Juventud por el clima
Es el momento de reclamar nuestro derecho a un futuro
Los territorios se agotan frente a un turismo extractivo que nos obliga a volver a pensar en los límites del crecimiento.
Imagen de la campaña Canarias se agota.
Nuestros territorios nos recuerdan, un verano más, que tienen sus límites. A lo largo de estos meses, distintas ciudades han estallado en reivindicaciones por una masificación turística que expulsa a las personas de sus barrios. Málaga, Cádiz, Sevilla, Mallorca, Barcelona y Alicante, entre otras, continúan las manifestaciones comenzadas por “Canarias se agota”. Precisamente de este agotamiento nos toca hablar en este verano que empieza bien caliente.
Cuando hablamos de decrecimiento, hacemos alusión a un movimiento que aboga por la justicia social y climática, marcada por la reducción voluntaria de la producción y consumo desmedido que actualmente agota nuestro planeta. Este modelo concibe que el índice de prosperidad de una comunidad no debe basarse en su PIB, o capacidad de producción, sino en el bienestar social y ambiental; dado que en la actualidad estamos viviendo como un mayor desarrollo tecnológico no se ve necesariamente acompañado de un aumento del nivel de bienestar de la población general.
Hablamos de un modelo decrecentista que parta de una mirada ecofeminista, en la que se revaloricen los trabajos de cuidados, el valor de la autoorganización y la necesidad acabar con la desigualdad de clases. Y es que vivimos las consecuencias de la explotación del modelo de consumo capitalista sesgadas por diversas formas de opresión, como el racismo, el sexismo o el clasismo.
El punto de partida es la concepción errónea de que la única vía de existencia de nuestra especie pasa por un sistema productivo, en el cual el fin último es la acumulación de capital, jerarquizando la vida humana con base en esto y con ello nuestro derecho al acceso al sistema sanitario, la alimentación o la vivienda. Apostar por el decrecimiento cuestiona la jerarquía de valores, así cómo nos hace preguntarnos qué estamos poniendo en el centro. En un modelo justo y coherente, señala la activista y académica Maristella Svampa, fenómenos como la obsolescencia programada, creada con el único fin de mantener en marcha la rueda de consumo exacerbado, dejan de tener sentido. Darle importancia a la durabilidad es dar un paso más allá de la sostenibilidad, pensando en qué es necesario para sostener la vida y garantizar el buenvivir.
La propiedad de los territorios se acumula en pocas manos que lo explotan en una dinámica extractiva que no tiene en cuenta a las personas que lo habitan
El sistema socioeconómico actual, impuesto por el norte global, reduce la naturaleza a mercancía. Este modelo económico no tiene en cuenta la contaminación del planeta, el agotamiento de los recursos, la desaparición de la biodiversidad ni el sometimiento de pueblos y culturas, ni busca el bienestar de la población ni la redistribución de la riqueza. La búsqueda del crecimiento ilimitado corresponde al propio modelo extractivo de los territorios.
El gran problema de distribución de los bienes comunes, sobre todo cuando hablamos de materia alimentaria y energética, no es otro que el reflejo de la desigualdad del sistema productivo. La propiedad de los territorios se acumula en pocas manos que lo explotan en una dinámica extractiva que no tiene en cuenta a las personas que lo habitan. Así lo vemos en las movilizaciones por el derecho a la vivienda, en juego por la subida de precios tras la masificación turística. El Sindicato de Inquilinas de Málaga denuncia la expansión de “centros urbanos masificados, homogeneizados bajo la premisa del beneficio extractivista y exclusivo de unos pocos, sin pensar en el desgaste de los ecosistemas y territorios tanto dentro como fuera de las ciudades”, y llama a cuestionarnos “qué ciudad, qué vida y qué futuros queremos”. Y por ello, hablar de decrecentismo es clave para entender que el territorio tiene unos límites que no tienen por qué dejar a nadie atrás.
Las ciudades están exhaustas por el modelo turístico extractivo, que expulsa a las vecinas y vecinos de sus barrios, convertidos en una atracción turística para quien pueda pagarlos
Hablar de ciudades -de territorios- más habitables implica repensar las prioridades. ¿Para quién se legisla? ¿Desde dónde? ¿Para quién se urbaniza? ¿Quién tiene derecho a habitar los territorios? ¿Para quiénes son los barrios? Estas, entre muchas otras preguntas, son respuesta a una (no) política de vivienda que no garantiza un hogar digno a la población, que permite la especulación de los precios como si se tratase de una mercancía más y no de un derecho básico.
Las ciudades están exhaustas por el modelo turístico extractivo, que expulsa a las vecinas y vecinos de sus barrios, convertidos en una atracción turística para quien pueda pagarlos. No es de extrañar que la población se organice y señale un límite que se ha sobrepasado. Su vida, su hogar, está en riesgo por un modelo de crecimiento continuo que explota todo lo posible -e imposible- del territorio.
