Débora que el fuego no devora
Arango fue de las primeras artistas colombianas en exponer obras disruptivas con el desnudo femenino canónico, enfrentándose a la censura de la clase política y de la Iglesia católica.
'Montañas', cuadro de Débora Arango.
En la Medellín de los años 20, en el colegio de María Auxiliadora había una joven que pintaba con tanta destreza que su tutora, la monja María Rabaccia, le insistía en que nunca abandonara ese don que Dios le había regalado. Le decía que debía ser más disciplinada porque por aquel entonces Débora Arango, gran artista antioqueña, no se tomaba muy en serio eso de ser pintora, ni mucho menos imaginaba que de sus manos brotarían las imágenes más simbólicas del arte vanguardista colombiano.
Débora Arango Pérez nació el 11 de noviembre de 1907 en Medellín. Fue la octava hija de Elvira Pérez y Cástor Arango, matrimonio burgués que vivía del comercio. Cursó sus primeros estudios en varios centros religiosos y al finalizarlos inició su formación como pintora con Eladio Vélez en el Instituto de Bellas Artes de Medellín. Como las clases encorsetadas de la academia le aburrían sumamente, logró la autorización para salir a pintar la ciudad. Se interesó por los espacios y escenarios que su círculo social —el de la clase alta privilegiada— acostumbraba evitar. Sus cuadros reflejan una denuncia a los estándares políticos, religiosos y otros aspectos hegemónicos de la sociedad colombiana del siglo XX. En su interpretación del expresionismo crea seres imperfectos, subjetivos, movidos por el deseo que rompen con el imaginario pictórico tradicional.
En los años 30 visitó los murales de Pedro Nel Gómez en el Palacio Municipal de Medellín y su estilo rupturista fue como una revelación, según su biógrafo Santiago Londoño. La pintora decidió alejarse del hermetismo académico y unirse al grupo del muralista. Un buen día, Gómez propuso a sus alumnas dejar atrás las naturalezas muertas y los “paisajitos” para empezar a pintar lo humano. Para pintar el desnudo. Débora Arango quedó fascinada por la propuesta, pero su entusiasmo no contagió a las demás alumnas. Salvo su querida amiga Luz Hernández, sus compañeras rechazaron la temática y se disgustaron con ella por el interés que había mostrado. Como a la pintora el desnudo no le suponía contradicción alguna, lo veía como “la naturaleza sin disfraces”, recibió las clases acompañada de su amiga Luz, que posó para ella en las primeras pinturas y fue su modelo hasta que se marchó unos meses después al convento en el que internó.
La relación entre Gómez y Arango fue compleja. En la entrevista ‘Una pintora proscrita’ de María Cristina Laverde, la pintora explica que, aunque sus clases con el muralista duraron poco, en ese periodo logró dar rienda suelta a su imaginación, crear y hacer lo que ella deseaba. Su autonomía la llevó a explorar sin tutela otros caminos artísticos. Viajó y expuso sus obras por varios países de Europa, entre ellos España (donde fue censurada por las autoridades franquistas). Viajó también a México, país al que quiso volver para aprender sobre su gran pasión: el mural. Pero no pudo. Corrían los años 60 y el distanciamiento de la pintura marcaba la vida de Arango. En parte por el rechazo que condicionó a su obra pero también porque durante esos años estuvo limitada al cuidado de su padre enfermo.
Etapa del desnudo femenino
En sus obras sobre el desnudo femenino, la artista colombiana cuestiona algunos valores tradicionales que como la idea de la “decencia” habían marcado el comportamiento social de las mujeres. Su obra Montañas fue de las primeras en enfrentar la crítica. El círculo artístico conservador dijo rechazarla por la técnica, pero en su señalamiento calificó esta acuarela como una pieza “lujuriosa” que rozaba la “pornografía”. Lo mismo pasó con otras pinturas como Adolescencia y Clavel Rojo. Obras sobre el deseo sexual y lo erótico con una representación del cuerpo que huye de formas idílicas y que rompen con el imaginario del desnudo femenino canónico.
