No es (solo) trauma, es sobre todo injusticia
Las consecuencias de las violencias sufridas por la infancia en el marco de una relación parental de maltrato no pueden quedar impunes.
Que el machismo mata ya lo sabemos, aunque la normalización empieza a pesar. Solo necesitamos abrir un periódico digital o encender la tele a la hora de las noticias. Las cifras de mujeres asesinadas –que siguen aumentando mientras el año rueda– siempre ocupan un pequeño lugar entre la parrilla de informaciones programadas para ese día. Y en eso se queda: en el número, en el minuto de silencio, en las declaraciones de “Era un chico normal” y en la reiterada “no constaban denuncias previas por malos tratos”. Las cifras son necesarias, por supuesto, y nos permiten ver la magnitud del problema y corroborar que no se trata de un hecho aislado, sino de algo estructural. El problema es que solo una cifra tras otra, sin un contexto amplio, un recorrido en profundidad, un análisis exhaustivo y un seguimiento, hace que cada nuevo feminicidio se esté convirtiendo en algo así como un mal menor, ese que está ahí, que permanece, al que nos hemos acostumbrado, pero ante el que “poco podemos hacer”. El toque sensacionalista del día. Otra anécdota, al fin y al cabo.
Al igual que con muchos otros temas, parece que esto de la violencia machista de parejas o exparejas es algo que nos encontramos en los medios y redes sociales, algo alejado de nuestras vidas, algo que nadie a nuestro alrededor sufre. Pero si escarbamos un poco más, podemos dar con eso que se esconde al fondo y en lo que pocas veces pensamos, eso que se cubre con años de silencios y –seguramente- muchas ausencias; eso que los titulares sensacionalistas, las declaraciones vacías y el marketing político nunca contemplan: el miedo, la vergüenza y el desamparo. Lo ha dicho muy bien Gìsele Pelicot, necesitamos que la vergüenza cambie de bando. Y ella, al igual que muchas otras que se atreven a alzar la voz, van creándonos a todas túneles subterráneos por los que deslizarnos en busca de una salida.
Miles de mujeres y niñas comparten sofá y baño con el queridísimo que les hace la vida oscura. Convivir con el miedo y el sentimiento de desprotección puede tener consecuencias devastadoras
Pero volviendo a la violencia machista en parejas o exparejas, tengo serias dudas de que seamos conscientes de la magnitud del problema, de que se trata de un terrorismo cotidiano que se asienta en cientos de casas, tanto si se llega como si no al extremo del feminicidio. El menosprecio, la manipulación, el control, las vejaciones, las humillaciones y muchas otras formas de violencia recorren habitaciones y pasillos, comen en la misma mesa desde la que se puede ver el telediario y sus noticias. Cada día, miles de mujeres y niñas comparten sofá y baño con el queridísimo que les hace la vida oscura. Y convivir con el miedo y el sentimiento de desprotección puede tener consecuencias devastadoras.
Lo que callamos, lo que no podemos o no nos atrevemos a mencionar, las violencias que atraviesan nuestros cuerpos pueden terminar convirtiéndose en importantes problemas de salud mental. Los traumas de origen patriarcal dejan una huella tan marcada que, en muchos casos, las consecuencias permanecen durante océanos de tiempo. Si le añadimos el hecho de tener muy poca edad y estar en pleno desarrollo de nuestro sistema de apego y convivir asiduamente con la violencia, el sufrimiento psíquico es más que evidente. Está demostrado que las experiencias impactantes vividas durante la infancia y adolescencia afecta de diferentes formas al desarrollo de la vida adulta. Muchas de esas decenas de mujeres asesinadas dejan como supervivientes a hijos e hijas cuyo futuro estará marcado por una vivencia voraz. No sabemos quién se encargará de restaurar la tranquilidad, ni si será posible hacerlo. Pero aun dejando a un lado una situación que llegue a ese extremo, cada día, en cada pueblo o ciudad, se producen otras miles de vivencias de maltrato que tienen como víctimas o como testigos a niños y niñas y, como trasfondo, un daño insondable.
