Si te vuelves a follar a tu agresor
Es durísimo emocionalmente reconocernos a nosotras mismas que esa persona a la que queremos, apreciamos, admiramos e, incluso, en muchas ocasiones deseamos nos haya agredido.
“—Me he enrollado con Carlos Vermut. Fue una puta mierda”. Con estas palabras empezaba a contarle a una amiga por WhatsApp el episodio que había vivido la noche anterior una de las mujeres que han denunciado mediáticamente al director de cine, según informó El País. Al leerlas, el estómago me da un vuelco de 180 grados.
Cuando yo tenía 17 años, una nochevieja, varias personas fuimos a casa de un amigo común y bien conocido. Yo no solía beber, pero aquella noche lo hice y doblé. Vomité en el baño (no es metonimia, vomité por todas partes excepto dentro del retrete) y recuerdo limpiando el desastre a otra de mis amigas que iba casi tan borracha como yo. Poco después, me tumbaron en la cama y allí me quedé, seminconsciente. Al rato, el dueño de la casa llegó y se tumbó sobre mí. Empezó a comerme la boca (que debía de saber a las profundidades del averno) y a meterme la mano por dentro de las medias. Yo prácticamente no me podía mover, pero tuve la enormísima suerte de que una arcada histórica me recorriese el esófago y volver a potar, en ese momento, prácticamente encima de él. Gritó que qué asco y se apartó.
Al día siguiente, yo a mi amiga le conté que “me había enrollado con X”. Seis años y una vida de politización feminista después, fui capaz de abandonar el relato de “me enrollé con” y empezar a articular la frase “sufrí una agresión sexual por parte de”. Dudo siquiera que él fuese consciente de que aquello fue lo que realmente pasó.
Pocos meses antes, yo había estado liada con un chaval algo mayor que yo. Cierto día me confesó que era virgen, algo que le producía mucha vergüenza a su edad. Había llegado a comprarse el Sex crack, de Mario Luna (¿recordáis aquel libro infame?) para conseguir mojar. Esa tarde, en su casa, a plena luz del día, estando yo voluntariamente metida dentro de la cama y liándome con él, de pronto me agarró de las muñecas para inmovilizarme y anunció: “Voy a follarte”. Yo también era virgen, le dije que no. Lo ignoró, claro, y empezó a intentar metérmela hasta que rompí a llorar y suplicarle que parase. Su reacción fue el castigo: quitarse, sí, pero retirándome asimismo la palabra, haciéndome el vacío y diciéndome que debería irme de su casa. Mi reacción fue la culpa: no me vestí, permanecí allí, desnuda, intentando volver a ganarme su aprobación, preguntándole si se encontraba bien, insistiéndole en que se expresara y regresara conmigo a la cama. Tratando yo misma de normalizar lo que había ocurrido. De nuevo, me llevó más de un lustro e incluso alguna que otra quedada de colegueo con el susodicho nombrarlo violencia sexual.
La cosa es así: si has sufrido violencia sexual y lo cuentas, por defecto, mientes. Si lo cuentas demasiado rápido, es porque llegaste a tu casa y te arrepentiste; ya sabemos que a las mujeres el sexo no nos puede gustar, así que es altamente probable que acabemos arrepintiéndonos de tenerlo. Si lo cuentas pasado el tiempo, claramente lo que buscas es atención, casito y sacar cacho, porque si no lo habrías contado antes. Si estás deprimida después, tergiversas los hechos porque eres una loca que necesita atención psiquiátrica, aunque lo que te haya provocado ansiedad haya sido la violencia sexual. Si estás cabreada, eres una incendiaria que solo quiere destrozarle la vida a algún hombre, porque odias a todos, y pobre del tipo al que has señalado con tu testimonio. Y si vuelves a follártelo… ay de ti como vuelvas a follártelo.
Existe una casuística muy, muy específica bajo la cual sí cuentas con alguna posibilidad de que te crean: cuando la agresión se ciñe, de forma absolutamente estricta, a los relatos del terror sexual, que diría Nerea Barjola. Cuando la agresión ha sido sorpresiva, por parte de un desconocido, de un depredador, de un monstruo deshumanizado que acecha a mujeres tras los arbustos para abalanzarse sobre ellas cuando se hallan desprevenidas, indefensas, absolutamente despojadas de su agencia, cuando cumplen a rajatabla el mandato de ser objeto sobre el que otros ejercen poder. Mejor todavía si el agresor era migrante, entonces sí, entonces estarán contigo de cabeza. Aunque aquí también entran en juego determinados matices: que no estuviera demasiada entrada la noche, que no volvieras de fiesta, que no regresases borracha y sola. Porque entonces, tampoco. Entonces, aunque te crean, la culpa será tuya, te agredieron por imbécil, por haberte creído que podías hacer lo que te daba la gana. Siendo una mujer, ¡acabáramos!
Estamos tan imbuidas en la cultura de la violación que hemos acabado asimilando como “sexo” lo que en realidad es violencia sexual
Sin embargo, según la macroencuesta realizada por el Ministerio de Igualdad en 2019, el 70,6 por ciento de las mujeres que habían sufrido violencia sexual fuera del ámbito de la pareja afirmaban que esta había sido ejercida por parte de un familiar, amigo o conocido; el 48,3 por ciento de las agresiones tuvieron lugar en una casa (la de la víctima, la del agresor o la de otra persona). El 40,7 por ciento de las mujeres declaraba no haber buscado ayuda formal porque consideraron que “tuvo muy poca importancia/no era lo suficientemente grave/no era necesario o NO LO CONSIDERÓ VIOLENCIA”.
