Hablemos de violencia en relaciones sáficas

Hablemos de violencia en relaciones sáficas

Hemos interiorizado la perversa idea de que hablar de violencia intragénero significa traicionar al feminismo. Sin embargo, ignorar esta realidad dificulta el poder reconocerla, nombrarla y pedir ayuda cuando ocurre lo que, en el fondo, todas sabemos que ocurre.

Texto: Elisa Coll

En la novela En la casa de los sueños, Carmen Maria Machado rescata una cita de Amy Edgington formulada en 1988, en la primera Conferencia sobre Maltrato Lésbico (entiéndase sáfico, bibollero, aquí el borrado tampoco nos exime a las bis): “¿Qué efecto tendrá en nuestros sueños de utopía bollera admitir que dicha violencia existe?”.

Hace años, mi pareja tuvo conductas muy problemáticas conmigo: chantaje emocional, intentos de limitar mi relación con algunas personas de mi entorno y amenazas si se me ocurría poner fin a la relación. Por decir unas cuantas. Yo ya sabía lo que significaba que una persona le hiciera esto a otra. Lo había aprendido a las malas, como aprendemos muchas: tiempo atrás, cuando me lo hizo un tío y el feminismo me permitió comprender lo que me había pasado y ponerle nombre. Leí sobre esto, escuché, me formé. Y aun así no supe identificar la violencia cuando la tuve, de nuevo, delante de mis narices. Porque esta vez quien la estaba ejerciendo era una tía feminista.

Me acerco a este texto como quien se acerca con un palo a un avispero. Y sin embargo ha llegado un punto en que me puede más la angustia de hacer como que no vemos el avispero que el miedo a asestarle un par de golpes.

Creo que hemos interiorizado la perversa idea de que hablar de violencia intragénero significa traicionar al feminismo. Como si temiéramos dar la razón a los energúmenos que aún dicen que la violencia “no tiene género”, barremos debajo de la alfombra la que ocurre en relaciones queer para demostrar que los nuestros son espacios de absoluta liberación e igualdad. Yo misma me reconozco cómplice, sé por qué lo hacemos: cuando un colectivo está constantemente estigmatizado, el impulso es cerrar filas y defender lo nuestro con uñas y dientes, asegurando que en el mundo que estamos construyendo no hay cabida para las formas violentas que pululan afuera. Y, aunque esta sea la intención, no hablar de lo que pasa de puertas adentro me parece deshonesto y no nos hace ningún favor. Tampoco hará que el machismo que hay afuera disminuya. Pero, sí tiene una clara consecuencia: que cueste mucho más reconocer, nombrar y pedir ayuda cuando ocurre lo que, en el fondo, todas sabemos que ocurre.

Hace poco me preguntaron por el tema de la violencia intragénero en Lo Normal , el podcast que dirigen Nerea Pérez de las Heras y Antonio Nuño en Cadena Ser. Nerea puntualizaba que la violencia intragénero estaba originalmente propuesta como parte de la ley LGTBI y trans de 2022, pero que finalmente se quedó fuera. Efectivamente el PSOE (surprise, surprise) bloqueó el reconocimiento de la violencia intragénero en la ley trans, negando sus particularidades, tal y como explicaba Marta Borraz en elDiario.es : “El PSOE argumenta que la actual regulación de la violencia doméstica y de género ya ‘da cobertura a todos los supuestos’, mientras que regular la intragénero ‘genera un plano de protección superpuesto que induce a confusión’”. La afirmación de que generar recursos específicos para la violencia intragénero “genera confusión” es un claro reflejo de la falta de reconocimiento social de esta forma de violencia y de sus peculiaridades. No sorprende que la Guía sobre violencia intragénero de la Junta de Andalucía afirme que una de sus problemáticas es que “las personas que sufren violencia intragénero no se reconocen como víctimas”, señalando la desinformación que hay al respecto como una de las principales causas. Y respecto a esta desinformación, creo que tenemos que prestar atención a nuestra propia parcelita de responsabilidad.

“Negar la existencia de la violencia intragénero para subrayar la gravedad de las violencias machistas, y viceversa, no es ni útil ni necesario”

Carmen Maria Machado dice, al narrar la relación de violencia que vertebra su novela: “Si tu familia se entera, seguramente pensarían que eso confirma todas las ideas que siempre han tenido sobre las lesbianas, y desearías que fuese un hombre porque entonces, por lo menos, su actitud podría ratificar las ideas que la gente tenía de los hombres”.