Lo más difícil es reconocer que alguien a quien queremos está ejerciendo violencia sobre nosotras o sobre nuestras madres
Y volvemos a la vergüenza, al miedo, al desconcierto. No es nada fácil decir “me siento maltratada”, porque lo más difícil es, en primer lugar, reconocer que alguien a quien queremos está ejerciendo violencia sobre nosotras o sobre nuestras madres. La propia concepción de “ser una mujer maltratada” puede resultar, en sí misma, controvertida, porque parece perpetuarnos como agentes sin opción de actuar, entes pasivas con el maltrato detrás. Por eso, por la posibilidad de cambio que engloba, y por la capacidad de superación y la fortaleza que implica, desde hace ya tiempo hemos pasado de “maltratada” a “superviviente”. Es lógico. Las palabras son importantes y necesitamos buscar términos más ajustados a la realidad subyacente y a la sensibilidad de quienes viven las violencias.
Lo que ocurre es que si hablamos de niños y niñas, que no tienen un manejo emocional consistente ni palabras para nombrar ciertas realidades, el asunto es mucho más delicado. Pongamos un ejemplo cualquiera: una pareja heterosexual en la que el marido es un maltratador. Pongamos que cada día de la convivencia de ese matrimonio en ese hogar se escuchan agresiones verbales o físicas, que con frecuencia las comidas y las cenas se enturbian por malos gestos, silencios, vejaciones, críticas destructivas y un infinito etcétera. Pongamos que, además de la mujer, en esa casa existen una o varias criaturas, que luego crecen y arrastran este arsenal de mierda. Que todo ese dolor termina convirtiéndose en ansiedad, depresión crónica, TLP (trastorno límite de la personalidad), que la falta de recursos internos y externos para aliviar el sufrimiento provocan un trauma. Porque aunque el término se haya trivializado, un trauma es precisamente eso: la ausencia de apoyos, de sostenes, de un estado emocional propicio, para lidiar con una amenaza, lo que produce un daño intenso y duradero en el inconsciente. Habrá quien diga que esta fractura emocional se puede remendar con terapia, pero no siempre existe dinero, ni fuerzas, ni otras variables de interés. Y a una corta edad, aún menos. “Lo lógico y esperable en estos casos sería encontrarse con niños y niñas ‘traumatizados’, con todo lo que esto implica”, apunta Raúl Lizana en su libro A mí también me duele. Niños y niñas víctimas de la violencia de género en la pareja. Estamos hablando de la violencia machista, de una exposición continuada a situaciones amenazantes. Me ahorro todas las repercusiones que puede tener para las criaturas en el ámbito cognitivo, conductual y fisiológico, que no son pocas. Cuanto más extenso haya sido el tiempo de exposición al maltrato, mayor es el quiebre.
¿Por qué no existen más recursos públicos para evitar que los hijos e hijas de las mujeres a las que han maltratado tengan secuelas durante demasiado tiempo?
En este contexto, ¿cómo evitar la fractura? Y lo más importante: ¿por qué no existen más recursos públicos para evitar que los hijos e hijas de las mujeres a las que han maltratado tengan secuelas durante demasiado tiempo? Una condena de medio año de cárcel –si es que la hay– o una orden de alejamiento –en la que frecuentemente se mantiene el régimen de visitas con el padre– no reparan los efectos provocados por una relación basada en la violencia. Una manutención no suple los efectos cognitivos, emocionales y sociales que se derivan de ella. Lo que se necesita es una toma de responsabilidades, que se ofrezca soporte, que haya una implicación real. Que las consecuencias de esas violencias sufridas por las criaturas en el marco de una relación parental de maltrato no queden impunes –en el presente o en el futuro–, como a menudo sucede. No sé, se me ocurren cosas. ¿Estudios especializados en la salud mental de la población infantil que ha convivido con la violencia machista? ¿Asistencia psicológica gratuita? ¿Recursos económicos? ¿Indemnizaciones? ¿Intervenciones sistémicas? Las posibilidades son múltiples. Si la violencia “de género” y la violencia vicaria (ambas, en conjunción, maltrato infantil) son un problema social, el porvenir de los niños, niñas y jóvenes que han vivido años entre sufrimiento no puede quedar relegado al ámbito individual. No es que vivamos en una sociedad machista y traumatizada, es que vivimos en una sociedad injusta en la que el desamparo vivido en las casas se perpetúa también socialmente. Si existen factores externos que provocan un trauma, la responsabilidad de la reparación es estatal, disponer de recursos especializados ante la violencia estructural que viven hijos e hijas tendría que ser una cuestión prioritaria. Pero parece que hasta que no vemos asesinatos, no se pone en marcha algún tipo de mecanismo.
