Demasiado mayor para esto
Forcejeamos con la idea de que "aún estamos a tiempo" de hacer algo nuevo porque existen unas concepciones normativas del tiempo: "A esta edad toca esto, a esta edad toca lo otro". No es que no pase nada por hacer algo nuevo tarde: es que "tarde" también es un constructo social.
Mi amiga C toca la guitarra desde hace años. Hace tiempo tuvo un grupo de música, pero aquello acabó regular y después la guitarra quedó enterrada entre mudanzas y trabajos precarios. Ahora, con 37 años, quiere apostar de nuevo por ello, grabar un álbum, dar conciertos… pero siente vergüenza al verbalizarlo. No es la única. Mi amiga Z, harta de su trabajo, querría volver a estudiar para cambiar de camino y lucha a diario contra el miedo de que ese tren ya se le haya pasado. Yo misma me encuentro revisitando ahora disciplinas artísticas en las que no pude ahondar en su día.
“Siento que ya es demasiado tarde”
Esta frase pulula en mi entorno desde hace un tiempo y noto que cada vez la oigo más a menudo. Los proyectos vitales que teníamos guardados en un cajón, esos que tanta ilusión nos hacían y que no pudimos poner en marcha en su día, o que iniciamos pero aún no han llegado a despegar del todo, ahora empiezan a cubrirse con un halo de vergüenza. Sentimos que ha pasado demasiado tiempo, que el momento adecuado se perdió en algún punto de las últimas décadas, y ahora el miedo al ridículo hace de barrera. A modo de profecía autocumplida, esto atrasa aún más ese impulso, haciendo que cada vez sintamos que se nos hace más tarde.
Un día, hace no tanto, me tocó a mí. Dije esa frase, me cubrí la cara con las manos y lloré con vergüenza. De todas las formas de las que se puede llorar, llorar con vergüenza es sin duda de las peores, porque ni siquiera puedes darte el gustazo de romperte del todo. Estar tensa mientras te derrumbas hace que el cuerpo reciba señales contradictorias, que luego te pasarán facturita, amiga, en forma de ansiedad o de dolor de cabeza. Lloraba con vergüenza porque lloraba de vergüenza, que es aún peor. Unos brazos me rodearon sin juicio y me aseguraron que esa vergüenza no era mía. Que, en el fondo, la vergüenza no es más que un manto del que nos podemos deshacer. Hablo de esta escena en pasado, pero podría estar escrita en presente y, para qué engañarnos, también en futuro. Podría también desgranar las obvias realidades que han propiciado esta sensación de atasco vital, aunque ya hay varios artículos publicados al respecto: la precariedad laboral que no desaparece con el paso de los años, el vergonzoso precio de la vivienda, la subida de precios de bienes de primera necesidad como la electricidad y la comida, la nefasta gestión de una pandemia que nos robó dos años de vida. Y está todo tan bien montado que estamos convencides de que lo que ha ocurrido es que hemos fracasado individualmente. Convencides de que llegamos tarde a sitios a los que, a lo mejor, ni siquiera querríamos llegar si no nos hubieran metido el miedo en el cuerpo, si hubiéramos sentido que otros recorridos vitales eran posibles. Probablemente ni siquiera estaríamos forcejeando con la idea de que “aún estamos a tiempo” de hacer tal o cual cosa si no hubiera unas concepciones normativas del tiempo que imponen mandatos: “A esta edad toca esto, a esta edad toca lo otro”. No es que no pase nada por hacer algo nuevo tarde: es que “tarde” también es un constructo social.
“Mi crisis vino a los 32 (…) y se formalizó con una serie de ataques de ansiedad”, cuenta Estela Ortiz en ‘Ser adultx y la crisis de los 30’ . Esta joyita de vídeo desgrana el constructo social de la adultez, que en el norte global está estrechamente vinculado al mundo laboral y la productividad. Hay una creciente disonancia entre las expectativas impuestas sobre lo que debería ser “la vida adulta” y las vidas que muchas personas de 30, 40 o 50 años queremos o podemos llevar. Sobre todo, por qué no decirlo, las personas que durante la veintena estábamos demasiado ocupadas saliendo de armarios, de relaciones chungas o del trabajo varias horas más tarde de lo que nos correspondía, como para pararnos a pensar en los proyectos o aspectos de nuestra vida en los que nos gustaría ahondar. Para cuando llegamos a un momento vital algo más tranquilo, desde el que realmente podríamos tener más claro qué nos apetece explorar, de repente ese momento ya no vale, es caduco. Tal y como explica Estela, la adultez se entiende como el fin de la exploración, el aprendizaje y los nuevos comienzos. Nuestra identidad debe estar ya consolidada, sin apertura a grandes cambios. Nuestro camino, enfilado y sin desvíos. Las paradas, acordadas previamente entre las instituciones de familia y trabajo. Ni tú ni tu deseo estáis invitadas a esa reunión. Y no se te ocurra llegar tarde.
