Más allá del dolor: agenda feminista y transformación sistémica ante el nuevo #MeToo

Más allá del dolor: agenda feminista y transformación sistémica ante el nuevo #MeToo

Tenemos que entender en qué estamos volviendo a fallar y asumir de una vez el reto de crear una política colectiva radicalmente democrática e inherentemente transformativa.

Ilustración: Olga Kondratova / istock

20/11/2024

En las últimas semanas, en España, parece estar gestándose una nueva ola del #MeToo, una especie de segunda etapa de este fenómeno colectivo. Resulta sorprendente observar cómo, casi una década después, las actitudes y dinámicas de quienes participamos —ya sea como observadoras, aliadas o denunciantes— se han mantenido prácticamente inalteradas. Sorprende más teniendo en cuenta los cambios, avances y rupturas que los feminismos han experimentado en todo este tiempo, y a pesar de contar, al menos en teoría, con el aprendizaje que dejó aquella primera ola.

En vista de los últimos acontecimientos, no creo que nuestra actuación esté siendo la adecuada para perseguir unas políticas transformadoras que nos lleven a una liberación colectiva. Aunque es comprensible cometer errores, tropezar con los mismos repetidamente es preocupante. La reacción social y colectiva de las posturas feministas está atrapada en un marco neoliberal y capitalista que, lejos de permitirnos avanzar, refuerza esos límites que nos impiden alcanzar soluciones sistémicas.

Para entender las carencias de las posturas feministas surgidas en esta nueva ola sin limitarnos a una crítica destructiva, necesitamos reconocer nuestros fallos y los obstáculos presentes y comenzar a construir nuevas formas de colectividad, más emancipadoras y transformadoras.

Al identificarnos únicamente con el dolor que el sistema nos causa, terminamos dependiendo de ese mismo sistema que nos oprime. El dolor que sufrimos no debe ser ni individualizado ni homogeneizado, sino colectivizado

El #MeToo actual sigue el mismo proceso que el original: una persona, generalmente feminizada, comparte su testimonio como víctima de agresiones machistas, ya sea desde su propia cuenta o a través de un tercero que actúa como altavoz, como sucede desde el verano pasado en el perfil de Cristina Fallarás. Tras la publicación surge una respuesta colectiva enfocada inicialmente en apoyar a la víctima sin cuestionar su relato. Sin embargo, cuando se identifica a los agresores, como ha pasado con el perfil de @denunciasgranada, la reacción colectiva va más allá del apoyo ya que se transforma en un boicot activo cuyo objetivo es lograr que los agresores enfrenten consecuencias o rindan cuentas haciéndose responsables de los hechos ocurridos. Es este último caso el que me ha motivado a escribir todo esto.

Hace años, a raíz del #Cuéntalo, ya salieron testimonios donde se acusaba a los dos famosos hermanos raperos de ir sistemáticamente a por chicas menores de edad, drogarlas y ejercer violencia machista —incluidos abusos y agresiones sexuales de toda índole — contra ellas. A pesar de la visibilidad de estos relatos entonces, no hubo consecuencias materiales hacia ellos que perdurasen en el tiempo.

Recientemente, tras los nuevos testimonios, algunas figuras del mundo de la música y del entretenimiento de izquierdas han dejado de seguirles en redes. Además, se les han cancelado conciertos y su próxima gira está “en el aire”. Sin embargo, esto sucede ahora, cuando estas denuncias eran conocidas desde hace años. Y es aquí donde me surge una pregunta crucial: ¿hasta qué punto son eficaces las acciones que estamos llevando a cabo hoy en día desde las lógicas feministas? Más específicamente, si sabemos que estas medidas no funcionan más que como forma de visibilización y apoyo a las víctimas, sin causar efectos mayores en los agresores o en las agresiones sistemáticas y estructurales, ¿por qué seguimos insistiendo tanto en ellas?

Es crucial entender que, por supuesto, necesitamos espacios seguros donde las víctimas de violencias puedan sentirse escuchadas y apoyadas. Aquí cabe un debate sobre qué es un “espacio seguro”— que no es posible abordar en la extensión de este artículo  pero del que llevamos hablando personas queer o racializadas  desde hace tiempo—. Pero parémonos un momento a reflexionar al respecto. ¿Acaso existen esos espacios? Mi respuesta más directa sería que no, que como tal no existen. Lo que es un espacio seguro para mí no tiene por qué serlo para otra persona porque mi vida y mis experiencias —no solo de violencia— son mías y de nadie más.

No es deseable homogeneizar las experiencias de las víctimas asumiendo que todas pasamos por lo mismo de la misma forma. Lo que necesitamos son lugares donde podamos ser escuchades y apoyades, donde podamos reconocer nuestro dolor o la falta de él sin que nadie nos cuestione. Y, a partir de ahí, construir algo más grande, colectivizando nuestras experiencias sin quedarnos atrapades en en esas vivencias individualizadas.

El problema, sin embargo, es que parece que en los feminismos hemos caído en la trampa de apropiarnos de ese dolor y esas heridas producidas por las violencias machistas construyendo una identidad basada en ellas. Y esto es algo de lo que ya estamos empezando a pagar las consecuencias. Si nuestra respuesta a la violencia patriarcal se basa en asentar una identidad homogénea constituida en torno al dolor que esa violencia nos produce, nos estamos impidiendo aspirar a algo más. Al identificarnos únicamente con el dolor que el sistema nos causa, terminamos dependiendo de ese mismo sistema que nos oprime porque dependemos de que nos siga hiriendo. El dolor que sufrimos no debe ser ni individualizado ni homogeneizado, sino colectivizado.

