Ni son hábitos ni son saludables
Vivimos en la era del salutismo. Una era en la que la búsqueda de la salud individual se ha convertido en una obsesión, y socialmente buscamos estar saludables por encima de todo. Pero se nos olvida que nuestras vidas están en manos de otros, y que poco podemos hacer individualmente frente a un modelo social que nos impone sus normas y pautas. Intentar salvarnos a nosotras mismas no va a funcionar.
Imagen promocional del capítulo 9 de la tercera temporada del podcast 'Nadie hablará de nosotras'
Julio. 1998. Suena el informativo de la noche mientras siete personas nos sentamos alrededor de una mesa a cenar. Hay varios platos de comida en el centro. Bacalao rebozado, ensalada de lechuga y tomate, mayonesa recién hecha, algo de embutido y dos barras de pan. También una botella de aceite virgen, vinagre y sal.
Tengo ocho años y estoy sentada junto a mis abuelos, mis padres, mi tía y mi primo. Estamos en la parcela de la familia, a media hora de Madrid. Hace mucho calor, llevo todo el día metida en la piscina y aun estoy con el bañador mojado. Las sillas de escay verde oscuro se pegan en mis pantorrillas. Mi tía y mi madre sirven comida en todos los platos.
Cuando tengo mi plato lleno, abalanzo mis manos sobre el pan. Me encanta el pan. En el momento en que voy a llevarlo a la boca, mi madre me replica: “La miga no, que engorda”. El resto de personas de la mesa asienten con la cabeza mientras me dicen entre risas que lo sienten mucho porque, efectivamente, saben que es la parte más rica.
Suelto la miga con pena, pero la dejo al lado de mi mano, entre el tenedor y la servilleta. Quiero aprovechar algún momento de distracción adulta para llevármela a la boca. Mi abuela huele mis intenciones, hace una bola dura con ella, y la tira a la basura.
Observar y medir cuidadosamente todo lo que nos llevamos a la boca se ha convertido en un comportamiento social generalizado
Este es uno de mis primeros recuerdos con la restricción de alimentos, pero hay muchísimos más. He pasado toda mi infancia y adolescencia escuchando todo tipo de comentarios acerca de las cualidades y características de todo lo que había en mi nevera y realizando prácticas para controlar al máximo mi alimentación. Pero lo que me trae este recuerdo en concreto no es la restricción en sí. Lo que me fascina en realidad son esas seis personas sentadas a mi lado, confirmando rotundamente la peligrosidad de la miga del pan.
Ahora, con 34 años, pienso en eso y me río. Qué tontería, pensar que la miga tenía algo diferente al resto del pan. Como si porque una parte del horno no la tocara y quedara cruda, la hiciera adquirir las dotes de agrandar células de mi cuerpo tres veces más que la parte tostada.
Pero si cambio “miga de pan” por “alimentos procesados”, y “no, que engorda” por “no, que no son saludables”, me encuentro con un ejemplo cualquiera de todos los pensamientos y prácticas que nos atraviesan actualmente, y que en realidad son literalmente lo mismo que me decía mi familia en los años 90: que tenemos que controlar nuestro cuerpo.
Vivimos rodeadas de mantras que cambian, se transforman, evolucionan… pero que no dejan de ser ideas sobre cómo encajar en el sistema que habitamos. Y el sistema nos repite una y otra vez que tenemos que controlarnos.
Ya no decimos, no, que engorda. Decimos, no, que no es saludable. Pero el caso es que seguimos diciendo que no.
Observar y medir cuidadosamente todo lo que nos llevamos a la boca se ha convertido en un comportamiento social generalizado. Leemos todos los ingredientes de las etiquetas de los productos que vamos a consumir, cocinamos táperes con alimentos que jamás nos hubiéramos imaginado comiendo, mezclamos alimentos concretos, o consumimos suplementos alimenticios diariamente para intentar conseguir resultados específicos en nuestro cuerpo. Tenemos la necesidad de sentir que podemos controlarnos frente a la maldad de la industria alimentaria y las jornadas laborales que nos hacen personas sedentarias durante al menos ocho horas al día.
