‘Querer’: cuando el feminismo y la excelencia formal se dan la mano
La serie de Alauda Ruiz de Azúa, que aborda la violencia en un matrimonio heterosexual, es un 'must' en los tiempos que corren y para debatir tantos temas que nos ocupan y preocupan.
Fotograma de la serie 'Querer'.
Querer, la serie dirigida por Alauda Ruiz de Azúa, a la que ya aplaudimos a manos llenas por su ópera prima, Cinco lobitos (2022), ha llegado a Movistar Plus+ y lo ha hecho para zarandearnos y romper esquemas dentro de la ficción televisiva. Aborda uno de los grandes tabúes dentro de la representación de las violencias patriarcales: la violencia sexual en el ámbito de la pareja heterosexual.
La serie, creada y escrita a seis manos junto a Eduard Sola y Júlia de Paz Solvas, cuenta la historia de Miren Torres (Nagore Aranburu), quien después de 30 años de matrimonio toma la decisión de separarse y denunciar a su marido, Íñigo Gorosmendi (Pedro Casablanc), por violación continuada. Esta decisión no solamente la enfrenta a su entorno social y familiar, sino también a todo un sistema, especialmente el judicial, que históricamente ha negado y banalizado esta problemática.
Querer sorprende desde el primer capítulo por su claridad a la hora de exponer la temática que la vertebra, y también por el arco de los personajes y su complejidad, especialmente en el caso de Miren y en el de sus hijos, Aitor (Miguel Bernardeau) y Jon (Iván Pellicer). De la normalización y asunción de la violencia como parte de su cotidianeidad durante más de tres décadas, Miren pasa a convertirse en una mujer que, a pesar del miedo y de las consecuencias emocionales y sociales de su determinación, ha adquirido plena conciencia del impacto demoledor que los años de abuso han tenido sobre ella.
Viajamos con ella a lo largo de esos cuatro capítulos cuyos títulos son de lo más elocuente (Querer, Mentir, Juzgar, Perder) y asistimos a su metamorfosis desde la sumisión y la dependencia -también la económica, que juega un papel central en el relato- hacia la autonomía, la autoafirmación, la resistencia y la recuperación de su capacidad de agencia como sujeto. Todo ello sin hipérboles ni heroicidades, porque ella misma lo reconoce -como lo han verbalizado tantas antes-: “Me costó muchos años reconocerme como víctima”.
Esta transformación la observamos, por ejemplo, cuando vemos a Miren -magnífica Nagore Aranburu, por cierto- en una de las primeras secuencias recogiendo con calma sus cosas para marcharse de casa, segura, sosegada, pensando que su marido está de viaje…, y el giro absoluto cuando escucha las llaves en la cerradura al llegar él a casa de improviso y que recuerda a aquella campaña del Ministerio de Igualdad de 2009 cuyo eslogan, precisamente, decía “ya no tengo miedo al sonido de sus llaves”. Después, el nerviosismo que se le instala dentro -y que nos traslada como espectadoras- hasta que echa a correr escaleras abajo tan solo con una bolsa de viaje de mano y en zapatillas, al igual que lo hiciera el personaje de Laia Marull en Te doy mis ojos hace más de 20 años. Porque la violencia es la misma y también lo es el sentido de urgencia de salir de una situación que se puede volver peligrosa en cualquier momento. Y no nos hace falta verla.
No hace falta hiperrepresentar la violencia para reconocerla ni para que conmocione
Ese es uno de los valores fundamentales de esta serie, como también nos enseñó Jasmila Žbanić magistralmente en Grbavica (2006) y como tan bien explican autoras como Nerea Barjola o Rita L. Segato: no hace falta hiperrepresentar la violencia para reconocerla ni para que conmocione. La conocemos de sobra. No necesitamos ver la enésima violación ficcionada (ahí creo que Soy Nevenka de Icíar Bollaín patinaba, por ejemplo), para saber de qué estamos hablando, para que empaticemos, para que recordemos el poder disciplinador que esas representaciones y discursos tienen sobre nuestros cuerpos. Y eso, Alauda Ruiz de Azúa nos lo ahorra, a través del guion, pero también de la forma, porque Querer se asienta en una cinematografía sobria y ponderada, con planos y encuadres que ponen el acento en la intimidad y en el conflicto interno de sus personajes y que nos permiten sentir la claustrofobia y el encierro de Miren, su incomodidad cuando Íñigo se le acerca.
