Crónica de las aventuras y desventuras de una bollera en la noche del Orgullo

Crónica de las aventuras y desventuras de una bollera en la noche del Orgullo

Necesitaba salir como fuera, envolverme en esa atmósfera sáfica en que sororidad y tensión sexual conviven en perfecto equilibrio. Por fin, Tinder me salvaba de Tinder.

Texto: Too Match
Imagen: Too Match
26/06/2024

La bandera siempre había estado en el balcón de enfrente, pero solo entonces empezaba a resultarme molesta. Cada vez que iba al baño la veía; un trozo de tela arcoíris amarrado a una cuerda de tender, marchitándose al sol, como si alguien se hubiera olvidado de recoger la colada antes de irse de vacaciones; o cuando me esclafaba en el sofá dispuesta a poner la mente en blanco, como en aquel momento. Antes, la bandera era un elemento ornamental más de la fachada en el que poder perder la vista. Ahora era el recordatorio de que iba a pasar el Orgullo sola.

“Si me siento solo, no es por ser gay”, dice Andrew Scott en la película Desconocidos, y lo cierto es que podría haberme ocurrido cualquier día. La soledad es una sombra de noche: camina pegada al cuerpo, por mucho que una se empeñe en ocultarla detrás de otras sombras. Como las hemorroides y el certificado electrónico del DNI, es una realidad inevitable contra la que nos pasamos la vida luchando en silencio; puedes intentar huir, pero tarde o temprano toca afrontarlas con la mayor dignidad posible. Una tarea complicada cuando te sorprendes a ti misma desayunando valencianas con leche de avena en un quinto sin ascensor ni aire acondicionado del barrio de Lavapiés, con la única compañía de un ventilador al que levantar los brazos en señal de auxilio para barrerte el sudor de las axilas.

Era sábado por la mañana. Primer finde de julio en Madrid (quien lo probó lo sabe). Hacía pocas semanas que mi ex y yo lo habíamos dejado, todas mis amigas estaban fuera y me había quedado soltera y sola. Un verano en Madrid sin pareja, ni amigas, ni vacaciones, ni un sistema de climatización que me salvara de hacer contorsionismo frente al ventilador. Ya había abierto Tinder, lista para tocar fondo, cuando recibí un mensaje de WhatsApp:

– ¿Sales hoy?

Quien lo escribía era L., un antiguo match que, como el Guadiana, los eccemas y los partidos de centro liberal en España, aparecía y desaparecía de forma insospechada cada cierto tiempo.

L. había creado un grupo en el que toda bollera ha estado alguna vez (y, si no, date tiempo, amiga), unidas por el amor a la montaña, los mensajes difundidos de WhatsApp con perritos en adopción o vacantes de empleo y cierta tendencia a enrollarse todas con todas cuando estaban en la nota. Algo a medio camino entre una secta y Milanuncios.

Nunca me había animado a salir con ellas. Desde el principio las había mirado con una mezcla de curiosidad y recelo, como quien prueba el kéfir por primera vez. Pero en esta ocasión era diferente. No podía quedarme en casa la noche del Orgullo. Necesitaba salir como fuera, envolverme en esa atmósfera sáfica en que sororidad y tensión sexual conviven en perfecto equilibrio. Por fin, Tinder me salvaba de Tinder.

Una bollera solo tiene dos estados civiles: uno es con novia y, el otro, olvidando a su ex

Me puse unos vaqueros y un crop top, el uniforme oficial del Orgullo, y bajé corriendo los cinco pisos que me separaban de la calle con vibes de Motomami y una lista de reproducción para despechás (porque en 2024 una puede seguir engañándose a sí misma, pero no al algoritmo de Spotify). Y mientras una versión de mí desfilaba con paso firme por las cristaleras de la calle Santa Isabel, yo solo me preguntaba de qué servía celebrar la libertad de amar a quien quieras cuando no puedes amar a quien quieres.

