Los deseos de los lunes sin tregua

Los deseos de los lunes sin tregua

El deseo nos corroe, como un remordimiento, porque siempre está pegado a nuestros pasos, que están planificados ya solo como consumo.

24/01/2024

Ilustración de Jorm Sangsorn (iStock).

Hubo un tiempo en que las niñas leían libros debajo de las sábanas, alumbrándose con una linterna. U ocultando los libros en sus rodillas mientras en la mesa hacían como que terminaban las tareas escolares. Ese era un deseo genuino, clandestino, que no respondía a la individualidad, sino a un diálogo con el mundo, que su propio mundo material no podía satisfacer.

En esta superficie cambiante respondemos a los estímulos como si estos fueran una llamada de nuestro deseo más interno, mientras por debajo, mucho más sigilosos, siguen bullendo unos deseos a medio hacer, la llamada para elaborar los pasados, las historias inconclusas, los traumas y también otros que nos impelen a entregarnos al goce, a la búsqueda del hedonismo: danzar sin control, leer hasta que se nos caigan los párpados, practicar sexo sin mirar la hora, vincularnos a los otros con una comprensión más honesta.

Ese mundo deseante que sobrevive a duras penas está repleto de historias de silencio familiar, de abuelas que tienden y destienden las sábanas, de hijos que no pudieron regresar, de migración nacional, de cunetas, de delantales negros, de pisos en ciudades de provincia con las paredes tapizadas con papel pintado, de padres cuyos secretos acabaron convirtiendo el deseo en una herencia insoportable.

El deseo nos corroe, como un remordimiento, porque siempre está pegado a nuestros pasos, que están planificados ya solo como consumo. No podemos separarnos de él, como no podemos separarnos de la lengua materna aunque hablemos otras lenguas, porque el deseo solo se puede elaborar o reprimir.

Nuestra relación conflictiva con él nos obliga a un ejercicio perverso: el capitalismo lo elabora y nos lo sirve preparado, envasado, en bandeja. Dice “este es el botoncito que te dejará satisfecha”. Pero nunca lo hace. Acabamos confundidas, convencidas de que ese era nuestro deseo, pero con una sensación de incompletud que nos obligará a necesitar más. No existe recompensa porque el deseo necesita mucho espacio para crecer, para distinguirse de su entorno, para salir del teletrabajo, las citas, los recados, los WhatsApps a deshora, las personas a nuestro cargo, las menciones, los dolores.

La medialidad nos engaña porque parece que hablamos. En realidad, siempre parece que estamos hablando y la palabra, como dice el psiconalista Massimo Recalcati, es la ley fundamental porque “establece que siendo el ser humano un ser de lenguaje, siendo su casa la casa del lenguaje, su ser solo puede manifestarse a través de la palabra”.

Elaborar el deseo es una tarea con las palabras, pero para construir un discurso hace falta, sobre todo, tiempo. La falta de perspectivas, la falta de asideros, de herramientas y de tiempo conviven hoy en día con el mito del self-made man, un hombre que consigue convertirse en su propio jefe, en su propio éxito, en su propio padre y que no necesita el lenguaje como filiación, como construcción, porque los otros no forman parte de su imperio, no tienen nada que ver con su destino, son bonitos instrumentos del capital.

La paradoja es que muchas de nosotras preferimos que las tareas no se terminen nunca, porque el deseo ha sido construido como subversión

Las mujeres lo tienen todavía más complicado respecto a la proyección de su deseo. Además de a la ley de la palabra, han estado históricamente subordinadas a las leyes masculinas. No solo en la jerarquía familiar, sino también, por supuesto, socialmente. Su habla, es decir, su manera de construirse como sujetos, ha sido muy limitada: en el ámbito doméstico (por no hablar de todos los demás) su lenguaje es el lenguaje de la sutileza, del levantarse la primera sin hacer ruido y acostarse la última después de terminar en silencio la tarea doméstica. Como recordaba la filósofa Julia Kristeva respecto a la maternidad, “una madre es una partición permanente, una división de la propia carne. Y por tanto una división del lenguaje: desde siempre”.

Casi todas nos encontramos atrapadas en la obligatoriedad de una vida que, en el mejor de los casos, no nos cuenta nada de nosotras mismas. Más grave que vivir en un eterno lunes que no acaba está el hecho de no saber cuál es nuestro deseo, dónde encontrarlo. Los lunes sin tregua son esa superficie de estímulos, mientras que los deseos son un territorio que ya no puede emerger de manera espontánea, como las niñas que escondían sus libros para leerlos en secreto, porque están limitados por los condicionantes del tener que hacer, que llegar, que ser.

La paradoja es que muchas de nosotras preferimos que las tareas no se terminen nunca, porque el deseo ha sido construido como subversión: siempre hay una lavadora que poner, un e-mail por escribir, una cita médica que concertar. En el momento en que se acaban (los deberes están cumplidos, la casa está recogida, la comida está hecha), sobreviene un incómodo abismo: el silencio. Un silencio distinto al de nuestras madres, pero muy parecido, porque hay que encontrar palabras en él, unas palabras que no nos han enseñado a elaborar, solo a reprimir. Esas palabras somos nosotras. Tienen nuestra forma y nuestra voz. Nos pertenecen.

 

Este artículo pertenece al anuario número 9 de #PikaraEnPapel, publicado en 2021. Lo puedes comprar en nuestra tienda online.
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