Acumular sin límite
La falta de estudios y el estigma que reproducen los medios de comunicación sobre las personas con síndrome de Diógenes silencia la realidad de quienes conviven con problemas de acumulación.
¿Sabes lo que es el síndrome de Diógenes? Pocas personas contestarían que no a esta pregunta, al tiempo que la imagen de una persona rodeada de objetos inservibles y basura acudiría a sus mentes. El síndrome de Diógenes se ha convertido tanto en una expresión coloquial para hablar de la acumulación, como en un trastorno del comportamiento explotado mediáticamente. En el programa de la cadena DMAX Viviendo por y para la basura: 3 personas con síndrome de Diógenes, el primer caso que aparece es el de una mujer vestida con ropa interior y jersey —no faltan primeros planos de sus bragas— en una casa llena de desperdicios, platos sucios y cucarachas que salen de todos los rincones. Mientras la escuchamos decir “es una cosa asquerosa, pero yo lo aguanto”, el presentador atónito hace preguntas incómodas y dos de sus vecinos están en la puerta juzgando la situación y refiriéndose a ella con palabras como “puerca”.
No es el único ejemplo. Basta con googlear el síndrome para encontrar cientos de noticias ilustradas con fotos grotescas y titulares sensacionalistas, que hablan de personas de edad avanzada, casi siempre mujeres ancianas, viviendo entre montones de basura y plagas de animales, incluso “cerdos bañados en excrementos”. Conviven además con otro tipo de informaciones que, en vez de jugar la carta del amarillismo, optan por utilizar el síndrome como metáfora, ya sea en el caso de influencers que acumulan ropa y hablan de un “síndrome de Diógenes deluxe” hasta artículos de corte pseudofilosófico en los que se reflexiona sobre si la humanidad en su conjunto no estará sufriendo un síndrome de Diógenes colectivo.
Esta sucesión de textos e imágenes alrededor del síndrome ha contribuido a generar confusión en torno a un diagnóstico clínico que ya de por sí sigue causando debate dentro de la disciplina psiquiátrica, y del que todavía se tiene poca información. Es probable que el nombre por el que hoy conocemos esta patología, que se debe al filósofo cínico Diógenes de Sínope, nacido en el siglo IV a.C., haya ayudado también a que el trastorno se convirtiera en una suerte de un mito popular. En realidad, la denominación clínica de síndrome de Diógenes no apareció hasta mediados de los años 70; antes había recibido otros nombres como “pobreza imaginaria”, “ancianos recluidos” o incluso “síndrome hippie en las viejas” —por la actitud “contestaria, pasiva, agresiva y nihilista ante la injusticia social, la discriminación, el fracaso personal, la frustración o la incomprensión”, según decía un equipo de geriatras españoles en 1976—. Aunque estén en desuso, estos calificativos dan una pista sobre hasta qué punto los determinantes sociales han sido importantes en el establecimiento del diagnóstico: situación de aislamiento social en personas de edad avanzada, pobres y predominantemente mujeres.
Actualmente, el síndrome de Diógenes no se considera en ningún caso una enfermedad de salud mental y tampoco figura en el DSM-V —el manual de diagnóstico psiquiátrico estadounidense reconocido universalmente como la guía para las patologías mentales—, lo que en la práctica se traduce en una falta de estudios a escala nacional e internacional que indiquen la prevalencia de este síndrome en la población . Tampoco existen investigaciones que incluyan perspectiva de género o el impacto que tienen las condiciones socioeconómicas en su aparición. Además, es habitual que se confunda con el trastorno de acumulación compulsiva, que sí está reconocido como parte de los trastornos obsesivo compulsivos y que, según la Fundación Española de Psiquiatría y Salud Mental, afecta principalmente a mujeres. En estos casos, la mayoría no diagnosticados, según la misma fuente, las personas no acumulan basuras sino que guardan objetos inservibles a ojos de los demás porque sienten un fuerte apego hacia ellos.
Pero más allá de los diagnósticos clínicos, lo que se desprende de esta realidad —tanto por el estigma que reproducen los medios sobre las personas con problemas de acumulación, como por la falta de información y perspectiva de género y de clase— es la ausencia de un espacio de escucha activa para las historias en primera persona, la consecuente invisibilización del sufrimiento que acompaña la acumulación desmedida y, en definitiva, la ausencia de soluciones efectivas.