Aparece en los desnudos de la pintora la denuncia a la represión de la sexualidad femenina y la crítica a la doble moral sexual. Son muy conocidas sus obras sobre la prostitución: Amanecer, Friné o trata de blancas y Justicia. Tienen en común esa representación del control patriarcal y del poder ejercido por figuras masculinas, autoritarias, tantas veces retratadas en sus obras. Sin caer en la estigmatización o señalamiento de las mujeres representadas. En La obra de Débora Arango como lugar de memoria, el investigador Sven Schuster indica que “esta feminista temprana muestra a los hombres como animales compulsivos a la vez que acusa la hipocresía del Estado y la Iglesia por tratar el ‘problema’ de la prostitución con el único fin de someter a la mujer por medio de un discurso moralizante”.
Contra la mirada censora
Una noche de noviembre de 1939 se inauguró una de las primeras exposiciones colectivas en la que la artista participó. Fue en el Club la Unión de Medellín y, entre muchos nombres de pintores, se encontraba también el de Paulina Posada. Arango presentó los dos únicos desnudos realizados por una mujer en la muestra: La amiga y Cantarina de la Rosa. El escándalo fue mayúsculo y se acrecentó cuando se anunció que había sido la ganadora de la exposición. Las autoridades religiosas no tardaron en pedir retirar las obras por “impúdicas”, “anticatólicas” e “inmorales”.
La lluvia de críticas sobre esta y otras exposiciones fue tormentosa. Y hubo quien se fue alejando de la pintora a medida que el rechazo social y la marginación tomaban presencia en su vida. “Recuerdo que un pretendiente mío al ver el alboroto que se había armado se asustó y me insistía en que dejara eso, en que no me convenía… —cuenta Arango en su entrevista con Laverde—. Le contesté que primero que él estaba mi pintura y lo que yo pensaba de ella”. La artista no permitió que ningún pretendiente, mucho menos un marido, condicionara su arte. En una ocasión le preguntaron sobre el matrimonio: ¿por qué nunca se había casado? Respondió que los hombres de su época se contentaban cuando la mujer era “dócil y mansa” sin importarles lo que pudiera pensar o sentir: “Cuando yo era joven, casarse con uno de ellos era como casarse con una tempestad temible”.
Pero la cuestión de la inmoralidad persiguió a la pintora hasta el punto de consultar a un sacerdote jesuita qué debía hacer con sus desnudos. Quería continuar exponiéndolos: ¡no tenían nada de malo! El jesuita le dijo: “No los retire, el arte no tiene nada que ver con la moral”. Y esa respuesta fue su escudo. Así, cuando expuso Adolescencia y un arzobispo la llamó pidiéndole explicaciones, Arango le preguntó que si también había llamado a Pedro Nel Gómez, que exhibía desnudos en la misma exposición. El religioso le respondió que no era lo mismo… Él era un hombre. La pintora le contestó que no sabía que existieran pecados para hombres y pecados para mujeres. Otra pintura similar ocasionó otra llamada del Palacio Episcopal. Esa vez, alertado por las damas prodecencia de Medellín, el arzobispo le preguntó que de dónde había sacado a esas muchachas, esas modelos que pintaba. “Son las hijas de las Damas de la Liga de la Decencia”, le respondió la artista.
Rechazo y aprobación sesgada
En 1940 llegó la exposición en solitario, una muestra de sus desnudos en el Teatro Colón de Bogotá. La idea fue de su amiga Amparo Jaramillo y —no casualmente— el proyecto lo promovió su pareja, Jorge Eliécer Gaitán, líder del partido liberal. El bando conservador mostró su rechazo hacia el evento y desde el periódico El Siglo, fundado por Laureano Gómez (político conservador y presidente de Colombia entre 1950-1953) se acusó la exposición de “halagar perturbadores instintos sexuales” y de ser un “atentado contra la cultura y la tradición artística”. Para los conservadores lo ofensivo no eran los desnudos solamente, sino su exhibición en un lugar tan “aristocrático” como el Teatro Colón. Como buenos nostálgicos tomaron aquellas pinturas como si de una profanación a la memoria colonialista se tratara.
