Cárceles para lavar la disidencia
Las cárceles son lavaderos. Así las llaman las personas LGTBIQA+ latinoamericanas que han sobrevivido a procesos de violencia, castigos de reconversión y discriminación entre rejas. La exclusión les acerca las puertas de los centros penales. Pero en la entrada esperan también compañeras organizadas que son familia, arte y sanación
Se abre el telón. Aunque las rejas sigan cerradas. Aunque ayer cortaron el cabello a una de ellas como castigo y a otra la sacaron en una caja. Se abre el telón y, aunque la identidad no es un disfraz, ese escenario es la excusa que permite pasar el maquillaje por los controles para que muchas puedan despojarse del personaje que no son. De la división que regula todas las cárceles del mundo, arquitectónicas y corporales: mujeres, allí; hombres, aquí. Cuando se cierra el telón, las rejas siguen selladas. Clausurando la posibilidad de elegir a dónde ir, a quién ver. Pero, ni aún entonces, la libertad de elegir quién ser.
“Hablamos de las olvidadas de los olvidados en la cadena del acceso a los derechos”, enuncia Ari Vera. Es la presidenta de la Red Corpora en Libertad, la plataforma donde se unen las organizaciones que trabajan por los derechos de las personas LGTBIQA+ privadas de la libertad en América Latina. En agosto fue también la anfitriona del primer congreso internacional de este colectivo. Ahora, la Red presenta la primera investigación exhaustiva sobre los condicionantes sociales y materiales que acercan las cárceles a las personas LGTBIQA+ en Centroamérica. Tras los datos, arrojan luz a aquellos lugares que gobiernos, organizaciones y civiles nos empeñamos en esconder y clausurar. Narran y acompañan historias como la de Sharon.
Sharon también corría el día que se fue de su casa. Corrió tanto en aquel primer día en que se lanzó a la calle como la última vez que la pisó. Corría por decisión, no es que sus padres la hubieran “corrido” de casa, como dicen en su México natal. Ella, que prefiere no dar su apellido, como otras entrevistadas, se había adelantado, se había escapado por miedo a la discriminación, al rechazo. La última vez que pisó la calle, antes de entrar en el reclusorio, corría por supervivencia. El hombre que la seguía también corría, pero dejó de hacerlo cuando la alcanzó y comenzó a manosearla. Ella se defendió. Así lo relata en el libro “Desde el alma”, impulsado por la organización Almas Cautivas, uno de los ejes sobre los que se sostiene la Red Corpora en Libertad. El expediente del centro penitenciario en el que ahora habita Sharon narra una historia muy diferente: robo a mano armada por una mujer trans.
“Las cárceles se han utilizado como un medio para controlar las sociedades y, de alguna forma, vivir en eso que han llamado cultura de paz”, cuenta Ari Vera, también desde México, “y esto lo entrecomillo, porque la realidad es que muchas veces las cárceles son utilizadas como una herramienta para hacer limpiezas sociales”. Lo que está al otro lado del telón es fácil de olvidar. Sobre las tablas solo se muestra lo impecable, lo normativo, lo deseable. La ropa limpia, el personaje imitable.
Katalina Ángel Ortiz Sánchez es la viva imagen de la organización colombiana sobre la que también se asienta la Red y de la que es una de las fundadoras: Cuerpos en prisión, mentes en acción. Llena de tatuajes y con el pelo y los labios de colores es incapaz de hablar de su experiencia en la cárcel sin mencionar el teatro, la radio, el cine. “Nos tomamos esos espacios”, narra, “el arte me hizo reconocer una mujer que no sabía que existía, nos permitió defendernos, dignificar nuestras vidas dentro de la cárcel”. Ahora, lejos de las rejas y los telones, impulsan performances como “El lavadero”. Recorren las calles en las que habitualmente trabajan las mujeres en situación de prostitución de Bogotá haciendo rodar una pila móvil. Con un montón de ropa de papel en blanco se acercan a la gente y le preguntan: dime algo que te mancha la vida. Sacan del cajón la ropa arrugada y herida. La hacen recorrer las calles, a la vista del mundo.
