“He visto a las mejores mentes de mi generación sentirse incómodas frente a un pedazo de pan”
La escritora colombiana María del Mar Ramón presenta su libro ‘Follar y comer sin culpa. El placer es feminista’ (Editorial U-Tópicas), previamente publicado en 2019. A partir de su propia experiencia, la autora indaga en temas relativos al cuerpo, la relación con la comida, el deseo y la violencia sexual.
La escritora María del Mar Ramón. / Foto: Johann Romero
María del Mar Ramón (Bogotá, 1992) odia la solemnidad. Cuando escribe, cuando narra sus experiencias. “Me enferma que para hablar de temas importantes tengamos que hacerlo de esa manera”. Por eso, al conversar con ella y al leerla se establece una especie de intimidad en la que te sientes arropada. Una liberación en la que también te ríes mucho. Esta huida de la solemnidad le permite igualmente explorar con naturalidad y mucha honestidad temas relativos al cuerpo, a su relación con la comida, el deseo, la sexualidad o el porno, entre otros.
“De repente podíamos hablar de la violencia sexual sólo si decíamos ‘esto fue lo peor que me pasó’. Yo no quería hablar así porque no me sentía de esa manera”
La escritora estuvo en España presentando su libro Follar y comer sin culpa. El placer es feminista (Editorial U-Tópicas). Un libro que se publicó previamente en 2019 y que ha sido reeditado este año. En él, María del Mar habla en sus propios términos, sin acomodarse al discurso que podría considerarse esperable. Hemos hablando con ella.
En el libro está muy presente la vergüenza: hacia nuestros cuerpos, nuestro deseo, etcétera. Me interesa mucho, porque siento que es un tema que aún cuesta abordar.
Este libro lo escribí hace tiempo, no parece tanto, pero en términos de discusión feminista todo parece suceder muy rápido. Cuando lo escribí no había estado muy en contacto con textos o referencias en torno a la vergüenza, creo que ahora hay más cosas. Me parece interesante porque siento que el libro tiene una relación muy intuitiva con esa forma de censura que la vergüenza suele ejercer. Le tenemos mucho miedo a la vergüenza, al ridículo y a que la forma en la que la violencia que otros han ejercido sobre nuestro cuerpo genere vergüenza. Lo que obviamente desencadena esa emoción es un silenciamiento sobre estas experiencias traumáticas que han pasado en nuestros cuerpos. Con el silencio sucede que es imposible medir el trauma, reconciliarlo, buscar formas de reparación, y se produce una triple victimización. No sólo hay que afrontar una situación de extrema violencia, sino que vas a tener que afrontarla en silencio porque te va a generar vergüenza hablar de lo mal que te hicieron otros en tu cuerpo.
Creo que el libro, y es algo que he visto en estos años de relectura, no teme en absoluto a la vergüenza y eso lo hace en algunos momentos un poco gracioso. Yo pude elegir los términos en los que quería contar mi historia y esos términos no eran solemnes, odio la solemnidad y me enferma que para hablar de temas importantes tengamos que hacerlo de esa manera. De repente podíamos hablar de la violencia sexual sólo si decíamos “esto fue lo peor que me pasó”. Yo no quería hablar así porque no me sentía de esa manera. Creo que usar esa vergüenza y profundizar y nadar sobre ella y habitarla es para mí el gesto más subversivo que tiene el libro.
Se publicó hace unas semanas un texto en eldiario.es de Andrea Gumes donde hablaba de la aceptación del cuerpo y se preguntaba por qué no se produce el clic. Pese a toda la teoría que sabemos, todas las lecturas feministas, no somos capaces de aplicarla del todo. Es verano y todas nos agobiamos un poco y sentimos culpa por comer o no comer, por hacer más o menos ejercicio. ¿Se puede hacer ese clic?
