Reconstruir al monstruo
El amarillismo busca chivos expiatorios para que la mayoría se vaya de rositas con la conciencia tranquila. Hay que insistir en que en el patriarcado lo normal es la violencia sexual. Sobre todo cuando se dan las condiciones de posibilidad para su ejercicio. Aquí sí llevaba algo de razón Íñigo Errejón cuando sacaba a colación la fama y el poder, no como excusas, sino justamente al revés.
Ilustración de melitas (iStocK).
Voy a hablaros de Errejón, pero menos de lo que en términos de clickbait sería lo esperado. Lo aviso desde ya para que pueda ir marchándose quien haya pinchado en este artículo con hambre: a la hora de hablar de violencia sexual, Íñigo Errejón me importa en su justa medida. Ni más, ni menos. Así que vamos allá.
Hace ya unos años, acudí a una manifestación del 8M con una pancarta morada que rezaba lo siguiente: “El patriarcado duerme en tu cama. Toma cañas contigo. Curra y estudia a tu lado. Es ‘feministo’. Son todos”. Si la memoria no me falla, fue en el 2018, el año de la Huelga Internacional Feminista, cuando parecía que el feminismo había conseguido colarse definitivamente en las agendas de la política institucional, de los medios de comunicación e incluso en las campañas de Responsabilidad Social Corporativa de H&M. El feminismo estaba de moda, como también el purplewashing, y parecía que todo dios quería sumarse a aquel tsunami porque, si te quedabas fuera, significaba que no estabas en la onda.
A mí por aquel tiempo me preocupaba mucho una cosa: sentir que los discursos contra el patriarcado que estaban tomando forma entonces desde plataformas que no tenían nada de feministas dibujaban un patriarcado abstracto, casi como un ente, que parecía permearlo todo, pero que no parecía tener que ver con nadie. Todo el mundo quería ser feminista, pero nadie —especialmente los hombres— se sentía interpelado. Y todo eso me preocupaba, pero también me cabreaba mucho.
Una amiga tuvo que marcharse de la manifestación del 8M porque allí se cruzó con un exnovio maltratador. Me hervía la sangre ver que ella había sido la que había tenido que renunciar a un espacio feminista y teóricamente seguro.
Recuerdo, por ejemplo, que una amiga tuvo que marcharse de la manifestación del 8M porque allí se cruzó con un exnovio maltratador. Me hervía la sangre ver que ella había sido la que había tenido que renunciar a un espacio feminista y teóricamente seguro, ese nivel intolerable de revictimización. Recuerdo también broncas y broncas con colegas, novios, compañeros y amigos en las que yo me dejaba la piel en intentar hacerles entender, precisamente, que insistir ante una negativa era violencia sexual. Que ellos mismos, todos y cada uno de ellos, eran parte activa y necesaria del entramado patriarcal, en mayor o menor medida. Ya lo decían Las Tesis mucho mejor: “El violador eres tú”.
Con los años, fui constatando la sospecha de que era casi imposible dar con un hombre que no hubiese ejercido algún tipo de violencia contra una de nosotras a lo largo de su vida, especialmente en el ámbito de lo sexual. Diré más: tuve que darme cuenta de que incluso muchas de nosotras habíamos reproducido en alguna que otra ocasión conductas análogas a las de ellos.
En algún punto de todo ese recorrido, tuve la suerte de dar con dos grandísimas pensadoras que cambiaron para siempre mi forma de ver el mundo, Adrienne Rich y Monique Wittig, que hablaban de la existencia lesbiana, pero también de la heterosexualidad obligatoria como una institución. Esa heterosexualidad que no se limita solamente a ser una opción más de entre la amalgama de las orientaciones sexuales, sino la forma de estructurar en el mundo nuestros cuerpos, nuestras vidas y nuestras interacciones con todos, todes y todas las demás. Esa heterosexualidad que funciona como un dispositivo de control del patriarcado y que define cuál es el lugar binario que cada cual debe ocupar en el mundo, cuál es la manera en que debemos relacionarnos con unas y otros, cómo y a quién debemos amar, qué es lo que debemos y cómo lo debemos desear.