Lo que sí se conoce del síndrome de Diógenes
Ana Belén Santos-Olmo, profesora de Psicología en la Universidad Complutense de Madrid, explica que las características diferenciales de una persona con síndrome de Diógenes según se trata en España siguen “un patrón de conducta alterado, como puede ser la recogida de basura en contenedores o el rechazo de las ayudas ofrecidas; un extremo abandono de su higiene, alimentación o salud; aislamiento social y nula conciencia de su situación”. Para la experta, este tipo de comportamientos se convierten en un problema que hay que tratar cuando “esta acumulación empieza a comprometer el autocuidado de la persona, la salubridad de su vivienda, supone un detrimento de su vida social y pone en riesgo la salud pública de su entorno”.
Según datos ofrecidos por el Servicio de Apoyo Psicológico a Ancianos Frágiles con Aislamiento Social de Madrid (SAP), en un estudio publicado en 2014 —el más amplio que puede encontrarse al respecto— de los casos atendidos, el 21 por ciento de las personas mayores presenta acumulación en su viviendas. Del total, un 65,4 por ciento son mujeres, y la edad media de quien lo sufre es 80 años. La mayoría no tienen hijos (77 por ciento) y el rasgo que más les caracteriza es que son personas que viven solas (92). Santos-Olmo, que trabaja en el citado servicio desde hace años, señala que según su experiencia el síndrome se encuentra “tanto en personas con buen nivel socioeconómico como en aquellas que provienen de ambientes más deprimidos”. Sin embargo, sí apunta que “en aquellas que provienen de una clase empobrecida se suman otros factores que aumentan la vulnerabilidad y el riesgo, como pueden ser las malas condiciones de la propia infraestructura de la vivienda, incluso infravivienda, las dificultades económicas a la hora de enfrentarse a una reforma o de acceder a los servicios de apoyo”.
El sesgo de género está presente siempre que hablamos de personas con un deterioro en la salud mental
Berta Ausín, investigadora y psicóloga clínica, está de acuerdo en que la acumulación se torna en un problema de salud mental en el momento en el que interfiere con la vida cotidiana de esa persona o de los que están a su alrededor: “Si tú vives sola en medio del campo, con cinco naves y acumulas toneladas de cosas, enseres que los tienes limpios y donde no hay plagas, no hay riesgo de incendios, ni afectaciones para tu salud o la de otros, entonces no habría problema”. Según Ausín, esto cambia “cuando empiezas a acumular en zonas de la vivienda que haces que estén inhabilitadas para su uso habitual”.
En cuanto al mayor número de mujeres que de hombres entre las personas atendidas, Ausín no le concede especial relevancia, “simplemente pasa que hay más mujeres que viven solas, somos más longevas por estadística, y por ello es más probable que te afecte más”, explica. Pero sí indica que el sesgo de género está presente siempre que hablamos de personas con un deterioro en la salud mental, normalmente asociado al síndrome de Diógenes: “Es verdad que las mujeres tienen mayor riesgo de sufrir un trastorno depresivo o de ansiedad. Pero más que por un factor genético, que no se ha demostrado que lo haya, es por aspectos culturales, las mujeres todavía hoy son las que más sobrecarga tienen en los cuidados, y eso puede llevar a que te cuides menos, a que tu calidad de vida sea peor y a que en un momento dado puedas desarrollar un trastorno mental”.
La costumbre de no tirar
La principal diferencia entre el síndrome de Diógenes y el trastorno de acumulación es que quienes padecen el segundo no viven en condiciones de insalubridad ni les afecta a su higiene personal. Derivado de ello, las personas especialistas en salud mental suelen tratar la acumulación de objetos como un síntoma de un problema mayor, específicamente de un trastorno obsesivo compulsivo. O bien, directamente, no tratarlo en las consultas de salud mental. Y en parte tiene sentido que sea así porque el hábito de no tirar, reciclar y aprovecharlo todo es una práctica que llevan a cabo muchas personas mayores heredada de épocas con escasez de recursos.