La obra de Arango fue catalogada de “desnudo pagano”
La prensa no tardó en hacerse eco de las críticas. La periodista Kathya Jemio explica en Débora Arango. La transgresora de los signos de 1939 que algunos periódicos abordaron el debate desde un tratamiento inquisitorial. Utilizando metáforas respecto al fuego y su poder “purificador”, aparecieron frases como “carne fresca de mujer es algo cáustico”, “desnudo pagano es pecado” o “Débora que el fuego no devora”. Esta última se podría interpretar como una manera velada y poco ingeniosa de llamar bruja a quien se sale de la norma. Como esa obsesión por ver arder a las impúdicas. Pero también como esa obsesión de remarcar que las impúdicas no arden. ¿Será ese el gran temor del conservadurismo? ¿No verlas devoradas por el fuego? Quizás esa frase se pueda entender desde una resignificación: “Débora que el fuego no devora” porque es vital que las llamas no hagan ceniza la disidencia que el patriarcado intenta destruir.
La obra de Arango fue catalogada de “desnudo pagano”. Pero incluso para quienes no compartían esa idea, su obra a veces pasaba por filtros de aprobación machista. Algunos críticos alabaron su obra porque decían que era de una “masculina potencialidad en el modelado”. Otros llegaron a describirla como “una niña artista, pintora de grandes desnudos, iluminada con la clara luz de la naturaleza inocente”. Para validar su arte debían infantilizarla y purificar su ingenio. Como si solo al exorcizarla de malas intenciones su creación lograra ser aceptada finalmente.
Sin miedo a la religión
Algunos relatos biográficos señalan que en lo personal Débora Arango era una mujer católica y poco disidente con la moral en la que fue criada. En su familia eran practicantes pero rechazaban la idea de infundir miedos a través del catolicismo. Tal vez por eso fue tan crítica con quienes instrumentalizaban la fe de esta manera. En palabras de la investigadora Sandra Bautista, autora de Débora Arango, un referente del expresionismo y el feminismo en la plástica colombiana, la artista antioqueña muestra “la influencia de la religión en la proliferación de sentidos machistas como la represión, el pudor femenino y el cumplimiento de conductas correctas” según los sacramentos.
La artista quiso pintar una mujer diferente a esos “desnudos paganos” de los que tanto se hablaba y creó La mística, una novicia desnuda que dudando de su devoción se aleja de una iglesia. Quería pintar una mujer piadosa pero “al final resultó pagana como las demás”. La pintora explicó que la mujer debía mostrar una apariencia de pura y santa para que la dejaran vivir la vida, porque si se mostraba como era y como sentía seguramente terminaba siendo rechazada. Tenía que llevar una máscara: “A lo mejor, lo que mi pintura intenta es desentrañar un cierto ‘paganismo’ oculto en cada una”.
Crítica a la política
La polarización entre el partido liberal y el conservador marcaron los años 30 y buena parte de los años 40 del contexto histórico colombiano, hasta desembocar en las confrontaciones armadas que caracterizaron la etapa de llamada La Violencia (entre 1946 y 1966 aproximadamente). Se estima que durante ese periodo de conflictos murieron unas 200.000 personas, muchas de ellas víctimas de zonas rurales. En su etapa de denuncia a los gobiernos autoritarios y sátira a la política dictatorial, Arango pinta escenarios de esa Violencia que marcó la historia del pueblo colombiano.
Una de las obras más conocidas es La república (1957). Unos buitres aparecen atacando el cuerpo de una mujer sobre la bandera colombiana mientras un grupo de hombres celebra que su líder es ensalzado. El cuadro simboliza la pasividad de un gobierno cómplice con la violencia hacia las mujeres y con la vulneración de sus derechos. Otras obras de esta etapa son Los derechos de la mujer, Masacre nueve de abril, El tren de la muerte y Huelga de estudiantes.
Aunque Débora Arango se definía como apolítica, el calado político en su obra es evidente. La pintora defendía que como artista no podía vivir alejada del mundo, al final, ese mundo terminaba permeando en su obra y esa era la manera que tenía de comprometerse con la sociedad. Durante muchos años su legado artístico fue ignorado y excluido del imaginario colombiano. No fue hasta los años 80 cuando llegó el reconocimiento a su obra. Vendió muy pocas pinturas y antes de morir donó algunas al Museo de Arte Moderno de Medellín. Tantos años de rechazo le hicieron sentir que su obra no tenía ningún valor artístico. Sin embargo, cuando en los 80 empezaron a llamarla para negociar se negó a vender sus cuadros. Quería tenerlos cerca porque se sentía en paz con su creación y, pese a todas las críticas, sentía una gran satisfacción. Como dijo entonces en un periódico antioqueño: “Voy a morir sabiendo que lo mío vale la pena”.