“Hombre” es una identidad que se construye en sí misma como el que puede elegir no someter a las otras (nosotras), pero siempre a sabiendas de que, de elegir lo contrario, también podría hacerlo.
Esa heterosexualidad que construye nuestro deseo indisociable e inherentemente a las relaciones de poder, que nos dice a nosotras que existimos “nosotras” en tanto debemos erotizar el poder de otro sujeto que está por encima, y a ese sujeto, a ellos, que existen en tanto eroticen que estén por debajo las que están por debajo. Por eso se dice aquello de que todos los hombres son violadores, porque “hombre” es una identidad que se construye en sí misma como el que no es como las otras, el que puede —quizá— elegir no someter a las otras (nosotras), pero siempre a sabiendas de que, de elegir lo contrario, también podría hacerlo.
Toda nuestra cultura del flirteo, de la atracción y del placer sexual en términos hegemónicos parece sostenerse alrededor de esa premisa y de ahí nacen conceptos como el de “conquista”, que no entienden las relaciones entre nosotras y ellos como una interacción horizontal, sino como una manera de ejercer o padecer el poder para la dominación. Por eso, siempre insistimos, la violencia machista en ocasiones se reproduce también en vínculos entre personas LGTBIQ+, que tampoco pueden escapar por completo de esa estructura que nos ha definido de forma muy limitada qué es el amor, el sexo, el deseo y el placer.
Tremenda chapita, lo sé; pero en mitad de esta vorágine de informaciones, opiniones y análisis, considero responsable dejar claro cristalino el marco desde el que yo hablo, porque la reflexión, creo, no surge la semana pasada a partir de que estalle el escándalo, sino de muchos años de dolores de cabeza.
En fin, qué difícil, por no decir imposible, es cruzarse con un hombre cis heterosexual en países como España que nunca en la vida haya vulnerado lo que conocemos como consentimiento afirmativo. Que no haya insistido, presionado, aprovechado una situación de vulnerabilidad, ocultado información e incluso forzado físicamente hasta “la heridita” (que diría Pilar Llop) para conseguir tener sexo desde la única óptica de su propio interés y teniendo completamente asimilado que nuestros cuerpos existen para que ellos prueben suerte a ver si cuela, sin tener en absoluto en cuenta lo que nosotras podamos querer.
De ahí aquello de “todos los hombres son potenciales violadores”. Y de ahí desmontar la idea de que es el “monstruo” el que ejerce la violencia sexual e insistir en que, en realidad, el violador puede ser cualquier hombre absolutamente normal, precisamente porque en el patriarcado lo normal es la violencia sexual. Sobre todo cuando se dan las condiciones de posibilidad para su ejercicio.
Aquí sí llevaba algo de razón Íñigo Errejón cuando sacaba a colación la fama y el poder, aunque en absoluto tienen cabida planteados como excusas, sino justamente al revés: cuanto mayor es la situación de privilegio en la que te encuentras, más cuidado para no hacer uso y abuso de poder deberías tener.
Las tres o cuatro dimisiones que curan conciencias no abren la puerta a hacernos preguntas profundas sobre lo estructurante socialmente que es la violencia sexual
Dicho todo esto, en la última semana a raíz del caso Errejón hemos atendido a un fenómeno muy distinto a lo que a mí me daba dolor de estómago en el 2018. Hemos visto cómo determinados actores, empezando por los medios de comunicación mainstream al servicio de los poderes económicos (e inherentemente patriarcales), no dejaban de tratar de hiperpersonalizar el ente patriarcal en individuos concretos, ya fuera el propio Íñigo Errejón, figuras políticas de diversa índole, periodistas feministas de medios alternativos, y hasta el último apuntador. Mientras escribo estas líneas, me aparece un titular de OkDiario que pretende denunciar que una asesora de Yolanda Díaz recogiese en coche de su casa a Íñigo Errejón para que pudiese salir de la marabunta de medios de comunicación que le estaba esperando a las puertas.