Y ahí, para mí, reside una de las claves de las que no nos han dejado hablar lo suficiente. Y es que no siempre que decides mantenerte en silencio es por miedo a las consecuencias por parte de tu agresor o por temor a no ser creída (que también es uno de los principales motivos). Muchas veces, tú misma no sabes qué es lo que ha pasado. Los motivos son diversos: por un lado, estamos tan imbuidas en la cultura de la violación que hemos acabado asimilando como “sexo” lo que en realidad es violencia sexual, haciéndose con frecuencia indistinguible para nosotras (sobre todo cuando la agresión no se ajusta a esos relatos del terror sexual que mencionábamos). Por otro, es durísimo emocionalmente reconocernos a nosotras mismas que esa persona a la que queremos, apreciamos, admiramos e, incluso, en muchas ocasiones deseamos nos haya agredido. La primera reacción suele ser buscar excusas: lo hemos malinterpretado, somos unas exageradas, le hemos enviado señales equivocadas, el pobre tenía ansiedad, se sentía solo, no sabe gestionar sus emociones, no le hemos generado un entorno de suficiente confianza para que pueda salir de esa masculinidad hegemónica en la que viven encerrados…
“A lo mejor no tenía muchas ganas, pero sabía que eso iba a pasar. Y me daba miedo no hacerlo. Intenté convencerme de que esa manera de concebir las relaciones me tenía que gustar; en muchas ocasiones disociaba o trataba de reconducirlo para que fuera tierno, pero no lo conseguí”, declaraba otra de las mujeres del caso Vermut a El País.
A esto se suma que la cultura de la violación tiene por costumbre tomar en cuenta a la hora de otorgar o no credibilidad a una mujer fijarse en absolutamente todas sus conductas excepto en aquellas relativas al momento de la agresión sexual. Prestarán atención a si antes, en tu vida, habías follado con muchos o pocos de fiesta, a si te habías montado orgías o te molaba la monogamia absolutista y la postura del misionero; pondrán el foco en si después disfrutaste de un helado con tu familia, si te hiciste un trío o te encerraste en tu casa cual monja de clausura que, por el trauma, renuncia para siempre al ámbito del sexo. Nunca, nunca, se interesan por saber si, en el momento concreto de la agresión, dijiste que sí, dijiste que no o te quedaste en silencio. Y JAMÁS de los jamases prestarán un mínimo de atención a la conducta del agresor. Eso sí que no es relevante.
Recordemos que, en el juicio por la agresión de San Fermín, la defensa tuvo a bien presentar como prueba para tratar de deslegitimar a la víctima una foto que ella misma había publicado en su Instagram en la que aparecía una camiseta con la frase “hagas lo que hagas, quítate las bragas”. Para la machosfera digital (y, por desgracia, también judicial), aquel era un síntoma inequívoco de que la chica era una suelta, que en verdad quería.
Una agresión sexual no se define por NADA que no sea la conducta del agresor
Porque todo el mundo sabe que, si eres una de esas mujeres traidoras de los mandatos de género a las que les gusta el sexo, o, aunque no les guste, lo practican y además no lo esconden, eres inviolable, porque toda violación será algo que, en el fondo, deseabas. Y, consintieras o no, si lo deseabas, eso exculpa la conducta del pobre señor que te atacó. ¿Cómo iba este a ser culpable? ¡Si casi te hizo un favor, cumpliendo tus deseos!
Por eso, probablemente lo más revolucionario que encontramos en los testimonios de las víctimas de Carlos Vermut (presuntas, presuntas, que no tengo dinero para asumir demandas) es que hayan logrado hablar explícitamente de que, tras el episodio primero de violencia sexual, continuaron acostándose con él y que esto, en ningún caso, es algo que anule la conducta agresora del agresor. “Nos acostamos otras veces, de forma esporádica, a lo largo de un año y medio. Nunca fue como la primera vez, aunque siempre hubo forcejeos y violencia en el sexo”, declaraba la misma que había enviado el mensaje con el que iniciábamos este artículo.
Ahí radica el verdadero cambio de paradigma que, entre todas, estamos construyendo. Porque una agresión sexual no se define por NADA que no sea la conducta del agresor. Ni por que la víctima se resistiera o no lo suficiente. Ni por que no se enterase a causa de estar inconsciente. Ni por que luego se hinchase a helados de menta. Ni por que le guste hacer el amor católica y apostólicamente o practicar BDSM. Ni por que salga corriendo desangrada hacia el hospital más cercano para poner una denuncia o vuelva a follarse a su agresor las veces que le venga en gana, por los motivos que ella considere oportunos: falta de consciencia sobre lo que ha pasado, reparación psicológica del trauma e, incluso, puro placer, llegado el caso. Así que ignorad a todos los Josés Coronado de vuestros entornos: hablad cuando queráis, con quien queráis, narrando lo que queráis. Nunca, jamás, vamos a lograr ceñirnos al mandato inalcanzable de ser “la buena víctima”, así que, ¿para qué molestarnos en intentarlo?