La bisexualidad acabó con mi cuerpo fallido

La bisexualidad acabó con mi cuerpo fallido

Al entender que lo que me gustaba de otras mujeres no era ser como ellas, sino ellas, al abrazar mi bisexualidad, empecé a ver mi cuerpo ya no como algo censurable sino objeto de deseo.

Imagen: Emitxin
16/04/2024

Me reconocí bisexual pasados los 35 años. Es verdad que mucho antes ya lo intuí algunas veces, pero nunca hasta entonces pude reconocerlo, casi sin querer, cuando alguien lo dio por hecho y yo no rechacé esa presunción. Quizá porque mi edad y la circunstancia me lo permitieron, pero en lugar de pánico –que es lo que hubiese augurado– lo que sentí en ese momento fue una especie de liberación; de pronto, no tuve necesidad de buscar explicaciones ni de pelear contra lo que estaba sintiendo. De la forma más gozosa estaba siendo yo una señora, casada con un señor, teniendo tremendísimo crush con una mujer. Ella asumió sin mayor drama que yo era bisexual y yo pude hablar de lo que estaba sintiendo con una certeza que me arropó, de forma que las explicaciones-excusas que me eran esenciales antes para ponerle palabras a mis emociones, se volvieron innecesarias, la única palabra necesaria era deseo. Esta es una historia de deseo.

Durante años, cuando veía a mujeres que me parecían atractivas, no entendía lo que sentía; sabía que aquel tirón en las tripas era deseo por sus cuerpos, pero no sabía qué hacer con eso, pensaba que el deseo venía de querer ser ellas. Mi mente –heteronormadísima– me daba pocas opciones, no tenía dónde poner ese remolino interior y la única opción que me imaginaba válida era que deseaba tener su cuerpo, es decir, que el mío se convirtiera en el de ella, verme y ser vista como ellas. Esos encuentros -visuales, platónicos- me dejaban siempre sintiéndome terrible, odiando mi cuerpo por no ser el que deseaba y a mí misma por desear serlo. Ese deseo-odio era el límite en el que me movía, pero que se resquebrajaba un poco ante la confusión pues no fueron pocas las veces que los cuerpos que me provocaban esas sensaciones no eran cuerpos evidentemente deseables; me convencía, entonces, que quería ser tan brillante como ellas, tan graciosa, tan alegre, tan lo que fuera; de nuevo el odio y la frustración por ese deseo siempre incómodo, malpuesto en no poder ser ellas.

Mi mente –heteronormadísima– me daba pocas opciones y la única opción era que deseaba tener su cuerpo

Cuando era más joven nunca tuve el espacio, en ningún sentido, para explorar esos sentimientos, tampoco tenía claridad sobre la necesidad de hacerlo. Mi entorno era más bien heteronormativo y profundamente bifóbico. De adolescente, la madre de un compañero se divorció y empezó a vivir con “una amiga”, una tarde a la salida del colegio, otra compañera –a quien los chicos de los cursos superiores intentaban atacar llamándole marimacha– le preguntó, burlonamente, si eran novias. A todas nos pareció grosera y ridícula, ¿cómo iban a ser novias? Una no se volvía lesbiana por divorciarse y, de hecho, no conocíamos a ninguna lesbiana, punto. No fue sino hasta casi llegando a la universidad que en mi grupo hubo un compañero gay y en el círculo más amplio alguna conocida lesbiana. Sin embargo, cuando alguien, siempre una mujer, se nombraba o se relacionaba desde la bisexualidad, la respuesta usual y de la cuál yo participaba era clara: es una “etapa” o, con más malicia, se le acusaba de “quererse hacer la interesante” o, peor, de una promiscuidad reprobable de “se da a lo que se mueva”, que por supuesto era peor que ser una “zorra” hetero. Nunca me planteé siquiera cruzar esa línea.

La bifobia y la lesbofobia iban juntas. En la universidad, lo único permitido era el juego –lesbiánico, le decíamos, no fuera que alguien pudiera pensar que, aunque fuera jugando, nos acercábamos al lesbianismo- y que en alguna borrachera nos besáramos entre amigas. Ellas muy progres, muy abiertas de mente, muy mujeres sexualmente libres. Ninguna de nosotras cuestionó la heterosexualidad, ni la propia ni la de las otras. En ese entonces y durante muchísimo tiempo, cuando hablaba del deseo -teórico- hacia mujeres, iba a lo seguro por evidente: ¿a quién no le gustaría besar a Monica Belluci? Y, si alguien me cuestionaba un poco más, apelaba al “todos somos un poquito gay”. Llegué a mis 30 repitiendo las mismas frases vacías y aún convencida de que besar amigas “no contaba” y eran perfectamente cosas normales de señoras hetero jugando a “hacerse la moderna”.

¿A quién no le gustaría besar a Monica Belluci?

Cuando conocí a la mujer del crush tuve la suerte de estar en un lugar, mental y social, distinto, y en el que no hubo espacio para dudar sobre lo que evidentemente me provocaba. Ya hacía tiempo que el amor romántico y la heteronorma habían pasado por las lecturas feministas, y el deseo que sentía por ella -no por ser ella- fue haciéndose claro y potente. Una compañera me acercó entonces el libro Resistencia Bisexual, de Elisa Coll, que fue como de pronto entender que el agua se puede beber; la metáfora del deseo como un mapa y no como una línea continua me permitió, efectivamente, encontrar mi señal de “usted está aquí”. Entendí que aquella incomodidad, aquella confusión que sentía era un deseo mal colocado, y en cuanto me di oportunidad de leer los cuerpos de las mujeres atractivas como leo el de los hombres atractivos, fue una epifanía. Poder reconocer que sentía deseo por ellas desbloqueó el resto del mapa.

Entender de dónde venía el deseo y a dónde podía ir, me permitió dejar de ver mi cuerpo como un cuerpo fallido. Ya no era solo que no importaba que el mío no fuera aquel al que deseaba, sino al contrario, se convertía en un cuerpo también deseable, en un motor de deseo. Dejé de ver mi cuerpo desde la comparación con el de ellas y comencé a vivirlo desde cómo reaccionaba ante ellas. Empecé a ser más amable conmigo misma. Si cuerpos como el mío me provocaban deseo, eso quería decir que el mío podía provocarlo también, el deseo hacia las mujeres me permitió, por fin, amar la carne en mis huesos.

Mi cuerpo se convertía en un cuerpo deseable, en un motor de deseo

Ahora entiendo que nunca pude ni quise explorar algo que no estaba segura de cómo gestionar. ¿Tendría que separarme de mi pareja si resultaba que me gustaban las mujeres? ¿Cómo se lo explicaría a mi familia? ¿Qué dirían… qué diría todo el mundo? No tenía ningún referente cercano sobre qué significaba ser una mujer bisexual y cómo me tendría que mover en el mundo. En cambio, desear ser otro cuerpo lo aprendí desde pequeña. Hoy tengo dos hijas, con quienes hablo, hablamos, constantemente sobre afectos y relaciones sexoafectivas, y sobre escuchar y entender nuestros deseos; pero aún siento temor de decirles “a mamá le gustan las mujeres”. De lo que sí hablamos es de relaciones no normativas, de que hay relaciones y afectos más allá de lo hetero, de lo binario, de la pareja y de la familia. Y, cada vez, siento que sanamos juntas un poquito.

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