Dimisiones a diestro y siniestro, no solo de los agresores, sino de sus entornos, exigen desde las derechas y sectores pertenecientes a la reacción patriarcal que todavía hoy, paradójicamente, son negacionistas de las violencias machistas. Así, la pregunta más enunciada estos días ha sido aquella de “y si todos lo sabían, ¿por qué nadie dijo nada?”. Pero, ¿quién tenía y podía decir qué?
Mi compañera Irene Zugasti plantea que existen tres niveles de silencio en torno a la violencia sexual, y concretamente en torno al caso Errejón. El primero tiene que ver con un silencio social, con los rumores que podían llegar a gente de ese entorno que, quizá, ni siquiera conociese a Errejón directamente. Ese silencio se da, simple y llanamente, porque en realidad nadie sabe nada específico y, como mucho, el conocimiento que se tiene deriva en que las mujeres nos avisemos las unas a las otras de que ese tío, por lo que hemos oído, es un capullo.
El segundo se refiere al entorno directo del agresor, en este caso, su partido, sus cuadros internos, quizá su militancia, sus amistades… Ese entorno puede tener más información, pero decide callarse porque prioriza a Errejón como un valor político y considera sacrificable lo demás; porque convive con él, le aprecia, y muchas veces, ojos que no ven, corazón que no siente; porque la violencia sexual como forma de relacionarnos está socialmente tan aceptada que hasta determinado nivel de información, se considera que no es para tanto…
En este sentido, la gravedad del caso concreto radica en que se trataba de un representante público, pero en realidad es un tipo de colaboracionismo fenomenológico que se da en todos los espacios, círculos de amistad, familias, universidades, colegios, Iglesias, bares, grupos de activismo, lugares de trabajo… . Y que, por eso, no se erradica con tres o cuatro dimisiones que curan conciencias pero que no abren la puerta a hacernos preguntas profundas al respecto de lo estructurante socialmente que es la violencia sexual, preguntas sinceras y autorrevisiones que nos interpelen a todos, todas y todes.
Según mi experiencia, por cierto, los entornos cercanos también sufren la manipulación de los agresores, que tienden a enunciar argumentos muy aceptados de victimización que llevan a que las víctimas sean leídas como las verdaderas victimarias. Así, cuando perciben algún comportamiento violento por parte de él, tienden a leerlo descontextualizadamente porque tienen algo de información, pero no toda la información de cómo opera el agresor con sus víctimas en el medio y largo plazo de manera sostenida para el ejercicio de la violencia.
Hay incluso quien responsabiliza a algunas mujeres que cuentan haber sufrido agresiones sexuales por parte de Errejón de estar alimentando el morbo por dar demasiados detalles. Obvian que se les exige para tener la más remota posibilidad de ser creídas
Esto no significa quitar responsabilidad a los entornos, en absoluto. Se trata de aterrizar qué clase de responsabilidad resulta útil exigir a cada quién (el jefe del agresor no está en la misma posición que su compañera, por ejemplo) para afrontar todo esto y desde dónde es posible interpelarla. Y poner sobre la mesa por qué es tan importante que existan espacios en los que las víctimas puedan hablar y ser creídas sin cuestionamientos.
En tercer y último lugar, hay un tipo de silencio ambiental que se corresponde con el del ecosistema mediático y político en su conjunto, que suele guardar la información en un cajón y echa mano de ella sin horizonte ni intención feminista alguna para utilizarla como dispositivo político cuando le conviene. En este sentido, sería desatinado negar que en todo esto hay una dimensión de persecución política evidente, aunque no solo.
Desde una perspectiva feminista, el foco también reside en que esta hiperpersonalización de la culpa enunciada desde estos actores, cuya naturaleza y estructura es inherentemente capitalista, jerárquica y patriarcal, lo que busca es reconstruir al monstruo. Su amarillismo palpable, de hecho, despolitiza el fenómeno de la violencia sexual. Y ese buscar a toda costa señalar a individuos concretos más allá del agresor no es más que una manera de extender el monstruo, dibujándole unos cuantos tentáculos más. Es decir, nada tiene que ver, al poner nombres y apellidos, con aquello que a mí tanto me preocupaba en el año 2018, porque lo que busca es mantener el patriarcado como ente a través de encontrar chivos expiatorios concretos a los que culpar (concepto, por cierto, extremadamente patriarcal), a los que llevar al patíbulo para quitárselos de en medio y simular que así ya se ha restablecido el orden social.
