Haría frío
En estas fechas de reencuentros familiares vuelven los duelos de reparaciones que nunca se darán: tú puedes ir a terapia todo lo que quieras pero, a partir de cierto punto, si la otra parte no se hace cargo, no hay reparación posible, solo autodefensa. Y ahí es donde entran las amigas.
Cada año pasa lo mismo. Mientras escribo esto estamos aún a principios de diciembre y sin embargo ya he tenido varias conversaciones con distintas personas sobre la violencia que se van a encontrar en Navidades al reunirse con sus familias y de qué formas defenderse. Puede parecer una obviedad, pero cada año estoy más convencida de ello: las violencias más normalizadas y silenciadas son las que se dan en el seno familiar.
En estas conversaciones —que a veces parecen más bien un consejo de guerra— la situación que más sale es la típica: un familiar concreto que maltrata de forma activa (insultando, humillando) o pasiva (haciendo comentarios misóginos, lgtbiafóbicos, gordófobos…), ante el silencio del resto de la familia, que no actúa mucho más allá del “anda, anda, tengamos la fiesta en paz”. Ya sabemos que lo más doloroso no es el machaque en sí, sino la sensación de tener que soportarlo como precio que pagar por relacionarte con otra persona de la familia (un abuelo, una madre, una tía) a la que quieres mucho y a la que te preocupa disgustar. ¿Cuántas de nosotras tenemos la certeza de que, cuando esa persona muera, los lazos con estos familiares abusivos se debilitarán? A esto se le suma la sensación de culpa, si alzamos la voz o ponemos medidas de autoprotección, por ser la persona que está siendo “demasiado sensible” o “rompiendo la familia”. Una gran luz de gas colectiva se desprende de esta falta de reconocimiento, aumentando la culpa. Y así, la llegada de estas fechas se convierte en una negociación contigo misma en la que mides cuánta violencia estás dispuesta a soportar a cambio de “tener la fiesta en paz”.
Cargamos a nuestras espaldas el peso de la disrupción de una paz que no es más que una farsa. Cada año lo mismo: esa noche se discutirá no en la medida en que se atente contra tu dignidad, sino en la medida en que tú decidas callarte o defenderte. Coloquialmente hemos ridiculizado a esta persona que agrede, la hemos llamado “cuñado” como estrategia de autodefensa humorística, pero el problema nunca fue solo el cuñado, sino también la familia que lo legitima. Una casa se supone que es el refugio colectivo que te protege de las violencias externas, pero para muchas personas salir de casa es descubrir que el trato que se estaba dando dentro no era ni merecido ni justo. Por eso las personas que no encajamos en la norma estamos en constante búsqueda de otros modelos de casa, otros modelos de familia. No es modernez, es supervivencia emocional. Porque ahora, de adultas, nuestra tarea es hacer el duelo de una reparación que nunca se dará: tú puedes ir a terapia todo lo que quieras pero, a partir de cierto punto, si la otra parte no se hace cargo, no hay reparación posible, solo autodefensa. Y ahí es donde entran las amigas. Pero antes de llegar a ellas, queda una última llaga donde poner el dedo.
Si bien el escenario más verbalizado a mi alrededor es el del cuñado agresivo, hay otra situación más sutil, más común tal vez, pero más difícil de explicar. Una situación en la que las agresiones no se dan de forma activa y en el presente, sino que se dieron en el pasado y ahora, como adultas, hay un pacto silencioso de no hablar de ello porque ya ha pasado mucho tiempo, aunque todo el mundo lo sepa, aunque impregne todas las interacciones presentes. Oh sorpresa, cuanto más silencio y olvido colectivo pesa sobre una herida, más difícil es señalarla. Esta verdad ya nos la puso en la frente Belén López Peiró en su escalofriante libro Por qué volvías cada verano, con el ejemplo de la tan silenciada violencia sexual, que no es la única: las agresiones físicas, verbales o ambientales están aún muy normalizadas cuando se ejercen en el marco de la infancia. Y ahora toca sentarte a la mesa como adulta sabiendo lo que te hizo la persona que ahora te pregunta por el trabajo mientras te sirve ensalada en el plato. Llenar de conversaciones insulsas el salón en el que retumbaron palabras que envenenaron tu percepción de ti misma. ¿Prescriben los maltratos si se dieron antes de que entraras en la edad adulta? ¿Cómo exigir responsabilidad después de tanto tiempo?