“Siempre que trato de tirar algo tengo el pensamiento de que justo mañana me va a hacer falta, o que puede haber alguien que lo necesite”
La escena recurrente de una abuela adaptando su cotidianidad a un electrodoméstico estropeado porque ya no lo venden igual es solo un ejemplo ello. “Siempre pienso que cualquier cosa me puede servir para algo algún día, esta es la frase que resume por qué no tiro más, y todo este pensamiento me viene por la escasez de la guerra. En mi familia, y en todas, las cosas se guardaban porque al contrario que ahora no podías bajar y comprar lo que quisieras”, cuenta Cristina, que con 63 años vive sola en Madrid y reconoce que le cuesta mucho desprenderse de objetos de todo tipo —acumula “llaveros, dados por un tubo, cartas, figuritas que salen en los huevos Kinder, cables”—, pero tampoco lo considera un problema más allá de la “desorganización”, entre otras cosas porque tiene un piso relativamente grande. “Mis abuelos los hacían, luego mi padre, y ahora yo: siempre que trato de tirar algo tengo el pensamiento de que justo mañana me va a hacer falta, o que puede haber alguien que lo necesite”, continúa Cristina, que considera que esta es, sin duda, una costumbre heredada. “No digo yo que haya un componente genético, pero desde luego, en mi caso, lo que he visto es lo que repito, creo que si viviera en otras circunstancias, en otro sitio, otra familia, otra época, no me habría dado por ahí”, cuenta.
Al contrario de lo que ocurre con el síndrome de Diógenes, una acumulación difícil de manejar no se da solo en personas mayores, aunque sí existe un componente de género. Al ser las mujeres quienes usualmente se han hecho cargo de la organización de los enseres del hogar, tienden a sufrir más este tipo de apego que les acarrea sufrimiento. “El simple hecho de pensar en tirar cosas me genera angustia y para aliviarme necesito intercambiar la idea de tirar por la de ordenar. Mi casa no está muy llena, aunque mi cuarto sí que está más sobrecargado de lo que me gustaría”, explica Alicia, que tiene 20 años, vive en Zaragoza con sus padres mientras estudia Enfermería y se reconoce dentro de este patrón. “Si descubro que me han tirado algo me genera frustración con la persona que se ha deshecho de ello”, añade
Alicia se dio cuenta de que guardarlo todo era un problema cuando se fue unos meses a vivir sola y empezó a acumular botes de cristal o cartones con la intención de darles una segunda vida. “El hecho de incrementar esta conducta acumulatoria al tener mi propio espacio me hizo darme cuenta de la tendencia que estoy cogiendo”, reflexiona, “aunque de momento no haya cambiado casi nada mi forma de ser, tengo más presente esta peligrosa dinámica en la que me estoy sumergiendo, y, por primera vez, tengo intención de hacer una revisión de los objetos que he ido guardando para intentar desprenderme al menos de los estropeados”. Entre las razones de su acumulación está su conciencia ecológica —la necesidad de reciclarlo todo y minimizar el impacto del consumo—, la incertidumbre económica —que la lleva a conservar recursos que le puedan ser útiles en el futuro— o el apego a ciertos objetos. “Tengo mucho miedo de olvidarme de cosas y los objetos que relaciono directamente con momentos son muy importantes para mí. También si perteneció a alguien fallecido me resulta muy doloroso perderlo”, cuenta Alicia.
“Para mí acumular, guardar, es un proceso de perpetuar el pasado, de no desprenderme de mí misma nunca, pero también es una forma de consuelo del futuro”
Algo similar le ocurre a Sandra —nombre ficticio para ocultar su identidad—. Aunque ahora está independizada, arrastra la costumbre de tener un cuarto “para los trastos”, como hacían sus padres. “Casi toda mi ropa de bebé, adolescente y algunas cosas de más mayor están ahí, zapatos y bolsos incluídos. Me siento incapaz de tirarlos porque siento que tiro una parte de mí”, cuenta. Pero lo peor para Sandra son las preguntas constantes de su entorno: “Me siento juzgada e incomprendida a menudo por este tema. Para mí acumular, guardar, es un proceso de perpetuar el pasado, de no desprenderme de mí misma nunca, pero también es una forma de consuelo del futuro. Mi madre siempre decía ‘guarda para cuando no haya’, aunque la cuestión era el qué guardabamos”.
Parece evidente que, igual que las mujeres tienden a la acumulación de objetos por haber ocupado los espacios domésticos habitualmente en las sociedades patriarcales, la falta de recursos económicos y la inestabilidad laboral e íntima también harán crecer su miedo a tirar objetos que puedan necesitar en el futuro. Sin embargo, no existen estudios que atiendan a los condicionamientos sociales de la acumulación ni datos que lo corroboren, lo que nos devuelve al comienzo: independientemente de sus causas orgánicas y del diagnóstico concreto, los problemas o prácticas de no tirar nada, si no son extremos, pertenecen aún al ámbito privado, contribuyendo al estigma y la vergüenza.