Engullidas en un sistema en el que vamos asumiendo la pérdida absoluta de todos nuestros derechos, necesitamos sentir que podemos controlar algún ámbito de nuestra vida
Esto pasa porque nos encontramos en un momento social crítico. Engullidas en un sistema en el que poco a poco vamos asumiendo la pérdida absoluta de todos nuestros derechos y necesidades más básicas, como el acceso a la vivienda, la sanidad, o la educación, necesitamos sentir en primera persona que podemos controlar algún ámbito de nuestra vida. Necesitamos sentir que no todo está en manos de aquellos que nos están destruyendo.
Por eso intentamos salvarnos a nosotras mismas. Intentamos hacer todo lo posible para “no caer en las garras del mal”, buscando cualquier alternativa individual que nos aleje de las prácticas que propone el sistema
En una primera lógica, intentar salvarnos a nosotras mismas podría tener sentido. Poseídas por el miedo, podemos pensar que es más sencillo intentar estar saludables controlando nuestro cuerpo, que organizarnos para salvar todo un sistema sanitario y social que está siendo destruido sin grandes reacciones sociales ni políticas.
“Si cada una se cuida, todas estamos sanas”.
Dice Laura Alberola en su libro Suelta la dieta, sana tu cuerpo que esta idea de que la salud es propiedad y responsabilidad individual ignora todos los factores que no se encuentran en nuestra mano, como el impacto de la pobreza, la opresión, la guerra, la violencia, el azar, las atrocidades históricas, el abuso y todos los factores medioambientales, como la contaminación, la polución o el acceso al agua potable. Protege el statu quo de los poderosos, culpabiliza a las víctimas y mantiene los privilegios.
Y esto no es todo. Además de obviar que hay millones de factores que no podemos controlar, no conseguir “estar saludables” (si alguien sabe qué es esto exactamente que me llame) nos genera una culpa infinita.
Culpa por molestar, por quejarnos, por paralizar las vidas de las demás cuando nos tienen que cuidar… Pero también culpa por no tener la fuerza de voluntad suficiente como para no hacer deporte a diario o no cocinar hervido cada minuto de nuestra vida. Nos culpamos por absolutamente todo lo que hacemos que no tenga que ver con intentar estar sanas y fuertes. Y esto nos está destrozando por dentro.
Estamos viviendo una situación de emergencia respecto a nuestra salud mental, nos está consumiendo la soledad, la ansiedad y la depresión. Sentimos que no somos suficiente y que tenemos que cambiar. Nadie está satisfecha con lo que es.
Estamos tan inmersas en la idea de que lo primero es la salud, que hemos olvidado que la vida es vulnerabilidad, que la vejez llega, que la enfermedad también y que, cuando eso pasa, no podemos hacer nada más que dejarnos cuidar. Y ese cuidado lo recibimos de las otras.
Nos culpamos por absolutamente todo lo que hacemos que no tenga que ver con intentar estar sanas y fuertes. Y esto nos está destrozando por dentro.
No podemos salvarnos a nosotras mismas; nos salvan las demás.
Esta está siendo una de las grandes victorias de nuestro sistema. Pensamos que no necesitamos a las demás, y a la vez nos sentimos terriblemente tristes y solas.
Pero solo las demás nos pueden ayudar, y estamos olvidando cómo se hace eso de dejarse cuidar.
“¿Y entonces cuál es tu propuesta? ¿Dejar de cuidarnos? ¿No responsabilizarnos de nuestro cuerpo? ¿Cargar a las demás con nuestros cuidados?”.
La verdad es que no. Mi propuesta es que cuidarnos en realidad no pasa por contar cuantas piezas de fruta llevo consumidas en la semana, ni por saber cuantas vitaminas y minerales tienen los alimentos que me estoy comiendo.
Cuidarnos pasa por creernos que no tenemos que cambiar nada de lo que somos.
Cuidarnos pasa por entender que no tenemos el control de nuestras vidas, que son otros los que están decidiendo cuánto dormimos, qué productos hay en nuestros supermercados y cuántas horas pasamos sentadas al día.
Pasa por creernos que de verdad no podemos controlar nuestros cuerpos, y que aunque pudiéramos, eso no nos va a salvar de los planes que tienen para ellos: explotarlos hasta que dejan de ser productivos, para después abandonarlos a su suerte.
Cuidarnos es permitirnos sentir, equivocarnos y ser idiotas. Es aceptar nuestra vulnerabilidad y compartirla con otras. Confiar y dejarse caer, aunque a veces no salga bien.
Mi propuesta es hacer todo esto y, cuando por fin lo hayamos conseguido, ir a por ellos.