Abordar el decrecimiento implica buscar y garantizar las distintas soberanías: la soberanía energética apuesta por una ciudadanía que conoce y controla la forma de producción de la energía, sin sacrificar territorios a su paso y buscando formas comunitarias de producción en una apuesta por el decrecimiento (energético); la soberanía alimentaria es otro eje del decrecimiento -donde la globalización de los sistemas agroalimentarios cada vez más desterritorializados acaba con la vida rural, produce enormes gastos de combustible fósil en el transporte de los alimentos y afecta negativamente a la biodiversidad- que defiende una venta más directa y local, donde los mercados sigan siendo un espacio de encuentro y pueda recuperarse de la agroecología campesina -desde organizaciones como la Vía Campesina- como un medio de vida y forma productiva sostenedora de la vida; y soberanía hídrica que garantice el derecho al agua de la población. Dentro del modelo productivo imperial colonial, hablar de soberanía energética nos obliga a preguntarnos de dónde extraemos el litio. Hablar de soberanía alimentaria es indagar en las cadenas globales de producción. Hablar de soberanía hídrica es ver quién está detrás de los procesos de privatización del agua.
Superar la idea de crecimiento o muerte entendiendo que la ignorancia de los límites pone en riesgo a los ecosistemas y la vida es decir basta. Las trampas de la modernización verde, el greenwashing, el capitalismo verde, son formas de llamar a un desarrollo productivo que intenta adaptarse a lo innegable. Sin embargo, como afirma J. Marcos, la economía no puede deshacerse de su vinculación con los límites ecosistémicos y humanos. Así es que el crecimiento de la gran empresa agroalimentaria se fundamenta en sustituir la diversidad natural por el monocultivo homogéneo, minando la calidad de los suelos y el agua. Nuevamente la acumulación de mucho en pocas manos, al igual que ocurre con las transiciones energéticas “verdes”. La dicotomía producción-reproducción, la búsqueda de una economía productiva basada en el crecimiento continuo, nos impide ver otras alternativas de subsistencia que no ponen en riesgo la vida.
“Ecofeminismo y decrecimiento permean su propuesta frente a la crisis global: ambos constituyen el antídoto que se opone al binomio patriarcado/capitalismo”, dice Victoria Aragón
Para pensar en otros mundos posibles es necesario aplicar una perspectiva ecológica en cuanto al concepto del progreso. Transformar así al progreso en el avance, como escribe Yayo Herrero, hacia “una cultura de paz que celebre la diversidad de todo lo vivo, que permita a todas las personas el acceso a los bienes materiales en condiciones de equidad y que se ajuste a los límites y ritmos de los sistemas naturales”. Según Alicia H. Puleo, “un Estado del Bienestar Verde (…) debe implicarse también en el apoyo a las cooperativas urbanas y a las pequeñas empresas ecológicas”. Esta misma línea sigue Victoria Aragón en su libro Ecofeminismo y decrecimiento, donde busca construir una forma de bienestar alejada de la sociedad de consumo y explotación y “recuperar la vida comunitaria, las prácticas solidarias”. Por ello, la autora afirma que “ecofeminismo y decrecimiento permean su propuesta frente a la crisis global: ambos constituyen el antídoto que se opone al binomio patriarcado/capitalismo”. Una vez más, los ecofeminismos de la mano del decrecentismo y la agroecología campesina nos permiten pensar mundos donde la vida esté en el centro y puedan transformarse las dinámicas de producción y crecimiento sin límites.
Consumir y tirar. Producir y producir. Estos son procesos que tenemos integrados, sin embargo, la economía social y solidaria, coherente con los límites del planeta y respetuosa con los derechos de las personas, muestra que existen numerosas herramientas que posibilitan dar este primer paso, donde las cooperativas de producción, alimentación, energía y consumo son un primer paso por el que transformar en colectivo el sistema productivo. Por eso apostamos por alternativas económicas para un decrecimiento feminista.
“Poner radicalmente en cuestión a la oligarquía empresarial energética, romper con el imperativo de crecimiento económico, transformar rotundamente nuestro modelo productivo y energético, y profundizar en la democratización de nuestros territorios” es clave. Es imprescindible un cambio de sistema, en el que las medidas que se tomen pretendan mejorar la calidad de vida de la ciudadanía y no aumentar el beneficio económico de una minoría. Atrevernos a imaginar alternativas viables al modelo de consumo actual para garantizar colectivamente un bienestar social y ecológico a largo plazo. Ya es hora, es el momento de reclamar nuestro derecho a un futuro.