El orden patriarcal siempre trata de hacernos pendular de un lado al otro para negarnos la posibilidad de reflexionar y abordar los cambios estructurales profundos. Y así, en 2018, si la culpa era extremadamente colectiva, la culpa no era de nadie. Y hoy, si consiguen personificar la culpa en exceso, lograrán que el grupo quede a salvo del señalamiento, y así la mayoría pueda irse de rositas con la conciencia tranquila a seguir reproduciendo la misma mierda de siempre, hasta que el siguiente escándalo explote, y vuelta a empezar. La eterna pescadilla que se muerde la cola del sistema patriarcal.
Por otro lado, entre los actores de los que hablo, me atrevería a afirmar que no se encuentran posiciones feministas, a pesar de que haya quienes argumentan que la oleada de mujeres denunciando y narrando sus historias de violencia en la cuenta de Instagram de Cristina Fallarás son quienes están motivando una “caza de brujas” (mi compañera Inés Morales, muy acertadamente, señalaba lo absurdo de tratar de aplicar este concepto sobre la persecución histórica de las oprimidas a los opresores).
Hay incluso quien responsabiliza a algunas mujeres que cuentan haber sufrido agresiones sexuales por parte de Errejón de estar alimentando el morbo por dar demasiados detalles. Obvian un fenómeno antiguo: a las mujeres que hablan de sus violencias, siempre, para tener la más remota posibilidad de ser creídas, se nos ha acostumbrado a que se nos exija hasta el más mínimo detalle de la situación. No fuera a ser que al tipo de turno tú le hubieses mandado señales contradictorias y entonces él, pobrecito, no habría sido más que una víctima por haber malinterpretado las circunstancias (qué útil es el consentimiento entusiasta para que salgan de dudas, por cierto, aunque no suelan tener presente ese cariz y prefieran desdeñarlo).
Obvian que dar por sentado el acceso de ellos a nuestros cuerpos es una cosa tan absolutamente esencializada que tú misma muchas veces te encuentras con dificultades para explicar por qué aquello era violencia sexual, porque nadie te ha enseñado a poder identificarla. “Mojigatería”, hemos llegado a ver que se decía por ahí, como si no se pudiese disfrutar de una buena orgía o salir con moratones de una tarde de sexo duro con el consentimiento afirmativo en el centro y garantizando el bienestar de las partes. Como si, de nuevo, las víctimas fuesen las responsables del uso espurio que hacen esos actores interesados cuando deciden titular hablando de farlopa para desviar de nuevo el foco de que no hubiera consentimiento mediante y reconstruir al monstruo. Por millonésima vez, pareciera que las víctimas tuviesen que sentirse culpables de abrir la boca después de siglos de silencio por las posibles consecuencias que su testimonio (en lugar de la agresión de su agresor) pudiese tener sobre esos entornos. No olvidemos nunca que el antipunitivismo que la mayoría de feministas defendemos no puede ser una excusa para volver a disciplinar a las víctimas.
En definitiva, es normal sentirnos desbordadas estos días por la cantidad de informaciones, testimonios y nombres que no dejan de aparecer por todas partes. Pero es que las violencias machistas son absolutamente desbordantes, casi hasta la parálisis. También es absolutamente cierto que tomar conciencia de la responsabilidad individual y desmontar el ente no significa individualizar la responsabilidad, porque la búsqueda de culpables a los que llevar al patíbulo como chivo expiatorio diluye la dimensión estructural de la violencia sexual. Pero quizás, ahora, nuestro reto más inmediato sea frenarles los pies a quienes buscan reconstruir al monstruo, sin volver a desplazar toda la responsabilidad de la paz mundial hacia las mujeres que, por fin, están pudiendo dejar de vivir como si no hubiese pasado nada.