Siendo una groupie de Santa Teresa de Jesús y de Sor Juana Inés de la Cruz (¡leed Un amar ardiente (Flores Raras, 2017), por favor!), y aún teniendo muy presentes en mi imaginario otras representaciones de la santa de Ávila como la de Concha Velasco en la serie de televisión de Josefina Molina hace casi 40 años o la de Paz Vega en la lectura erotizada de Ray Loriga en Teresa: el cuerpo de Cristo (2007), ninguna de ellas me parece comparable a la transfiguración de Blanca Portillo, Greta Fernández y Ainet Jounou en todas las Teresas de Cepeda y Ahumada que aparecen en la obra de Paula Ortiz.
Con unos diálogos profundamente apegados al texto de Mayorga y a la propia producción literaria de Teresa de Jesús, particularmente al Libro de la Vida, Paula Ortiz introduce su impronta no solo en el guion, sino en la misma narrativa audiovisual, adaptando las metáforas y el imaginario de una monja de hace 500 años al siglo XXI; creando, como ya es habitual en su cine, atmosferas oníricas y una estética llena de plasticidad, de claroscuros, del sabor de la espiritualidad cocinada “entre pucheros”…
Así la describía mi amigo Nemo también en uno de nuestros intercambios de mensajes posteriores al preestreno: “Teresa no es película para creyentes; menos para crédulos, para los que se sienten demasiado seguros de lo que viven, de lo que piensan, de lo que sienten o para aquellos que comulgan con ruedas de carreta. Teresa se lanza hacia aquello que, como afirmaba la propia Paula Ortiz durante el coloquio, ha sido prohibido para las mujeres por tantos siglos: la sabiduría humana. Y va al fondo, no solo intelectual, sino emocional, ético, político, espiritual y holístico de nuestra existencia. ‘¿Nunca dudáis Teresa?’, pregunta el inquisidor. ‘Todo el tiempo’, responde ella. Y así nos recuerda que el conocimiento más profundo del alma tiene paradójicamente el signo de la duda y de la decisión, antídoto tan necesario hoy día contra las fiebres de totalitarismo y fascismo que han vuelto”.
Y es en este mano a mano dialéctico entre Teresa (Blanca Portillo) y el inquisidor (un también excelso Asier Etxeandia) que llega predispuesto a destruirla, la prosa incendiada de Teresa resulta ser un bofetón a los convencionalismos de la época, pero también a los nuestros: a las nuevas idolatrías y dogmatismos, a la doble moral, a la hipocresía, al postureo, al simplismo, al mansplaining constante, al patriarcado y a la misoginia que aún campa en la Iglesia más de cinco siglos después con apenas algún rasguño…
“Convento, Iglesia, mundo han de ser casa de iguales”, le espeta Teresa al inquisidor en un momento dado. A lo que este replica: “¿No os enseñaron a medir las palabras antes de llevarlas a la boca? Las vuestras suenan a utopía, a república de mujeres, a disparate”. Bendita utopía y bendito disparate que tantas mujeres, bolleras y trans siguen construyendo en espacios que van desde los salones parroquiales (como nos enseñaba recientemente Alejandro Marín en Te estoy amando locamente) a La Sinsorga en Bilbao, pasando por Mujeres Creando en La Paz o el histórico Entredós de Madrid que recientemente ha echado el cierre y otros cientos de repúblicas utópicas feministas creadas y sostenidas en pisos y locales de todo el mundo. Conventos contemporáneos sin hábitos ni celibato, lejos de aquellos que aún piensan que mejor será que hilemos (Camino de perfección, cap. 21, 2). Y es que ya nos lo enseñó Teresa, que “en nuestras cosas no hay que dar parte a los frailes”, ni hay que aceptar tutelajes de ningún tipo: “A poco que hagamos las mujeres, se juzga exceso lo que hagamos. No hay acierto de mujer que no se ponga bajo sospecha. ‘Disparate de mujeres’, dicen enseguida. Nos tiene el mundo acorraladas, mariposas cargadas de cadenas. Pero el Señor hace a una niña sin letras más sabia que al obispo más letrado. Aunque no nos den libertad para dar voces, no dejaremos de decir nuestras verdades, aunque sea en voz baja”.
Ortiz introduce su impronta en la misma narrativa audiovisual, adaptando el imaginario de una monja de hace 500 años al siglo XXI.
Teresa de Jesús, de Ávila, de Cepeda y Ahumada… No es baladí que Paula Ortiz nos la ofrezca “a secas”, sin epítetos ni títulos, sin velo ni cofia por momentos, para enseñarnos a una Teresa subversiva, lejos aún de convertirse en doctora de la Iglesia y a punto de ser condenada por el Santo Oficio. Una Teresa sin remilgos, que es a la vez coherencia y contradicción, desborde pasional y encierro, placer y rigor, cabreo y resignación, duda y determinación, “ardiente sobriedad” (como dijera de ella la Mistral). Pura paradoja, a fin de cuentas, como lo es la vida, como lo somos todes.
Paula Ortiz, lejos del cine convencional, nos ofrece a través de Teresa diversas ventanas hacia ese misterio desnudo de nuestra existencia, que como la respiración –imagen que evoca Ortiz y que muestra su finura– nos vincula a la naturaleza, a la humanidad y a ese “algo más” experimentable por todes, pero siempre difícil de nombrar, que surge como un fogonazo y luego desaparece como si no quedara nada, como una cerilla prendida en la noche…
“Vivo sin vivir en mí”, se escucha en un débil susurro en un instante del film, entre el titileo de las velas. (Si tuviera que hacerme una camiseta con una frase de santa Teresa, sería esa, sin duda). Apenas un puñado de palabras que encierran frustración, sí, pero también una enorme libertad, y una invisible esperanza. Un verso que daría para tesis y tratados sobre teología y amor romántico (ahí dejo la idea) y que para mí condensa una de las paradojas más sugerentes de Teresa: indómita en lo terrenal ante los hombres; exiliada de sí, como dice Julia Kristeva, y habitada, atravesada y abnegada ante un Dios que en su imaginario barroco siempre fue un Él masculino.
Si aun cargando con todo ese androcentrismo a sus espaldas, la figura de Teresa y sus palabras, siguen teniendo hoy semejante fuerza y sabor a revolución, no me quiero imaginar lo que hubiera sido de haber conocido la teología feminista, de haber pensado en una Ruah o Espíritu en femenino y de haber conseguido liberarse del falogocentrismo religioso que impregna todavía hoy al cristianismo…
Para atisbar y elucubrar sobre ello, Teresa nos pide un solo requisito: que nos dejemos llevar y nos sumerjamos en sus polifónicas aguas… como esa Teresa joven que juega y ríe en las aguas del río.