Hay quien piensa que no hay mejor forma de vivir el Orgullo que soltera y que no hay mejor noche para una soltera que la del Orgullo. Eso es porque ignoran que una bollera solo tiene dos estados civiles: uno es con novia y, el otro, olvidando a su ex. La soltería es un mero efecto colateral; un estado transitorio entre tu ex y tu pareja, y viceversa.

Porque lo cierto es que, detrás del highlighter en los pómulos, del aire de seguridad en la mirada, rozando la suficiencia; detrás, incluso, de las ganas de prender turbinas a base de perreo intenso, sudor y contacto con desconocidas; mi única meta aquella noche era encontrarme con ella.

L. y su clan sáfico me esperaban en la plaza del Museo Reina Sofía. Pillamos unas latas y nos unimos a la procesión de bolsas de plástico y pieles perladas de sudor y purpurina, listas para apelotonarnos durante horas en el Paseo Del Prado. Puede que el PP de Madrid presuma de tolerancia por organizar el Orgullo más grande de Europa, pero la realidad es que hay métodos más sutiles de exterminio que congregar a dos millones de personas del colectivo bajo el sol en pleno julio.

“La gentrificación es un sistema que nos arrebata la memoria”

Encontramos un hueco a la altura del Jardín Botánico y nos sentamos a hablar, mientras el sol caía y la tarde se llenaba del murmullo que conjura la espera. Como todos los años, el plan consistía en rendir homenaje a las revueltas de Stonewall bailando un repertorio itinerante de éxitos de Eurovisión para peña trifásica apuntándote con pistolas de agua, desde carrozas muy comprometidas con los derechos LGTBIQA+ y algo menos con los derechos humanos, mientras desafías a la física aspirando a que tu cuerpo no metabolice toda la cerveza que has bebido para no tener que ir al baño, básicamente porque no hay (ya sabes, lo del exterminio). La gentrificación es un sistema que nos arrebata la memoria, dice la activista LGTBIQA+ Sarah Schulman. También la del Orgullo.

No recuerdo cuántas latas llevaría encima cuando L. propuso movernos. Era la una de la mañana, el desfile había terminado y la gente empezaba a dispersarse. Caminaban con el bamboleo ebrio de los barcos atracados en el muelle; cantando, dejando tras de sí una estela de bolsas de plástico, césped embarrado y charcos con olor a alcohol, hielo derretido y orín. Aquella noche todo el mundo saldría por Chueca, y a mí eso solo me importaba porque significaba que mi ex estaría allí también.

Dentro del mosaico de garitos de ambiente sobre el que se levanta Chueca, las bolleras tenemos jurisdicción básicamente en dos: el Fula (en sus dos versiones) y Escape, lo que nos convierte en víctimas de las peores consecuencias del anarcoliberalismo encarnado en el precio de las entradas en puerta. Pero la falta de alternativas era una buena noticia esa noche, porque significaba que tenía un 50 por ciento de probabilidades de cruzarme con ella -como si el mero hecho de verla pudiera calmar algo dentro de mí, un vacío incrustado que se arrastraba igual que las raíces se arrastran ciegas por la tierra-.

La cola de la discoteca avanzaba lentamente. Yo esperaba con L. al lado, pero la cabeza en otra parte; en mi ex bailando, en la cadencia intermitente del neón, los brazos extendidos, la cara iluminada por un destello, la mirada baja y los labios fruncidos en aquel gesto propio de quien disfruta sabiéndose observada justo antes de volver a caer en la sombra. Entonces, L. se puso a vomitar.

Ocurrió justo en la puerta. No tuve tiempo de reaccionar. Las chicas que hacían cola daban un pequeño salto al pasar por nuestro lado para poder entrar. Con ayuda de otra colega logré movilizar a L. y nos metimos en un taxi. En cuestión de minutos, la idea que me había sacado del sofá aquel día se volatilizó, y con ella las expectativas de la noche del Orgullo, convertida súbitamente en la visita a una farmacia 24 horas, en la nuca de L. horadada por la taza del váter, en mi mano recogiendo su pelo y un estoy aquí guardado en una caricia sobre su espalda; en mi sombra buscando pegarse a la suya, o tal vez fuera al revés.

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