¿Todavía a alguien le extraña que rezumemos rabia? Esto es lo que tenemos. Ni el mindfullness, ni el yoga, ni la danza terapéutica, ni el coaching, ni la medicación servirán para calmar esta sed de justicia que muchos llamarán venganza, locura, histerismo –novedad–. Lo mismo da. Dice María Fernanda Ampuero en su libro Visceral: “La ira, como la alegría, es una señal de que nos importa el mundo y durante muchísimo tiempo yo no sentí ni lo uno ni lo otro. Ahora, que de nuevo siento, que, por fin, en medio de las toneladas de concreto que eché sobre mi pecho, ha salido un brotecito de algo -¿rabia?, ¿plenitud, ¿euforia?, ¿ansia de cortar cabezas?- lo valoro casi con lágrimas. No se puede estar viva, viva de verdad, sin sentir ira”.
Volviendo a la semántica, quizá deberíamos dejar de llamar trauma a las consecuencias de la violencia machista y despojarnos un poco de tanta responsabilidad, mientras la irresponsabilidad y la impunidad de los perpetradores no se toca. Si un trauma –una herida emocional profunda– no se supera en un tiempo prudencial –que no sé exactamente cuál es– puede pasar a convertirse en un trastorno de estrés postraumático. Vaya, que raro me parece no tener flashback, dificultades para dormir, sobresaltos, pensamientos negativos y una infinidad más de síntomas tras vivir ciertas situaciones. Sí, puede que tengamos un trauma, o que arrastremos un trastorno de estrés postraumático, pero también puede que sea lo lógico después de haber vivido algo tremebundo. ¿Por qué hay que patologizar ese daño? ¿Por qué patologizar las injusticias? ¿No deberíamos entonces también buscar una palabra para quienes provocan ese daño y convertir el lenguaje en algo un poco más benevolente? Termina dando la impresión de que no somos lo suficientemente fuertes para afrontar el maltrato y por eso terminamos con traumas. De nuevo nuestra responsabilidad individual ante las violencias.
No sé cómo llamarlo, pero creo que la palabra más definitoria es “perverso”. Hijos e hijas de padres maltratadores teniendo que seguir colocando cada pieza en un lugar deforme y oscuro. La mayoría de las veces, en soledad. Piezas que no encajan, y posiblemente no encajarán. Mientras, al otro lado de la reja o de la ventana, ellos continúan con su vida habitual, con sus trabajos, con sus amigos y sus actividades. Y, además, hostigando a sus exparejas y sus hijos o hijas de las quinientas formas que pueden.
Mientras sigamos teniendo que escuchar el “not all men”, mientras los medios se dediquen únicamente a informar de una nueva cifra de la violencia machista sin contexto ni seguimiento, mientras los niños y las niñas sigan teniendo que encontrarse con sus padres maltratadores, mientras no se tome conciencia de las consecuencias que tienen para las criaturas las violencias que presencian y viven en sus casas, nada va a estar bien. Las políticas descafeinadas no van a salvar a nadie del sufrimiento. Los minutos de silencio frente al ayuntamiento no van a resucitar a las asesinadas por violencia machista. Solo la prevención, la educación y la conciencia salvarán vidas, de forma real y metafórica. Pero mientras tanto, al menos, que nos dejen llamarlo como lo que es: una atroz injusticia.