Ari Vera: “Las cárceles se han utilizado para controlar las sociedades y, de alguna forma, vivir en eso que han llamado cultura de paz”
Cuando Sharon salió de su casa tenía 11 años. De acuerdo a los datos arrojados por la Red Corpora en Libertad, el 32 por ciento de las personas LGTBIQA+ privadas de libertad encuestadas en Centroamérica han reconocido haber vivido alguna vez en la calle; esta cifra asciende al 57,3 por ciento en el caso de las personas trans. El 76 por ciento de ellas lo hicieron antes de los 17 años. Sonia también se fue cuando la expulsaron de la escuela por no vestir acorde a su género. Kendra, tras recibir los golpes de su padre. La calle no fue un lugar amable para ninguna de ellas. “No te podría decir que fue la perdición”, afirma Sharon, “pero probé cosas que no me hubiera gustado haber probado, como el prostituirme y empezar a consumir drogas”. Cuando, años después, Sharon se reconcilió con su madre y volvió a casa, continuó ejerciendo la prostitución para poder mantener a sus hermanos.
“Es difícil confiar en este sentido de reinserción de las cárceles porque, en primer lugar, habría que creer que a las mujeres trans se les ha permitido insertarse alguna vez en la sociedad latinoamericana”, reflexiona Ari Vera. “La precariedad económica, la exclusión en el acceso a los derechos básicos como la salud, la educación, a una vida libre de violencia, a un empleo digno, acerca las puertas de los centros penitenciarios a las personas LGTBIQA+”, resume.
Las organizaciones de la Red Corpora en Libertad hablan de las cárceles como un borrado, un lavado social. Como ese lavadero escondido que permite a las sociedades mantener la ilusión de homogeneidad y normatividad. No solo porque lo que está detrás del telón no existe, sino porque quien está en las cárceles ha cometido un delito. Es culpable, no excluido. El algodón está blanco. “Es muy fácil señalar a una persona LGTBIQA+ para meterla en un centro penitenciario y no verla en mi barrio”, denuncia Ari Vera, “porque, además, el testimonio de una persona LGTBIQA+, y especialmente el de una persona trans, es muy poco confiable ante un juez, tenemos muchos casos en los que el testimonio de quien hace la denuncia es automáticamente válido”.
El 32 por ciento de las personas LGTBIQA+ privadas de libertad encuestadas en Centroamérica han reconocido haber vivido alguna vez en la calle.
El testimonio de Sharon frente a su denunciante apenas fue tenido en cuenta. Tampoco el de Cristal frente a la familia que la denunció por secuestro. A los pocos minutos, ocho policías entraron en su casa al grito de “eres un puto”. La justicia también es un personaje que sube al escenario cada vez que se abre un juicio. La vemos con los ojos cerrados, para ser objetiva. Con los oídos tapados, persiguiendo la imparcialidad. A Ari Vera se le escapa una carcajada ácida. “Por supuesto que la justicia lee, claro que escucha, claro que tiene prejuicios, claro que tiene oídos”, señala, “y se manifiestan en las sentencias”.
En la cárcel, las personas LGTBIQA+ sufren un doble castigo. “Las prisiones solo deberían interrumpir un derecho constitucional: el de la libertad de circulación”, afirma Bianka Rodríguez, directora de la asociación salvadoreña COMCAVIS TRANS, también en el consejo directivo de la Red Corpora en Libertad. “Pero si ya hay una vulneración de derechos de las personas LGTBIQA+ fuera de las prisiones, en estos contextos ocurre todavía más”, denuncia.
Tras la detención, Sharon estuvo más de mes y medio viajando de un Centro Penitenciario a otro. En el primero, un centro femenino, la tenían aislada por medidas cautelares. “Supuestamente corría el riesgo de que me metiera con una tipeja”, afirma. Sin visitas ni posibilidad de contacto con su familia. Cuando la trasladaron al reclusorio masculino, le cortaron el pelo, le quitaron las uñas postizas y las pestañas. “Tuve más discriminación de las autoridades que de las mismas compañeras”, afirma, “me desnudaron y fue con palabras obscenas, con groserías, me decían que no era hombre, que era gay, que era trans, que no podía estar allí”. Bianka Rodríguez lo expresa así: “se les obliga a estar en una prisión dentro de su propio cuerpo”.
