El género y la aguja

El género y la aguja

La moda, lo creo relativamente, puede ser revolucionaria. Romper “la norma” en los espacios cotidianos, con la gente cercana, es una ruptura de la que no se vuelve. Y romper con una norma tan arbitraria como la del género es una brecha en la estructura de este sistema.

Tino Casal.

17/07/2024
Este artículo fue publicado en el Monográfico de Moda en noviembre de 2021, que puedes conseguir en nuestra tienda online en pdf o este pack.

Escribo esto al día siguiente de la Gala del MET. Cosa que —si te interesa un poco la moda— te dirá algo y si no, pues te lo explico. Es una fiesta anual que se celebra desde 1948 en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, para recaudar fondos para el Instituto del Vestido.

Si te invitan, molas muchísimo y pagas una pasta, y aprovechas para ir hecha una mamarracha y ponerte encima todo lo que te apetece —o a la firma que te viste—, en plan como mis amigas y yo cuando íbamos a bodas, pero en millones de dólares. Exceso, ropa imposible, reivindicaciones cogidas con alfileres y cosas disruptivas de muchas disrupciones. Entre ellas, la del género.

Me interesa esa gala porque soy una mamarracha y me gusta el brilli brilli y los corpiños y las poses y las disrupciones, y porque creo —relativamente— que la moda puede ser revolucionaria.

A explicar esta afirmación dedico este texto.

Creo que la Gala del MET está bien en un museo, mucho mejor que muchas otras cosas que están en museos. La moda es una forma de expresión individual, una construcción cultural colectiva y un elemento de ruptura con las convenciones, aunque se nos ha intentado convencer de que es una herramienta de homogeneización, una construcción artificial de imágenes descontextualizadas y una máquina de imponer convenciones.

Con la moda pasa como con todas las formas de expresión cultural y de comunicación, que es un canal que depende mucho de quién lo transita. La invención de la imprenta democratizó y desacralizó el saber, pero hay gente que lee La trampa de la diversidad pudiendo leer Teoría King Kong.

Se puede entender la moda como un mandato para parecerse a alguien que no se parece ni a sí misma o como un medio para crear el mundo en el que te gustaría vivir. Hay gente que la usa para ser.

En los años 20 del siglo pasado Gabrielle “Coco” Chanel, una costurera que había crecido en un orfanato —y que también cantaba en un cabaret— rompió con la artificiosidad de la figura femenina que imponía la moda y creó una nueva forma de vestir, para romper una feminidad que olía a rancio. Llevas pantalones porque a Coco le hicieron una foto con pantalón y camiseta de rayas en 1930, cari. Y se acabaron los corpiños y los cancanes y los miriñaques, porque esta señora decidió que las mujeres no teníamos que parecer jarrones y que teníamos que ser capaces de movernos. Puedes ir elegante —si te da la gana— sin ser rica y sin hacerte un Scarlett O’Hara con las cortinas, porque nuestra amiga se inventó el little black dress —literalmente: vestido negro pequeño— que es eso que te puedes poner para una entrevista de trabajo, para ir a un entierro o para recoger un premio —nunca te los dan cuando tienes el ropero adecuado—, y vas monísima —si es que quieres— aunque te haya costado 10 euros o menos.

Esta mujer era tan jefa —decía cosas como “una mujer casada es una perra sumisa”— que estar morena se puso de moda entre las ricas blancas francesas —que son las que ponían de moda las cosas entonces— un poco porque en la época triunfaba en París la impresionante artista y persona Josephine Baker y un poco porque la Gabri se quemó la cara y el escote en un paseo en barco.

Pero es que fue y sigue siendo la única mujer entre “las grandes” de la moda. Y “Las grandes” son esas casas de moda que antes mandaban lo que nos íbamos a poner unos años después de que ellas lo enseñaran en sus salones, antes de que existieran las pasarelas y Amancio lo copiara todo y te lo pusiera en un par de semanas en tu tienda más cercana.

Si veías La bola de cristal cuando eras pequeña —o si eres un poco lista y un mucho feminista— sabrás que “sola no puedes, con amigas sí”. Vamos, que todo esto no lo hizo nuestra Gabrielle sola, sino que ella fue la pionera —o la que se apropió, vete a saber— de un movimiento de mujeres muy fruto de su contexto, en el que —determinadas mujeres de determinada raza y clase social, no nos engañemos— decidieron darle continuidad a su presencia en el espacio público, propiciada por las circunstancias generadas por la I Guerra Mundial, y se convirtieron en flappers.

Como en muchos otros momentos históricos, lo que ha trascendido de esa época es casi solo lo estético, con los cortes bob —el pelo “a lo chico”, pero con gracia—, los vestidos rectos, cortos y con lentejuelas y flecos —qué delicia—, los sombreros cloche, las perlas y las cintas en el pelo. Pero eso es lo que hace el sistema con las propuestas —también estéticas— que han sido disruptivas hasta ser subversivas: las convierte en un cliché, en un estereotipo, en un disfraz. Pero las flappers eran mucho más que señoras divinamente vestidas, y sus ropas eran mucho más que un giro brutal a la moda del momento. Saliendo de una época en la que las mujeres iban encerradas en jaulas textiles —no sé si has visto un cancán por dentro, pero ahí se puede encerrar un animal pequeño— en las que enmarcar —o deformar— artificialmente la feminidad —o lo que se espera de ella— justificaba lesiones, mareos, dolores y la incapacidad de cualquier movimiento no propio de un muñeco, estas tías se quitaron el corpiño, se pusieron las faldas más cortas que nadie hubiera visto, se cortaron el pelo, desinflaron hasta el tamaño del cráneo los sombreros, se pintaron como putas —nadie se maquillaba entonces si no trabajaba en la industria del sexo— y se llenaron de plumas de cabaretera y de joyas indiscretas, ostentosas, enormes, recargadas, como de nueva rica o de mantenida. Vamos que eran punkis. Un poco lo que hizo, 70 años después, Courtney Love, enseñándonos que llevar vestidos de niña, botas de militar y pintarnos como si ya volviéramos de gaupasa antes de salir de casa —ese estilo de pervertido nombre llamado kinderwhore, osea puta infantil— podía hacernos sentir “chicas malas”, que es siempre el primer paso para que te la acabe sudando todo. Que es la mejor manera de ser libre.

