Channo, Adidos y Guilty: sobre marcas y clase
Ahora es la gente rica la que viste como si fuera pobre. Desde copias auténticas de copias falsas, pasando por pagar 3000 euros por un anorak reflectante de trabajo, hasta verle swag a las zapatillas del Lidl. ¿Está de moda ser pobre? Hablemos de fetichización de la clase obrera y moda.
Las zapatillas del Lidl.
El rastro
Cuando en un barrio conviven clase media, clase baja y los grises que se dan entre ambas, puede ocurrir, y ocurre, que hay quien habita casas para personas en riesgo de exclusión social, otres casas de protección oficial y otres casas con piscina. Que hay quien tiene dos progenitores asalariados, otras una o ambas en paro, o solo uno y con un trabajo precario. Recuerdo que en mi colegio (uno público) esta confluencia de clases se hacía aún más explícita porque parte de los padres, de las madres y del profesorado tallaba con empeño brechas cada vez más profundas: de pronto, había niñas y niños a los que invitaban a los cumpleaños y niños y niñas a los que no, algunas iban a las excursiones, otros no. Criaturas que sacaban un cuatro que bajaba a tres y otras a las que un cuatro se les podía subir a cinco. Niños y niñas con pantalones Adidas tres rayas o con Adidos cuatro rayas. El orgullo frente a la vergüenza de clase. Porque en aquel momento llevar una imitación de una marca, un chándal del Pryca o Alcampo o un conjuntito del rastro no era cool ni era divertido. Ahora, la gente lleva Champion con la cabeza más alta que en mi infancia con un Loreak Mendian o un El Niño.
“Las zapatillitas como las que llevas ahora con tres dedos de plataforma se encontraban en el rastro, no en las marcas”
A mí me encantaba la ropa que me compraba mi madre, Charo Luesma, —menos aquellas bragas que en vez de Chanel ponía Channo, una imitación especialmente humillante teniendo en cuenta que “chano” significa “cutre”—, pero de ahí a defender su procedencia, había un trecho. A veces rehusaba prendas realmente bellas porque estaban demasiado fuera de la estética del mercado convencional de aquel momento (vamos, que parecía Badgyal antes de Badgyal, y no). “Cuando tú eras pequeña no llevabas marcas porque yo estaba en contra de las marcas. Sin más, porque estaban carísimas y no me aportaban nada mejor estéticamente que no pudiera encontrar en el rastro. Por ejemplo, las zapatillitas como las que llevas ahora con tres dedos de plataforma se encontraban en el rastro, no en las marcas”, me cuenta.
La encrucijada entre el rollo nostálgico hipster —no, no salís en una foto de Martin Parr, ¡parad!—, el cambio de paradigma en la música urbana y el oportunismo del mercado capitalista han generado un cóctel que mezcla apreciación estética de los años 90, orgullo de clase y fetichización de la pobreza. ¡Chinchín!
La aparición de YouTube, —que democratizó y facilitó el acceso a contenidos que hubiesen sido invisibles de otra forma— y una nueva generación de artistas musicales con sus nuevas vivencias, nuevas problemáticas y nuevos códigos, cambió el discurso al que estábamos acostumbrades. Cambió desde la forma de rimar a la óptica de los temas —de pronto, por ejemplo, se hablaba de salud mental— y aunque siguió construyéndose en torno a una masculinidad hegemónica, ocurrió algo: esa reafirmación y apariencia estaban ligadas a la autenticidad. Es la generación a la que no le avergonzaba decir que veía Sálvame o que compraba en el mercadillo; y aunque la escena estuviese llena de tíos y los tíos siguiesen siendo muy tíos, se volvió mucho más diversa —las chicas que nos arrebataron en el punk, resurgieron en el trap—. En ese contexto, a nadie le daba vergüenza decir ni que era pobre, ni que anhelaba ser rico. Por tanto, a nadie le avergonzó llevar imitaciones —e incluso crearlas como el Válgame de Kaydy Cain—, ni mucho menos comprar marcas de lujo cuando se lo pudieron permitir. Honestidad. Con este renacer en la escena musical underground se pone en el centro lo que siempre había sido feo —parecer pobre— y se populariza.
“Las marcas se han apropiado de aquello que nos gustaba que era del rastro”
Mi madre dice que ”no es que ahora nos interesen las marcas, es que las marcas se han apropiado de aquello que nos gustaba que era del rastro”. Ella sigue yendo al rastro algunos miércoles, normalmente con su amiga Marta que en los montones a un euro “revuelve cuatro cosas, te dice ‘mira Charito, qué exquisitez’, y enseguida encuentra”. Aprovecho que hoy es domingo y vamos juntas. En el parking de la estación Delicias de Zaragoza no cabe un alma. Recorremos los pasillos entre zapatos, bolsos, sábanas, hilos, “la ofertica, la ofertica, reinas. Esos precios para las guapas, aprovechad”. Nos paramos en uno que tiene prendas que podría llevar (o más bien debería llevar) cualquier estrella que se precie: bodis abiertos por los lados, lisos o de leopardo, anillas y pliegues. Yassin es el encargado del puesto y lleva vendiendo en el rastro desde hace 10 años. Tiene algunas de las prendas más modernas y asegura que ha notado que ahora vienen más adolescentes a comprarle ropa. Cuando le pregunto en qué se inspira para elegir el material cuando va a almacenes de Valencia, Barcelona o Madrid, me dice que sigue el estilo que a él le gusta. Respecto a si las marcas le copian a él, dice que cree que “todos copiamos de todos”.