De acuerdo al informe de la Red Corpora en Libertad, el 20,2 por ciento de las personas LGTBIQA+ privadas de la libertad centroamericanas manifiesta haber sufrido golpes y maltratos físicos en el momento de la detención. En el 61,7 por ciento de los casos, los maltratos son perpetrados por custodios y operadores penitenciarios. El 92 por ciento de las encuestadas no tiene permitido recibir visita conyugal. Esta cifra asciende al 97,4 por ciento en el caso de las personas trans.
Existen alrededor de 70 países en el mundo, según los informes de ILGA (Asociación Internacional de Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans e Intersex) donde se criminalizan las relaciones consensuadas entre personas del mismo género. En muchos códigos penales se manejan estos términos de la sodomía, la falta de moral, la perversión. No son tantas las organizaciones LGTBIQA+ que trabajan con personas encarceladas y privadas de la libertad. “Pareciera que esta agenda es la vergüenza del colectivo LGTBIQA+”, afirma Ari Vera, “resulta inconveniente para alcanzar el matrimonio igualitario, la adopción, para poder demostrar que somos ciudadanos y ciudadanas de prestigio, de buen comportamiento, merecedoras de los mismos derechos que el resto de la sociedad”.
No obstante, algunas organizaciones sí se asoman por detrás del telón. En su mayoría, son agrupaciones de mujeres trans. Según Ari Vera, eso no es casualidad. “Pareciera que las mujeres trans tenemos tan normalizada la violencia hacia nuestras historias que vemos como una posibilidad, en algún momento de nuestra vida, el paso por la cárcel”, señala con tristeza. Atraviesan los controles haciéndose pasar por amigas y familiares y llevan los recursos imprescindibles para una vida digna: arroz, frijoles, artículos de higiene, maquillaje que presentan como material para los talleres de teatro. La importancia de su acción radica en que, de acuerdo a los datos que arroja la Red Corpora en Libertad, el 47,6 por ciento de las personas LGTBIQA+ y el 72,6 de las personas trans encuestadas no reciben visitas. En los contextos de la gran mayoría de cárceles latinoamericanas, de las visitas depende la superviviencia: solo el 13 por ciento de las personas encuestadas habita en centros penales donde existe acceso a artículos de higiene, el 9,7 por ciento a uniformes, el 8,6 por ciento a colchas y sábanas, el 1,9 por ciento a calzado. Por eso, una vez las organizaciones logran hacer pasar los materiales, todo se comparte.
“Las mujeres trans tenemos tan normalizada la violencia hacia nuestras historias que vemos como una posibilidad, en algún momento de nuestra vida, el paso por la cárcel”.
La experiencia más positiva que Sharon recuerda de su largo proceso entre centros penales es haberse animado a investigar cómo regularizar el cambio de nombre en sus documentos. Para Cristal, lo mejor fue conocer los shows travesti que se realizan en las cárceles; para Eli, haberse animado a vestirse como una mujer. “Hay mucha necesidad aquí dentro”, afirma Eli, “económica y material, pero el saber que hay alguien que se preocupa por nosotras es algo muy padre”. A la salida de la cárcel, a Eli le gustaría pasar a formar parte de las organizaciones que componen la Red Corpora en Libertad, aunque ahora parezca todavía algo grande y lejano desde el patio del centro penal.
Cuando las personas privadas de la libertad salen al exterior, las mujeres que las han acompañado en su experiencia en la cárcel se convierten en la familia que, en muchas ocasiones, nunca habían tenido antes de ingresar. “Una década atrás nadie hablaba de estos temas”, analiza Katalina Ángel Ortiz Sánchez, “pero ahora sí: no es lo mismo un gato maullando que mil gatos maullando”. El encuentro de la Red Corpora en Libertad, desde ahora, se convocará bianualmente para que las representantes de las organizaciones establezcan una agenda. Una ruta conjunta para pedir a los estados que garanticen los derechos humanos. También en las cárceles, también tras los bastidores. Todas ellas, desde sus países y contextos, abren las rejas, bajan las historias de las personas LGTBIQA+ de los escenarios y las hacen recorrer las calles.