El trabajo es la lágrima
He estado en trabajos que han agotado todas mis reservas vitales y la gente me felicita. He estado tremendamente estresada y desubicada con mi precario sistema inmunitario y sus ritmos, y el mundo me daba la enhorabuena.
Trabajo. Del lat. vulg. *tripaliāre ‘torturar’, der. del lat. tardío tripalium ‘instrumento de tortura compuesto de tres maderos’.
Dice Mayte Gómez Molina que hay un trabajo antes del trabajo. Que “la ausencia de oficio es una jornada completa”. En Los trabajos sin Hércules cuenta la poeta que, si no produces, te vuelves invisible. Por eso, asegura, se cose esos hilos y se vuelve marioneta de sí misma.
“Los días siguen, y vivo en la extraña sensación de que son ellos quienes me viven, y yo soy el tiempo que ellos recorren”, contaba el poeta portugués Mário de Sá-Carneiro.
No estoy tan alejada del sistema ni de mi propia genealogía de gente curranta como para no entender por qué se trabaja. A su vez, me cuesta más y más comprender por qué esta pregunta no se encuentra ya en el centro de TODO.
Hurgo en la herida que me deja un cotidiano donde nada escapa a la monstruosidad laboral. Entre tener trabajo y no tenerlo lo que se va es la vida.
El contrato social que no firmé. El que cada vez me da menos pruebas de su existencia, no sostiene los robos de mí misma a los que me somete su tiránica maquinaria. Su promesa, siempre de futuro, es un presente que tampoco llega.
A esto se suma que me hago vieja. Que El entusiasmo ya no me alimenta las mentiras.
Aclaro. Cuando hablo de trabajo estoy hablando de la estructura que ordena el mundo y que nos hace a su imagen y semejanza. Hablo de ese momento en el que el producto que hay que transformar ya somos nosotras. Hablo de que casi no queda espacio interno y externo que escape a las inercias del consumo.
“Lo que sucede es que no deja de parecerme irrisorio y sorprendente donar siete horas de mi día, donarlas así, sabiendo que la muerte existe, y muchas cosas hermosas existen, y muchas cosas terribles, y trabajar así, como si no pasara nada, como si uno no viniera a la tierra por un tiempo breve”. La siempre lúcida Alejandra Pizarnik.
Desde el imaginario público da la sensación de que la explotación o la autoexplotación se viven como un regalo, mientras palabras como “vaga” o “floja” se siguen concibiendo como insulto
Por esto, últimamente, quien se caga en el trabajo me alegra el día. Se abre en ese malestar una brecha. Una posibilidad de que las tripas se organicen.
En un mundo donde una obrera puede convertirse en enemiga de otra, que exista complicidad en el hecho de que trabajamos porque no nos queda de otra ya es mucho.
“Basta con que dos o más personas se reúnan para poder comenzar a colectivizar las tensiones que el capitalismo generalmente privatiza”. Lo dijo Mark Fisher.
Es una pena que la articulación de la vida que propone el trabajo asalariado siga siendo el eje identitario de toda liberación personal. El empache de éxito que desde todas las redes sociales recibimos asociado a la actividad de cada cual no se parece a los dramas que me rodean y que tienen como centro el trabajo o, como dice Gómez, la ausencia del mismo.
Desde el imaginario público da la sensación de que la explotación o la autoexplotación se viven como un regalo, mientras palabras como “vaga” o “floja” se siguen concibiendo como insulto. Que se lo digan al pueblo andaluz, con siglos cargando un estigma que defiende la explotación colectiva. Qué anarquía más obediente se nos ha quedado.
Incluso en grupos supuestamente críticos con la norma, he visto a peña hipervigilante con quienes estamos intentando proteger algunas de nuestras partes de la identidad productiva. Policías de la explotación. Carceleros del capital.
Se parecen a esas masculinidades hegemónicas que presumen de lo mucho que trabajaron como pase legítimo para ejercer todo tipo de violencias. Ellos se lo ganaron. Pulserita de “todo incluido” para el buen trabajador.
Si quieres entrar al cielo, genera plusvalía.
Hemos criticado hasta la saciedad al amor romántico mientras nos dejábamos la vida en el trabajo romántico. Dijimos que no todo era capitalismo y ahora, da la sensación, nada lo es.
¿Por qué lo que no es trabajo se parece tanto a él?
Mientras el trabajo asalariado siga siendo la vía por la que somos consideradas personas, el acceso a un curro justo seguirá siendo un derecho. Sin embargo, quienes queremos acercarnos a la estructura desde una mirada que ponga la vida en el centro —en la que no tengamos que ganarla— nunca deberíamos dejar de pensar cómo sería un mundo donde la explotación laboral, tal y como hoy es, no es la base de nuestra identidad individual y colectiva.
Las impostoras no somos nosotras, son las varas de medir del mundo laboral
La estructura para la que nunca somos suficientemente buenas también se llama trabajo. El espanto que la mayoría sentimos ante nuestra propia mediocridad en los entornos labores no es precisamente una política de vidas en el centro. Nadie tendría que someterse a vergonzosos indicadores de rendimiento.
A ver si nos enteramos. Las impostoras no somos nosotras, son las varas de medir del mundo laboral. La angustia que nos produce defraudarle es de las peores relaciones violentas. Mientras, el trabajo no solo nos defrauda, sino que tiene la capacidad de acumular la mayoría de palos que recibimos en nuestro día a día.
Demasiado preparadas estamos para una fábrica que no nos llega ni a la suela del zapato. Que no nos paga ni con amor ni con tiempo —algunas ni con dinero— la inmensa sabiduría que depositamos en los servicios prestados.
Trabajar es un derecho, sí, pero también es, tal y como existe, una de las estructuras más violentas. Abordar el alcance de su ideario y de su lenguaje a la hora de organizarnos y pensarnos sigue siendo más que necesario.
A estas alturas es tan mezquino pedir a una sola persona que pare el mundo como no generar desde lo colectivo los paradigmas que posibiliten imaginarios más vitales y compartidos para que en lo laboral la angustia no la vivamos hacia dentro y con vergüenza.
He estado en trabajos que han agotado todas mis reservas vitales y la gente me felicita. He estado tremendamente estresada y desubicada con mi precario sistema inmunitario y sus ritmos, y el mundo me daba la enhorabuena.
Todo estaba bien cuando lo que sobraba era el trabajo. “Trabajo es salud”, me decían. “El trabajo es lo primero”.
Cuesta expresar y colectivizar cuando en el afuera constitutivo no se cambia la narrativa. Cuando, en lo referente a lo laboral, la palabra violencia no aparece por ningún sitio.
Me sigo sintiendo sola y culpable ante mis quejíos laborales. Siento la mayoría de veces que —salgo excepciones amorosas de las que me rodeo— tengo que demostrar que el trabajo me gusta, que estoy haciendo lo suficiente para encontrarlo, disfrutarlo o aguantarlo.
Como si la precariedad no fuera ya jodida, el mundo espera que tengamos una predisposición siempre óptima hacia la idea del trabajo. Un cuerpo secuestrado por su terminología. Un “abierto 24 horas” en nuestras carnes abiertas.
El trabajo ni es salud ni es lo primero. Es más lo que Mayte Gómez nos dice: “Lo más cercano a la lágrima”.
Por el derecho a quejarnos, a maldecirlo y renegarlo. Por el derecho a nombrar sus violencias. A esquivar sus eufemismos. A llamar a las cosas por su nombre.
Tener que ganarse la vida es una mierda.
Dejadnos llorar en paz.