Tenemos que tratar de ser compasivas con no poder hacer ese clic. Yo he visto a las mejores mentes de mi generación sentirse incómodas frente a un pedazo de pan. Siento que, en la relación con el cuerpo, no hay un clic para nosotras. Cuando empezamos a ver en nuestros discursos feministas que esto era un tema, comenzó a estar mal visto que como militante feminista te preocuparas por lo que comías y no pudieras sacarte de la cabeza esta forma en la que percibimos el cuerpo y la comida, tan violenta y tan agresiva. Eres feminista y ¿cómo te vas a sentir mal porque engordaste? Y es cierto, yo también me lo pregunto. Lo que creo es que la relación con el cuerpo es oscilante. Hablar y habitar espacios sin censura creo que es una muy buena herramienta, pero no soy capaz de decirle a nadie lo que tiene que hacer. Mi relación con la comida ha mejorado muchísimo en la última década y no tengo un TCA [trastorno de conducta alimentaria] activo, pero para mí la comida no es indiferente, es un tema presente en mi vida, es algo en lo que pienso.
“Yo le tuve que pedir a mis amigas y a mi familia que nunca me volvieran a decir si estaba más flaca, me hace mal”
Nuestra generación y las generaciones anteriores no tenemos una noción de lo que es comer cuando tienes hambre y dejar de comer cuando estás llena. Como toda la vida nos habían dicho que lo que nosotras sentíamos estaba mal y que había que seguir una serie de reglas, la relación con el hambre está completamente estropeada. Y esto requiere una serie de trabajos. A mí me ha servido mucho disfrutar la comida y estar muy presente y que eso contrarreste esa relación tan controladora. Me ha servido también habitar espacios en los que el peso no es un tema, con mis amistades y mi familia. Que nunca se hable del cuerpo de las otras personas me cambió la existencia. Ese silencio es algo muy liberador. Aún así eso no lo resuelve, hace que la vida sea mucho más apacible, pero la relación con la comida y con el cuerpo no es algo que yo haya podido resolver. Descreo de las fórmulas mágicas y creo más en entender que la relación con el cuerpo es eso, una relación, que tiene altos y bajos y momentos intensos y momentos de desapego. A mí me trajo mucha paz entenderlo como un vínculo.
Creo que una experiencia compartida para todas es la de haber escuchado comentarios constantes sobre nuestros cuerpos. Nuestras abuelas o madres no tenían ningún pudor en decir lo gorda o la flaca que estabas. ¿Por qué crees que era tan natural hacerlo?
Una práctica necesaria y urgente es no hablar de los cuerpos ajenos; no se fiscalizan en ningún aspecto. Un núcleo muy tóxico en este ámbito es la familia. Yo le tuve que pedir a mis amigas y a mi familia que nunca me volvieran a decir si estaba más flaca, me hace mal. En mi experiencia, la mayoría de la gente no lo vuelve a hacer porque no lo hace de malas, justamente al contrario. Por ejemplo, la gente piensa que te está haciendo un favor porque te está avisando si has engordado. Pero cuando digo que esto me duele y pido que no lo hagan más, no lo hacen más. Reconocer esas vulnerabilidades forma parte de la relación con el cuerpo.
No conozco a ninguna de nosotras que tenga una relación indiferente con la comida, tengo amigas que han sido genéticamente flacas e igual en algún momento hay algo, me sorprende el nivel de transversalidad. Pero me parece importante diferenciar esto de la terrible violencia a la que se enfrentan los cuerpos gordos por parte de todas las instituciones, la discriminación absoluta, no tener un acceso correcto a la salud, un detrimento en la posibilidad de ganar plata… A la gente no le gustan las personas gordas, porque se relaciona con ser perezosas, indisciplinadas. En los últimos años se han podido escuchar estas experiencias y se le ha dado más importancia a la militancia gorda que, junto con la militancia trans, señalan al sistema médico, que es muy difícil meterse con él. Me parece importante reivindicar el trabajo que hacen las compañeras de la militancia gorda.
“Estoy segura de que el porno no es la matriz de la violencia sexual ni de cómo entendemos el consentimiento”
Me interesa hablar de porno. En el libro hablas con naturalidad sobre cómo lo veías, sobre alternativas al porno mainstream y cómo por un lado distorsionó tu idea del sexo y el cuerpo, pero también en otros casos ayudó en la exploración del deseo, qué te excita, etcétera. ¿Te supuso un dilema hablar de porno?
