Sentarse a la puerta
Mientras el verano se ha convertido en una época de consumo de tiempo por excelencia, salir al fresco cuando baja el sol es una costumbre contracorriente que aporta sosiego en una época de euforia planificada.
Vecinas y vecinos de Bohonal de Ibor en uno de los encuentros auspiciados por Marta Morales y Ángel Baides. / Foto: Aupex
El verano ya no es tiempo de sosiego ni de quietud. Hace temporadas que convive con una agenda llena, igual que el resto de las estaciones. Diez días a la playa, escapada de tres noches a un camping, el finde que viene toca el festival del momento, reserva en ese restaurante en el que hay cola como si lo regalaran, fiesta y resaca en casa de no sé quién, días de furgo y culo plano, visitar ese país que no está de moda aún y no quiero que esté pero que yo lo quiero conocer porque me lo merezco, compra del kit básico en el Decathlon, ponerse las gafas de moda, otro festi, por supuesto, no te puedes perder aquella cala. Y así podría estar horas, pero ya estoy agotada. Ah, y fotos de todo para el Instagram, para la storie del momento y para ir publicando todo el año, que se vea que me muevo, que estoy en todo, que no me pierdo nada, que conozco sitios increíbles y que mi look (perdón, outfit) es digno de revista.
El tiempo de veraneo se ha convertido en la época de consumo por excelencia. De consumo del tiempo. Porque los días ya no están para vivirlos, sino para gastarlos, para consumirlos sin dejar una gota, rebañando bien. ¿Qué voy a hacer estos dos días, entre que llego de la playita y voy al festival ese que me han recomendado? Habrá que buscar algún plan, no vaya a parar dos días.
Hacer planes en vacaciones es una obligación. Contar que no tienes nada previsto es recibir como respuesta una cara de desaprobación y de extrañeza
Aquello que se popularizó -solo para una parte de la población- en los años 60 es hoy una industria que dicen genera PIB, pero que se nutre de empleos precarios que enriquecen a unos pocos y expulsan a muchas. Las bondades del turismo, que las hay aunque ahora mismo me cuesta anotarlas, han mutado en una obsesión. Hacer planes en vacaciones es una obligación. Contar que no tienes nada previsto es recibir como respuesta una cara de desaprobación y de extrañeza. ¿Qué planes tienes para el verano?, ¿a dónde vas de vacaciones?
Al pueblo.
Fin.
Lejos de hacer una apuesta contracultural y de romper con la tendencia de la huida, algo que puede leerse también como snob, estar en el pueblo puede ser el mejor descanso. Y no en un ahora que bulle entre tareas pendientes, millones de correos por responder y estrés. Lo ha sido siempre. Ni cuando la playa no era una posibilidad, ni cuando las alternativas se multiplican. Para quien lo tiene, ir al pueblo, otra vez, es una cuestión de supervivencia y una apuesta por el sosiego en un mundo que te exige movimiento constante y euforia planificada.
¿Y qué haces en el pueblo?, ¿no te aburres? Las respuestas a estas preguntas son de nuevo recibidas con extrañeza y desaprobación.
¿Hay que hacer siempre algo, no sirve con estar?
En mi pueblo, Bohonal de Ibor, Cáceres, Extremadura, de chica íbamos al pantano a bañarnos y hacer merienda-cena. Esta opción, con los embalses del Tajo convertidos en basureros de Madrid y al vaivén de las decisiones de Iberdrola, ya no existe. El agua está verde y a veces huele mal.
De jovencinas, solíamos ir al río, al Ibor, cuatro kilómetros de carretera mediante, caminata bajo solanera o en coche después de dar lástima a alguien. Agua fría, rutas por una orilla más o menos salvaje hasta encontrar un remanso, subiendo por canchos y pegando saltos. Esta agua, siempre lo dijeron, no es buena; la del pantano es la que cura las heridas, pero esa ya no es opción.
Ahora ya hay piscina y suele estar a timbote; hasta arriba, vaya.
Y siempre, como opción irrenunciable a última hora del día, el fresco.
Sentarse a la puerta.
Al fresco.
Sentarse a la puerta a estar, a no hacer nada, es una práctica de ruptura, un absurdo que sorprende que haya que reivindicar
Es una práctica fácil que no precisa de indicaciones. Solo hay que esperar a que baje el sol y con suerte corra un poco de aire. A partir de las 10 de la noche ya se puede salir a la calle en Extremadura. Una silla de enea, antaño, una hamaca, ahora; o el poyo, si es que luce en la fachada.
Sentarse a la puerta a estar, a no hacer nada, es una práctica de ruptura, un absurdo que sorprende que haya que reivindicar. A veces hay corrillos de vecinas o vecinos, momento de intercambio y encuentro; otras, cada quien sale a su puerta. Unos se recogen antes, otras, esperan a que pase el correo, ese avión que cada noche se movía entre el inmenso cielo estrellado. Porque las estrellas, con el cielo despejado del estío, acompañan en las noches pueblerinas.
Las conversaciones en ocasiones fluyen, otros días no hace falta hablar. Alguna cabecita puede caer, también mucho saludo a quien pasa para arriba y para abajo, porque los pueblos, al menos los extremeños, reviven en las noches de verano. ¡Buenos noches!, vamos, se está bien, ¿no?, sí, parece que corre un poco el aire, venga, ale, ¿qué tal andamos?
Y así día tras día. Verano tras verano. Año tras año. Pero cada vez menos, eso sí. Con la muerte a cuenta gotas de las personas mayores, la práctica tiene relevo a empujones, tomar el fresco a la puerta del bar gana adhesiones, y no sorprende.
Este año en mi pueblo, gracias al impulso de Marta Morales y Ángel Baides, y a sus intervenciones artísticas (Tía Homes), las vecinas se han juntado varias noches en zonas diferentes: que si en la plaza de Toleo, que si a en el portalón de tía Escolástica, que si en La Legunilla, que si… hasta han ido a cenar al pantano, aunque sea por un día para recordar aquello que fue costumbre, y han llevado una silla de enea gigante de procesión. Venerar una silla de enea, venerar el sosiego, el encuentro entre vecinas, la apacibilidad, el respiro, el estar, la cháchara intrascendental, el buenas noches y el hasta mañana. Porque al día siguiente el plan se repite: el placer de no hacer nada.