El problema nunca fue solo el cuñado, sino también la familia que lo legitima
En la serie La Mesías [pequeño spoiler que no entorpece el visionado de la serie, prometido] el personaje de Montserrat, interpretado por Carmen Machi, es confrontado por su hijo ya adulto, quien intenta señalarle los atropellos cometidos durante su infancia. Montserrat, que ahora tiene un aspecto cansado y mucho menos temible, no le hace mucho caso y sigue poniendo la mesa, actuando con la condescendencia de una madre que no se molesta en responder a las ocurrencias de un chiquillo. Harto de esta luz de gas, el hijo le reclama abiertamente la vez que estuvo a punto de matar a toda la familia llenando la casa de bombonas de butano, a lo que Montserrat simplemente replica: “Haría frío”.
La luz de gas lleva años puesta sobre la mesa en los discursos feministas. Lo tenemos claro cuando hablamos de maltratadores, pero la cosa se complica cuando la luz de gas se ejerce de forma colectiva. Por ejemplo, cuando un grupo de colegas se siguen llevando bien con tu exmaltratador, lanzándote el mensaje de que lo que viviste no debió de ser tan grave. O cuando una familia normaliza comportamientos vejatorios y se espanta solo cuando la persona que los recibe se atreve a llamarlos por su nombre. A veces, incluso las familias que “se llevan bien” simplemente juegan a este olvido colectivo que no permite mirar atrás. Pero estos pactos, mientras aplacan el posible sentimiento de culpa de las personas responsables, pueden hacer que la víctima llegue a preguntarse si realmente lo que vivió fue para tanto, aun conviviendo con las evidentes secuelas. Este tipo de luz de gas resulta tan perverso porque, además de colectivo, es silencioso. No se te dice nada directamente, funciona por omisión. El silencio confirma la ausencia del problema. Si nadie habla nunca más de las bombonas, es porque no era para tanto. Haría frío.
Por esto creo que aquel cliché sobre romper el silencio es absolutamente necesario. Romperlo no solo en terapia, sino también con amigues, formando un consejo de guerra en torno a unos cafés. Gracias a esas conversaciones que ya están empezando a darse, vamos compartiendo pequeñas estrategias que ayudan a surfear la ola de terrores navideños. G decide, a pesar de la sensación de culpabilidad, que a media cena “se encontrará mal” y hará mutis por el foro. H y L acuerdan un bingo de situaciones chungas en el que quien primero tache cinco invitará a la otra a una cerveza cuando se vean. M este año, por primera vez, no irá a la cena y repasa las palabras que usará para comunicarlo. A T solo ser escuchado y saber que al otro lado de la pantalla de su móvil habrá personas atentas ya le ha ido bien. B se sentará cerca de sus sobrinas y pondrá en ellas toda su atención. N decora con cariño el árbol en el salón de su piso de alquiler, porque se niega a tener manía a estas fiestas a las que también podemos darles la vuelta. Cuesta interiorizarlo, pero en ello estamos: romper el silencio y compartir estrategias no es traición, es autodefensa.
Creo que hay un reconocimiento rápido y muy concreto entre las personas que arrastramos heridas con la certeza de que nunca serán reconocidas por quienes se las hendieron. El alivio de saber que algo que parecía individual es colectivo no repara, pero sí sana un poco. A quienes sintáis la presión de cargar con la “paz” familiar, esa paz que no es más que aguantar la respiración bajo el agua hasta el día 26, os abrazo. Me alivia también ver a algunas de mis amigas criando a sus peques lejos de las dinámicas que marcaron sus propias infancias. Creo que, con el tiempo, podremos hacer las cosas de otra manera. Lo dijo Pamela Palenciano: lo que se aprende, se desaprende. All I want for Christmas es que este desaprendizaje nos pille apoyándonos y rompiendo ese silencio que, efectivamente, nunca nos protegió.