Parece mentira que haya que decirlo, pero negar la existencia de la violencia intragénero para subrayar la gravedad de las violencias machistas, y viceversa, no es ni útil ni necesario. A menudo ocurre incluso sin darnos cuenta, la línea es fina. Es algo que subyace a discursos que, aun siendo a priori feministas, caen en el simplismo, el esencialismo y el binarismo. Discursos del tipo “relacionarse con hombres=mal y relacionarse con mujeres=bien”, consignas como “compañera no duermas con el enemigo” o la idea de que “entre mujeres o gente queer las relaciones son igualitarias y como mucho hay dramas o gestiones complicadas” refuerzan la idea de que la violencia es inherente en las relaciones con los hombres (este tema para otro día) pero, sobre todo, alimentan la falacia de que la violencia no tiene cabida en relaciones queer, o de que en todo caso no es lo suficientemente grave como para prestarle atención. Estos discursos también ignoran otros desequilibrios de poder que se pueden dar en una relación como la clase, la racialización o la edad, alimentan la bifobia, comparten peligrosos puentes con el esencialismo de los discursos terf y, de nuevo, hacen que nos cueste mucho detectar una relación violenta cuando quien opera no es un hombre cis heterosexual.

No estoy diciendo nada nuevo y Carmen Maria Machado se encarga de recordárnoslo en su novela: “Cuando se estableció el diálogo sobre maltrato doméstico queer, a principios de los años ochenta, las activistas repartían folletos (…) Pero algunas lesbianas [de nuevo, supongo que también se refiere a las bis] intentaron restringir la definición de maltrato a las acciones masculinas (…) Las mujeres ‘de verdad’ no maltrataban a sus novias”.

De hecho, muchos de los conocimientos sobre violencia de género nos pueden ayudar a entender la violencia intragénero y aquí, precisamente, las bis y bolleras que hayamos vivido ambas tenemos mucho que aportar. La violencia intragénero no cuenta con el respaldo de una estructura inmensa, como sí ocurre con las violencias machistas, pero toma prestadas sus herramientas y las emula en otro nivel como, por ejemplo, los mitos del amor romántico o el ciclo de las tres fases (tensión-agresión-luna de miel). Tenemos que ser capaz de hablar de las similitudes entre ambas o no llegaremos nunca a crear recursos efectivos para prevenir la violencia intragénero.

El avispero zumba y zumba, pero aún queda un último golpe antes de apagar el ordenador y no encenderlo en una semana. Ya que estamos, vamos con todo.

Y es que no son pocas las personas que, en diferentes contextos, me han relatado experiencias de violencia intragénero por parte de alguien que no solo formaba parte de las luchas feministas o LGTBIQA+, sino que en algunos casos incluso era referente dentro de estas. En la reticencia a hablar de ello aparecen elementos que ya nos suenan: miedo a perder oportunidades laborales, a disminuir en capital social, a armar un escándalo, a no ser creídas o a la expulsión de esa comunidad que tanto necesitamos. Algunos de estos casos son incluso un secreto a voces (la cara B de ese cliché tan real, “nos conocemos todas”) y no puedo evitar sentir que a veces también nosotras emulamos ese encubrimiento silencioso que tanto nos horroriza, y con razón, cuando lo hacen ellos. ¿Qué hacemos y qué debemos hacer cuando sabemos que algo así ocurre en nuestros círculos personales, sociales o profesionales? ¿Cómo lidiar con ello sin encubrir a la persona que agrede y a la vez no caer en el punitivismo?

En otro momento vital, no tan lejano, me tocó pedir perdón a una amiga que había sufrido este tipo de violencia y yo no había actuado como debía. Aún siento mucha culpa por mi forma de (no) afrontarlo. No solo quien recibe la violencia tarda en identificarla, sino también quienes la atestiguamos y no podemos (y a veces no queremos) verla. No tengo la respuesta a qué debemos hacer con este melón más allá de, por favor, abrirlo más. Sospecho que el miedo a abordarlo nace de sentir que debemos responder a la violencia con castigo, y claro, nadie quiere castigar a su compañera, a su referente. Tal vez un acercamiento que aborde este tipo de agresiones con una perspectiva más humana, menos patriarcal, ayude. Afortunadamente algunas asociaciones, como Fundación Triángulo, cuentan con servicios especializados, pero nos toca a todas meternos en este berenjenal, amigas. Esto también es una responsabilidad feminista: confrontar la tentación de ignorar las partes de la realidad que no encajan con nuestro discurso.

Una última cita de Carmen Maria Machado: “Pienso mucho en qué pruebas, si se hubieran medido, grabado o guardado, me habrían dado la razón. No ante un tribunal (…) Pero sí ante el tribunal de otras personas, ante el tribunal del cuerpo, ante el tribunal de la historia queer. ¿Cuánto vale un testimonio?”.

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