No me supuso un dilema, más que el dilema que me supone cuando consumo porno que no es feminista, que es exactamente el mismo que siento cuando entro a H&M. Creo que con el porno hay una discusión que se piensa mucho más desde lo moral y mucho menos desde lo laboral. Y a mí me interesan más los debates laborales que los morales. Me interesa que las actrices que hacen porno tengan unas condiciones laborales justas y seguras para ellas. O qué hace Pornhub con los vídeos sexuales de personas que no han dado su consentimiento. Todo eso me interesa muchísimo más que la discusión sobre la representación, porque me parece obsoleta. Creo firmamente que el porno es ficción, al porno no le corresponde criar a las personas en una sexualidad saludable. Y además de eso, cualquier sugerencia a que hay una forma correcta en la que el sexo debe verse me parece peligrosa, esencialista y falsa. Porque ¿cuál es esa manera, hacía dónde se dirige, cómo debe ser el sexo, qué sí, qué no, quién pone el estándar? Para mí el sexo feminista es el sexo consentido, y el consentimiento es un concepto complejo, no es taxativo, no lo tenemos tan claro como creemos. Me encantaría que el problema de la violencia sexual fuera tan sencillo de resolver como mostrar a las personas escenas no sé de qué. Estoy segura de que esa no es la matriz de la violencia sexual ni de cómo entendemos el consentimiento.
También me interesa la discusión sobre cómo nos podemos apropiar y pensar el porno desde el feminismo, cómo abordar el consentimiento dentro de la pornografía. Me interesa la pornografía en cuanto a que me resulta una forma muy curiosa de pensar en mi propio deseo y sus mutaciones. Me parece muy lindo darme la oportunidad de observar cómo el deseo cambia tanto a lo largo de los años. Ese universo de mirar con curiosidad y sin ninguna culpa el deseo propio es algo que me produce fascinación porque también creo, y aquí va lo otro, que con lo que uno se hace la paja no es lo que uno quiere hacer cuando coge. No necesariamente es eso.
“Yo no quiero ser carne de cañón para políticas fascistas y punitivistas contra el abuso sexual”
Al final del libro hablas de tu propia experiencia como víctima de violencia sexual. Me gusta la reflexión que haces sobre el concepto de víctima y cómo pones otros sentimientos encima de la mesa (la rabia, el enfado) frente a los tradicionales que se asocia a la buena víctima (la vulnerabilidad, el miedo, el trauma, la tristeza…)
Creo que estamos en un momento muy interesante para pensarlo. No hay una víctima perfecta. La posición de víctima a nivel político es una terrible trampa. Creo que es legítimo el reconocimiento como víctima de violencia machista y patriarcal por otros y otras (sobre todo por otros), pero la trampa es que nunca es en los términos que se exigen del otro lado. Me parece terrible porque si una quería hablar como víctima de abuso sexual en la esfera pública tenía que decir “me arruinaron la vida”, y yo no estoy dispuesta a decir eso ante un grupo de personas, porque no lo siento así. Me parece complejo y triste porque estamos hablando de que el 80 por ciento de las mujeres en el mundo somos víctimas de algún tipo de violencia sexual, ¿entonces el 80 por ciento tiene que tener la vida arruinada? Esta fue la razón por la que yo no quise hablar de mi abuso sexual, porque no quiero ser reconocida de esa manera.
Ante la violencia sexual no hay una respuesta correcta, ni esperable, ni buena, y creo que es lo mínimo a lo que tenemos derecho: elegir cómo queremos hablar, en qué terminos, en qué espacios, si queremos o no denunciar a la persona y afrontar el proceso penal. Yo no quiero ser carne de cañón para políticas fascistas y punitivistas contra el abuso sexual. Como feminista antipunitivista, creo que en la cárcel sólo recaen los cuerpos empobrecidos y discriminados y, al mismo tiempo, tengo que afrontar el dilema de que no sé qué hacer con los abusadores sexuales. Y está bien, hay que pensar, yo no sé cómo se resuelve esto, pero no me voy a parar a decir “penas más altas para los violadores” cuando todas sabemos que no existe una evidencia que indique una correlación entre la extensión de la pena y la reducción del delito.