Una carta a mis compañeras diagnosticadas de anorexia
Nos ordenan abrir la boca para comer, sin una ligera pregunta de qué nos ocurre, y, sin embargo, quieren que nos mantengamos con los morros prietos para que no contemos nada de la violencia que hemos sufrido y sufrimos.
Ilustración de Ángela Haller para campaña de Orgullo Loco Madrid (2021)
Hola, compañeras:
Os escribo una carta, aunque no sea yo Ovidio, ni Juan de Segura, ni Pedro Sánchez. Pero sí os la escribo con el mismo ímpetu y ánimo con el que Frida Kahlo manuscribía a Chavela Vargas, con el que Eloísa de Argenteuil se enfrentaba al infierno o con la misma vehemencia con la que Emma Goldman narraba a Vidal Arabi las vicisitudes de su vida como refugiada al ser la enemiga número uno de los Estados Unidos de América. Nosotras, las personas diagnosticadas con anorexia, también somos refugiadas y enemigas, no de Estados Unidos, solamente, sino de este sistema violento y asesino.
¿Dónde (n)os contamos las amenazas, el chantaje emocional, los ingresos involuntarios, las sondas, las contenciones mecánicas, los abusos sexuales dentro del sistema de salud mental?
Existe un sensacionalismo, carente de la más mínima crítica, que impregna todo nuestro discurso, y que, por tanto, reduce nuestra capacidad de imaginar. Esta basura que no nos tragamos (ni engullimos, ni saboreamos) nos pide, ruega e implora silencio, obediencia y ascetismo. Nos pide que seamos santas, Santa Anoréxica.
Contradictoriamente, quieren que abramos la boca para comer, siendo esta voluntad la expresión del poder, pues ordena y manda qué y cómo se debe comer sin una ligera pregunta de qué nos ocurre, y, sin embargo, quieren que nos mantengamos con los morros prietos para que no se nos escape ni el aire y no contemos nada de la violencia que hemos sufrido y sufrimos. Nada, absolutamente nada de lo que nos han hecho. ¿Podéis palpar la rabia en mis palabras?
Las figuras de poder, a través de sus pequeños y diminutos engranajes, van escogiendo a las pocas personas que podrán dar unas pinceladas sobre lo que supone un diagnóstico de anorexia. Sin embargo, hasta ahora, no es casualidad, poca gente he encontrado que relate algo más allá de lo mal que lo hemos pasado, algo que trascienda las lamentaciones. Necesitan un discurso gimoteante, fácil, con el aspecto que ellos diseñan y con las palabras que ellos escriben, aunque no lo hagan sobre el papel. Están faltos de historias sensibleras que enternezcan sus vagos corazones y los de los espectadores alienados a quienes hay que darles contenido para que no se percaten de las condiciones materiales en las que viven, para darles luego la bonita moraleja que esperaban alrededor de una homilía de superación. Las armas del Capital son cada vez menos tímidas.
Nosotras, las personas diagnosticadas con anorexia y, más tarde, maltratadas por razón de esa etiqueta, ¿dónde (n)os contamos las amenazas?, ¿dónde (n)os entregamos los pastilleros enteros que nos daban, a la fuerza, cada día? El chantaje emocional, ¿a qué buzón de correo hay que mandarlo?, ¿los ingresos involuntarios dónde los denunciamos?, ¿las sondas?. ¿las contenciones mecánicas?, ¿los abusos sexuales dentro del sistema de salud mental? ¿Podemos hacerlo juntas?, ¿lo hacemos?, ¿dónde vomitamos las violencias psiquiátricas a las que nos han sometido?
Esta es una invitación a reunirnos, una llamada a romper la figura de pobre criatura o de ascética que con su devoción alcanzará a Dios
Son muchas preguntas y, a la vez, todas empiezan por una simple: es una invitación a reunirnos, una llamada a romper la figura de pobre criatura o de ascética que con su devoción alcanzará a Dios (al que más desee o al hecho o imagen que lo encarne en cada época de la historia).
Con este diagnóstico no ocurre como con muchos otros de los que quienes redactan el DSM-V tienen a bien inventarse. La idea clásica de un loco es la de quien no puede controlarse, no puede asumir las reglas de la civilización moderna. Nosotras, con un espíritu de desobediencia y oposición, nos hemos excedido en su cumplimiento. A veces inadecuación a las normas, otras sobreadecuación, pero nunca conformes.
En muchos movimientos sociales asumimos que eso es incierto, que el diagnóstico es la patologización de un problema social y que no existe tal enfermedad mental. Pero la anorexia suele asustar. Al fin y al cabo, nosotras hemos contado poco más allá, repito, del discurso lastimero. Poca gente, si no lo ha visto, sabe lo que nos hacen. Poca.
Florencia Lico, en su texto “¿Se puede politizar la experiencia anoréxica?”, razona que es muy difícil organizarse con alguien que está convencida de que tiene que cambiar. Asegura que la rigidez de nuestra disciplina obsesiva y el imperativo del encogimiento produce apatía y la dificultad para expresarnos. Esto implica un distanciamiento social. El aislamiento, incluso en su inmenso deseo de acercarse y pertenecer, impide tejer redes, militancia y ayuda mutua. Y termina acertadamente concluyendo que, a diferencia de otros grupos, las personas diagnosticadas de anorexia no estamos organizadas, no estamos juntas.
Podríamos hablar del cuerpo anoréxico, de las razones por las que sucede, de la praxis que suponen estos esqueletos, de las pieles apagadas y la tristeza. Lea Muldtofte define la anorexia como una figura frontera, un cuerpo complejo que escapa la definición (eventualmente), incluso a su propia definición como complejo. Huyendo de toda definición del sistema, de todo decálogo de síntomas y tratamientos, huyendo de cada etiqueta, podríamos, efectivamente, politizar esta realidad, que la rabia, la necesidad de encontrar un alivio en la lucha nos lleven a reunirnos, entre nosotras y con otros colectivos y movimientos que sin nuestra perspectiva política de disciplina-indisciplina, sumisión-rebelión están desnortados.
No somos santas, nos han santificado, pero el camino a todo ello que anhelamos es el disfrute, la politización, la colectividad y, ¿por qué no?, la venganza.
Os esperamos, compañeras, con el esqueleto y los brazos abiertos.