El miedo a quedarte atrás es el miedo a quedarte sola
“Me estoy quedando atrás”
Confesión de neurótica: mi archivo de “publicaciones guardadas” de Instagram está plagado de vídeos que relatan historias de personas conocidas que dieron un volantazo vital tardío. Me los sé ya de memoria. A los 30 años, Harrison Ford decidió dedicarse a la carpintería porque no ganaba lo suficiente como actor. Stan Lee no publicó su primer cómic hasta los 39 años. Vera Wang diseñó su primer vestido a los 40. Malvina Reynolds empezó a componer música con 50. Sí, son todos ejemplos de estadounidenses famoses, el algoritmo no da para más. Pero qué paz tan extraña me da imaginarme a Harrison Ford a mi edad diciendo “a la mierda, seré carpintero”. Aunque, evidentemente, me dan más paz los ejemplos más cercanos a mí, como mi amiga C. Referentes mucho más realistas y sin ese tufillo del relato del éxito que tanto intoxica estas narrativas, un éxito que, aun siendo tardío, sigue apestando a capitalismo. Hay realmente tantas personas a mi alrededor que, pasada la “juventud” (otro día hablamos de este término), han cambiado de ciudad, creado un podcast, aprendido un idioma, escrito libros o se han apuntado a clases de teatro que parece absurdo lo convencidas que estamos de que esta sensación “solo me pasa a mí”. Creo que eso es lo que hay en el fondo de este asunto. El miedo a quedarte atrás es el miedo a quedarte sola.
Con este panorama, es bastante lógico notar un cosquilleo de inquietud cuando una amiga con la que tenemos planes de futuro se echa novia, o cuando una colega artista decide dejarlo y opositar. Estos caminos no marcan necesariamente un giro hacia la normatividad, pero el miedo a que lo sean forma parte del mecanismo capitalista que busca en nosotras productividad y aislamiento. La sensación de ir quedándote sola en el barco es una herramienta de control (“¿no estás ya mayorcita para esto?”, “¡se te va a pasar el arroz!”) y una muy efectiva. Sobre todo, si la decisión de quedarte en ese barco es una decisión consciente, porque requiere de un compromiso difícil de consolidar. Precisamente en una presentación de Nosotras vinimos tarde, una asistente puntualizó el papel de las ventajas derechos fiscales que ofrecen los caminos a los que estamos forzadas a orientarnos: un matrimonio, una hipoteca o unas oposiciones te aseguran un cierto lugar legalmente reconocido, una cierta garantía. No hay leyes que respalden otras líneas vitales. Por poner un ejemplo, no existen vinculaciones legales con las amigas, haciendo mucho más complicado la construcción de proyectos sólidos desde ahí. El miedo a quedarnos atrás, a quedarnos solas, nos impulsa a buscar el refugio más seguro. Pero creo que el miedo también puede desaparecer si suficientes de nosotras nos quedamos “atrás”, porque eso significa que el concepto de “atrás” puede transformarse en algo amable.
“Me da mucha rabia el tiempo perdido”
También he escuchado esta frase en los talleres sobre bisexualidad que he hecho en los últimos años. Dar con un aspecto clave de tu identidad es algo que celebrar, pero cuando el hallazgo se siente tardío, viene acompañado de un sabor amargo. Hacemos encajes de bolillos pensando en qué habría pasado de haber dado antes con ese camino, qué vida podríamos haber tenido, y si, y si. Es una sensación parecida a la que acompaña a un duelo repentino: repasar una y otra vez todas las decisiones tomadas para encontrar la ventana por la que podríamos habernos encaminado en otra dirección, como si hacerlo fuera a cambiar el presente. Escucho un audio de mi amiga T mientras compro tomate frito en el supermercado: “Claro que, si no hubiesen pasado x cosas, podría haberse evitado el resultado. Pero a lo mejor habrían pasado otras peores”. Está claro que si algo no nos falta a las millenials es perspectiva.
No tengo respuestas para sobrellevar esta sensación, pero sí algunas pistas. Precisamente, las he encontrado al mirar atrás un tiempo después de hacer aquello para lo que sentía que llegaba tarde. Por ejemplo, cuando salí del armario recuerdo que sentía que era tardísimo para hacerlo, y ahora miro atrás y pienso: “Cariño, pero si eras un bebé. ¡Mira todo lo que has vivido desde entonces!”. Y, para sorpresa de nadie, esto se hace mucho más llevadero si una se rodea de esos brazos que, como aquella tarde, nos sostienen sin juicio y nos recuerdan que esa vergüenza no es nuestra, que podemos atravesarla y llegar al otro lado. Y de paso, así tal vez un día aprendamos que esos brazos también pueden ser los nuestros. En ello estamos.