Después de los testimonios que salen a la luz, una reacción en forma de boicot y la espera de una justicia que rara vez llega,  ¿qué nos queda?

Aunque el fenómeno del #MeToo ha permitido visibilizar abusos previamente ocultos y fomentar una politización del dolor que no termina de llegar a darse, es fundamental señalar que los testimonios expuestos representan solo una fracción mínima de las violencias que enfrentamos las personas feminizadas. Y menos aún son los casos en los que los agresores son señalados o expuestos públicamente. En estos casos, quienes inicialmente adoptamos una postura de apoyo y escucha ante las narraciones pasamos a pedir o exigir responsabilidades por parte de los agresores frente a las víctimas y frente al resto. Esto con frecuencia se traduce en una forma de boicot colectivo, la denominada desde otros marcos como “cultura de la cancelación”. Y después de todo esto —testimonios que salen a la luz, una reacción en forma de boicot y la espera de una justicia que rara vez llega—  ¿qué nos queda?

A través de las redes, asumimos una lógica de inmediatez, posicionándonos rápidamente, mientras tratamos de diferenciarnos y jerarquizarnos frente a quienes “no lo han hecho como nosotres”

Se tiende a considerar estos boicots como la solución más directa y eficaz, lo que lleva a algunas personas a argumentar que la llamada “cultura de la cancelación” no cumple su propósito cuando, por ejemplo, se vuelve a elegir a un delincuente condenado por agresiones sexuales a mujeres como presidente de los Estados Unidos, o cuando reaparecen por todo lo alto actores y cantantes reconocidos como maltratadores y abusadores. La reacción colectiva que seguimos, desde la narración de nuestros testimonio a los efectos que pueden tener en el caso de que se se sepa en qué contexto se producen o quienes son los agresores, nos lleva a medidas individualizadas e inmediatas, que se quedan en gestos aisladas en casos concretos—como la dimisión de Errejón, mientras que otros políticos señalados por agresiones permanecen en sus cargos sin consecuencias— , incapaces de generar una transformación estructural o de producir efectos duraderos.

El fenómeno del #MeToo se encaja en unas lógicas neoliberales donde la performatividad en el presente es más importante que una acción colectiva. En nuestro deseo de justicia social, nos enmarcamos en una acción performativa en la que nos convertimos en defensores de una moral feminista alineada con las dinámicas del sistema capitalista y la doctrina neoliberal: “Ahora dejo de seguir a esa persona, ahora pongo el tuit o subo la historia, ahora escribo el comentario de apoyo”. A través de las redes, el medio principal a través del cual se está dando este fenómeno, asumimos una lógica de inmediatez, posicionándonos rápidamente, mientras tratamos de diferenciarnos y jerarquizarnos frente a quienes “no lo han hecho como nosotres”. Si nos fijamos, al final lo único que tenemos es un espectáculo grotesco, saltando del odio al derrotismo por momentos, y donde prendemos fuego a todo sin plantar semillas que germinen a continuación.

La justicia restaurativa entiende el daño —esos “delitos” o “crímenes”— no como algo que afecta únicamente a individuos aislados, sino como un impacto que recae sobre comunidades y subjetividades colectivas en su totalidad

Primero, porque como ya mencioné más arriba, la narración inicial de las posturas feministas de estos testimonios suele articularse en torno al dolor y a construir una identidad herida y dolida de ser mujer —o persona feminizada—, lo que impide una liberación de las estructuras opresivas.

Al entender la violencia machista como sufrimientos individuales, dejamos la puerta abierta para que las propuestas políticas se reduzcan a las ofrecidas por el Estado, a través de una justicia liberal y punitiva, centrada en el castigo individual y alejada de la búsqueda de soluciones sistémicas. Es casi como si desde posiciones feministas se asumiera que el mismo sistema que nos oprime pudiera, en su mejor versión, ofrecernos una justicia auténtica y una existencia digna para todes.

Esto limita nuestra capacidad de explorar formas alternativas de liberación, como la justicia restaurativa, que entiende el daño —esos “delitos” o “crímenes”— no como algo que afecta únicamente a individuos aislados, sino como un impacto que recae sobre comunidades y subjetividades colectivas en su totalidad. Este método se amplían en el modelo de justicia transformadora, que no solo busca la reparación del daño ocasionado por los agresores, sino también toma conciencia de su origen para trabajar en la transformación de las estructuras que lo generan.

Este ciclo de acción-reacción que caracteriza al fenómeno #MeToo, si bien ha logrado empezar a construir espacios donde podemos reconocer nuestro sufrimiento y asumir las violencias de género que todas las personas feminizadas compartimos en diversos grados, no propone alternativas disruptivas ni soluciones colectivas a largo plazo. En esta segunda ola, es responsabilidad de quienes estamos presentes identificar los fallos y las dinámicas interiorizadas que perpetúan el statu quo. Por ello, debemos superar las posturas que nos desvían de nuestros objetivos y empezar a crear proyectos colectivos que se distancien de este frenesí actual, desde los cuales podamos escucharnos, apoyarnos y cuidarnos mientras cuestionamos las estructuras del sistema y trabajamos en nuevas formas de transformarlo profundamente.

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