No creo tampoco que sea una decisión aleatoria ni trivial que los hijos de la pareja, Aitor y Jon, sean varones, pero esta elección tampoco resulta capciosa ni estereotipada. Ambos tienen un rol fundamental en el relato, ya que de sus reacciones y actitudes se deriva una dimensión transgeneracional que plantea muchas preguntas sobre la consolidación de los cambios que realmente se han dado en nuestra sociedad en cuanto al género, las relaciones de poder, el consentimiento, la sexualidad, la construcción de la masculinidad, la brecha económica que pueden conllevar la maternidad y los cuidados o la tolerancia social hacia la violencia machista, entre otros muchos temas que subyacen a la narrativa trazada por Ruiz de Azúa.
Así, Aitor, el hijo mayor, desde un principio se alinea con su padre y adopta una postura negacionista y beligerante frente a la acusación de su madre (“¿por qué concretamente lo has denunciado?”, le pregunta entre cabreado y sarcástico. A lo que ella responde tajante: “Por violación”). Su hermano, Jon, en cambio, se presenta más dispuesto a comprender y empatizar con el sufrimiento de su madre.
Aunque elementos como la duda, el egoísmo, la equidistancia, la culpabilización o el cariño hacia ambos progenitores no están fuera de la ecuación, el viaje interior y la evolución de ambos personajes -que no es lineal ni mucho menos- nos lanza interrogantes duros sobre el silencio y la falta de cuestionamiento, sobre la perpetuación de los roles de género tradicionales y los patrones de abuso, sobre la invisibilización de ciertas violencias dentro y fuera del núcleo familiar, sobre la propia familia como “institución inquebrantable” y como engranaje que tantas veces reproduce y oculta violencias bajo la alfombra, o también sobre el largo camino que aún queda por recorrer para que los feminismos permeen hasta el tuétano nuestra cultura, nuestras mentes, nuestras relaciones, nuestras formas de organización.
Porque Íñigos hay muchos -jóvenes, cuarentones, viejos…- y esto no va de monstruos ni psicópatas y eso es algo que Alauda Ruiz de Azúa, Eduard Sola, Júlia de Paz Solvas y también Pedro Casablanc con su formidable interpretación han sabido dibujar muy bien. No son villanos de película de terror los que generan esas atmósferas terroríficas en su hogares, sino tipos muy competentes muchas veces en sus entornos laborales, sociales, políticos. Señores que hablan despectivamente de estas feministas de ahora y que, como bien describe Segato en varios de sus textos, construyen fratrias que les amparan (“lo que hay entre nosotros tres no puede perderse pase lo que pase”, dice Íñigo a sus hijos) y ejercen violencias más o menos explícitas que se interconectan entre sí (sexual, psicológica, económica) y que, a pesar de hacer un daño inmenso, siguen siendo invisibles incluso para el entorno más próximo.
Bienvenidos sean los relatos audiovisuales que denuncian sin revictimizarnos y que desafían las formas de representación tradicionales
Y en Querer se hace visible todo ello: el control, el chantaje, el ninguneo, la conducción agresiva como forma de dominación, los gritos, la manipulación. Todo, de repente, adquiere su justa medida. Y en medio de todo ello, el consentimiento, la bicha que nos toca mentar una vez más, pero desde otro prisma, porque, tal como explica muy elocuentemente la abogada de Miren en su alegato final, hace falta un desplazamiento de la mirada a la hora de hablar de deseo, consenso y violencia: “No pongamos el foco en el deseo o consentimiento de la víctima, sino en el comportamiento del agresor”.
Porque ya se sabe: somos santas mientras callamos; somos putas y locas cuando denunciamos. Esa es la reacción habitual. Por ello, la serie de Alauda Ruiz de Azúa es un must, muy ad hoc para los tiempos que corren y para debatir tantos temas que nos ocupan y preocupan y, de paso, para echar por tierra la idea de que estar en pareja implica un consentimiento sexual tácito y a perpetuidad.
Así que bienvenidos sean los relatos audiovisuales que denuncian sin revictimizarnos y que desafían las formas de representación tradicionales; las historias que abren melones y cajas de Pandora sin lanzarse a la espectacularización y el sensacionalismo y que nos ayudan a ampliar la mirada sobre las dinámicas de poder y violencia que nos rodean.