Como Courtney, las flappers no eran solo moda, pero no eran ellas sin su interpretación/expresión de la moda.

Otro de “les grandes”, marica público que creó su casa de moda con el hombre con el que compartió la vida durante casi 50 años, es Yves Saint Laurent. Y a ese hombre también le debes mucho, amiga. Seguramente te enamoraste de Marlene Dietrich en Morocco, en esa escena optimistamente distópica en la que el bollerón máximo se pega un paseo en esmoquin que ríete tú de la torridez de (Marga)Rita quitándose el guante en Gilda. Hay pocas cosas más rompedoras y, por tanto, más sexis que una mujer vestida con las prendas de la masculinidad para descontextualizarla. Tanto que hicieron falta 36 años para que alguien -nuestro Yves- se atreviera a ponerlo en una colección pensada para las mujeres de la calle. En 1969, además, se hizo una foto que cambió muchas cosas, con dos amigas monísimas, las tres llevando la misma prenda, la “sahariana”, predicando con el ejemplo de que la ropa “masculina” no es propiedad privativa de los hombres. Para que la ropa “femenina” no fuera mandato impuesto para las mujeres y espacio vetado para los hombres, quedaba un tiempo.

También es verdad que Giorgio Armani consiguió en los 80 que “El Traje”, ese uniforme de hombre importante que llevan también los hombres que no lo son para parecerlo, se hiciera holgado, bamboleante, y -lo único que puede ser una prenda para aspirar a ser divertida-… unisex. (Nota para las personas pertenecientes a generaciones posteriores a la X -si todavía no hacías litros cuando se murió Kurt Cobain, vamos-: así es como llamábamos a la ropa “de hombre” que también nos podíamos poner nosotras, antes de que viniera Butler y lo pusiera en disputa todo). Y eso que este señor es el mismo que dijo, en 2015, que “los homosexuales deben vestirse como hombres”. ¿Quizás podemos perdonarle con la excusa de que -según él- todes deberíamos vestirnos “como hombres”? Perdonadme a mí, pero es que a una señora de mi edad ya no le quedan mitos incancelables.

La estética hippie, el glam, el heavy, Bowie y el nunca suficientemente venerado Tino Casal vistieron a los hombres con mallas, monos, lentejuelas o faldas, les permitieron maquillarse, dejarse largo el pelo y derretir un poco las murallas infranqueables del género. Se podía ser un tío y robarle cosas a las drag queens. Pero eso era solo para el escenario, el videoclip, la foto. Solo Tino iba hecho una reina para andar por casa. Romper con la performance de género se quedaba en el espectáculo.

Los hombres, niños, chicos, chavales pintándose las uñas, los ojos, los labios, poniéndose tacones, vestidos, faldas, lentejuelas están construyendo el mundo en el que quieren vivir

Por eso me encanta que el actor y cantante Billy Porter llevara un vestidazo de terciopelo negro a los Oscar de 2019 y declarara que lo hizo para “ser una pieza de arte político” y “poner en cuestión la masculinidad”. Y que muchos hombres, algunos de ellos cisheterosexuales, hayan llevado vestidos, maquillaje, lentejuelas o tacones a galas y fiestas en los últimos años. Y que sean cada vez más. Por eso me encanta que el rapero Lil Nas X haya llevado a la gala del MET de este año un Versace que implicaba cambiarse tres veces, que hasta hace nada era cosa “de chicas”, o que Troye Sivan llevara un vestido, un collar y tacones y la noticia sea una foto que ha hecho en los baños, no su ropa.

Pero me gusta mucho más, me ilusiona mucho más y me parece mucho más revolucionario que cada vez más chicos, más chavales, más hombres, más niños den el paso más subversivo que se puede dar, que es el de trasladar lo performativo y lo político a la vida diaria, personal, de la gente “normal”. Porque romper “la norma” en los espacios cotidianos, con la gente cercana que sabe donde vives y conoce a tu familia y tu biografía es una ruptura de la que no se vuelve. Porque romper con una norma tan arbitraria -como aparentemente incuestionable- como es la del género es una brecha en la estructura fundamental del sistema explotador, opresor y violador que nos ha construido como desiguales y nos ha convencido de que es lo natural. Porque los hombres, los niños, los chicos, los chavales pintándose las uñas, los ojos, los labios, poniéndose tacones, vestidos, faldas, lentejuelas, transparencias, pendientes o escotes están haciendo mucho más que vestirse como quieran. Están construyendo el mundo en el que quieren vivir.

Sacar de la feminidad los adornos “de la feminidad” es contribuir a romper con uno de los discursos de la opresión más elaborados.

Ponte lo que te dé la gana. Pero no seas como quienes cometen la mezquindad esbirra, cutre y patriarcal de creer que pueden decidir lo que otres se tienen que poner.

Es tu oportunidad de ser como Coco Chanel.

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