“Las marcas están viendo que hay toda una cultura urbana que se está reapropiando de las marcas de lujo, fakeandolas, haciendo copias, y están triunfando más que las suyas, como las copias de las zapatillas Balenciaga, las del Lidl”, dice Ariadna Rovira, investigadora en diseño sostenible.
Safari Lidl
En 2020 Lidl lanzó unas zapatillas que causaron sensación. Las deportivas lucían los colores corporativos azul-amarillo-rojo y el logo del supermercado. Salieron a la venta y en pocas horas se agotaron. Volaron. A pesar de que están disponibles en la web de la tienda y su precio ha oscilado entre un céntimo (sí, un céntimo) y 12,99 euros; en algunos portales de compra-venta de internet se venden por hasta 375 euros.
Recuerdo la llegada del Lidl o, dicho de otra forma, recuerdo la primera vez que en mi casa hubo queso camembert. Estaba ahí, coronando la nevera en su cajita circular como de madera fina astillosa, envuelto a su vez por un plástico para evitar que su olor —no especialmente fuerte, pero sí intenso— impregnase los otros alimentos. También recuerdo la aparición del brie, este en formato triangular, como un 12 por ciento en un diagrama de papel brillante color cobre. Ya existían charcuterías en España, ¡claro!, pero en mi casa —o quizá solo en mí— el Lidl marcó un antes y un después. Lidl, como tantas otras cadenas de supermercados baratos, ha sido recurso de muches por sus bajos precios en alimentación y otros productos.
Algunes no comparten esta experiencia porque en sus pueblos o ciudades no llegó Lidl, o porque en su círculo el hábito de consumo era diferente. Pero también hay quienes lo desconocen porque un Lidl —como concepto, véase cualquier súper barato— jamás formó parte de su contexto socioeconómico. Me pregunto por qué alguien del segundo grupo querría fingir que sabe que, a diferencia de otras tiendas, en el Lidl los precios están marcados en la balda superior, en lugar de en la inferior. Por qué alguien querría impostar que ha hecho fila en la puerta antes de que abran para comprar la crema antiarrugas Q10 de Cien, o hacerse pasar por una persona que sabe que los anoraks, el bricolaje y las salsas excéntricas de este garito tienen un diez.
Creo que si eres del segundo grupo no deberías poder comprarte las zapatillas de Lidl. O, si lo haces, al menos deberías ser consciente de que estás de safari. Te has cogido un carro de la compra a modo de Toyota Hilux y recorres los pasillos del supermercado, terreno desconocido —¡qué aventurilla!—, para cazar gangas, ¡puro exotismo! Estás tomando la canción Burguesa Arruinada de Samantha Hudson y, como una suerte de anticristo, colgándola del revés, invirtiéndola: “Todas mis joyas son Swarovski pero voy diciendo que son del Eroski”. Burguesa Acomodada: ¿os imagináis? Pues está ocurriendo. Ser pobre está de moda.
¡Que no!
Ser pobre no. Solo parecerlo.
Lo auténtico, la copia, la copia de la copia, lo auténtico
Camino por Paseo de Gracia en Barcelona y miro despistada los escaparates. Al pasar por Gucci un FAKE gigante amarillo y en mayúsculas impreso encima del todos los bolsos expuestos en el escaparate llama mi atención. ¿QUÉ? Se trata de una colección inspirada en el mercado de las copias, un rizar el rizo, muy posverdad ¿Qué se sentirá llevando un auténtico fake de Gucci?
Lo problemático de que una marca de lujo se apropie así del look de la clase trabajadora es que lo despoja de su dimensión política
El trajín entre las marcas y las copias no es algo ni velado, ni nuevo. Igor Uria es el director de Colecciones del Museo Cristóbal Balenciaga y me cuenta que en los años 50 la marca vendía copias autorizadas a Estados Unidos: “Eran para grandes almacenes. Si pagaban un canon podían adquirir las prendas que les pareciesen interesantes. En algunos casos comprando el patrón y en otras comprando un modelo. La etiqueta era Balenciaga, entonces servía de reclamo publicitario”. Pero entre que los modelos aparecían en prensa y los retrasos de aduanas, cuando llegaban a Estados Unidos ¡ya los habían plagiado! Se prohibió tomar fotos y hasta hacer dibujos en los desfiles.
Para evidenciar cómo las marcas se apropian de las estética de la clase obrera Enrique Llera, creador de moda aragonés me enseña una chaqueta actual de la marca Balenciaga. Es un anorak reflectante como los que llevan algunes trabajadores de ferrocarril o de carreteras. Amarillo chillón con tiras holográficas, para que te vean de lejos. Cuesta 2.990 euros.
Lo problemático de que una marca de lujo se apropie así del look de la clase trabajadora es que lo despoja de su dimensión política. Que toma la estética y deshecha todo lo demás. Es una obra plana que toma el estilo, pero no las condiciones materiales asociadas a él. Rovira explica que “no se enseña a diseñar desde perspectivas que revisen los privilegios. No se piensa desde dónde lo hacemos. Por tanto, posiblemente acabarás diseñando algo que perpetúa narrativas que alimentan al sistema. La apropiación estética de la clase obrera es frivolidad”, y añade que ahora las marcas tratan de “acercarse de alguna manera a las clases humildes, desde una estrategia de marketing disfrazada de urban, queriendo generar ese deseo. Un ejemplo claro son los bolsos micros, ‘sabemos que no te vas a poder pagar el bolso grande, bueno pues te vendo el pequeñito que igual vale 250, porque a lo mejor puedes ahorrar el dinero y gastártelo’. Es una cuestión de poder”.
“Y aunque ya no compro en Milano, hay ropa muy chula de segunda mano”
Samantha Hudson