¿Por qué hay que defender la universidad pública?
El gobierno de Milei ataca económica y simbólicamente a las universidades públicas argentinas. El derecho a la educación de la juventud se encuentra en riesgo. Ante ello, ofrecemos una reflexión sobre las políticas adoptadas, el contexto, la resistencia y por qué entendemos que hay que defender a la universidad.
Asamblea interclaustro e interfacultades en la explanada del Patio Olmos, histórica escuela secundaria de varones de Córdoba, reconvertida en centro comercial por el neoliberalismo de Menem./ Gabriel Orge
Pilar Anastasía González
El sector de ultraderecha neofascista y conservador que gobierna Argentina por voluntad popular y democrática desde diciembre del 2023 ha dispuesto un ataque económico y simbólico a las universidades públicas del país. Escribo y comparto estas reflexiones que no construí sola, ni en un solo tiempo, ni en un solo lugar.
Llevamos muchos meses de lucha en las universidades públicas argentinas. Esto implica la participación en asambleas, tanto docentes (en mi caso) como aquellas que se llaman “interclaustros”, en las que participan docentes, estudiantes y no-docentes (personal administrativo, de mantenimiento, etcétera). Asimismo, asistimos a asambleas interclaustros que, además, son interfacultades (cada facultad constituye una unidad académica de la universidad), resultando espacios de discusión y tomas de decisiones horizontales sumamente masivos (tan masivos que se realizan directamente en la vía pública).
Se han desarrollado diversas “tomas” de facultades por parte de estudiantes, y desarrollamos clases públicas en diversos espacios de la ciudad, muchas veces con afectación parcial del tránsito
Además de las asambleas, se han desarrollado diversas “tomas” de facultades por parte de estudiantes que ocupan físicamente los edificios. Asimismo, desarrollamos clases públicas, en diversos espacios de la ciudad, muchas veces con afectación parcial del tránsito. También llevamos a cabo semasforeadas, y convocamos a marchas multitudinarias en la calle (en Córdoba, las marchas federales por la educación convocaron a cien mil personas cada una).
La lucha universitaria presenta articulaciones intersectoriales con espacios también bajo ataque, como son principalmente los sectores de salud y les jubilades. La organización de la comunidad en general presenta diversos niveles de complejidad y articulaciones que son objeto de nuestra participación y atención diaria, nuestros cuerpos navegan la organización colectiva, la re-planificación de las tareas propiamente docentes, la esperanza, el desasosiego y la incertidumbre como atmósferas afectivas de todos los días.
Escribo como egresada y actual docente de la Universidad Nacional de Córdoba, como docente colaboradora de la Universidad Nacional de San Martin, y como docente feminista, preocupada por el desmejoramiento de condiciones de vida generalizada de la población, con mayor desigualdad en el caso de mujeres, niñes y jóvenes. En medio de las actividades de protesta, los diálogos colectivos o, como decimos por acá, “la rosca política”, tiñeron mi cuerpo, mis percepciones, mis reflexiones y las palabras que comparto.
La ofensiva del gobierno contra las universidades presenta continuidad con otras esferas de la vida social como es el ataque a la cultura, a sectores populares, a movimientos sociales especialmente feministas y a movimientos sociosexuales. Lo público, entendido como gasto, no sólo es una mala palabra para el gobierno. Además de ello, este argumento funciona como la causa que explica todos los problemas sociales y económicos, y justifica el ensañamiento que pretende “reemplazar” al presupuesto del estado por la racionalidad del mercado de capitales privados cuyo interés es centralmente acumulativo. Este argumento, además de ser falso en su generalización, oculta la exención de impuestos y demás beneficios que se otorgaron a los sectores más poderosos del país apenas asumió el gobierno (la quita de un impuesto a la tenencia de bienes personales y la quita del impuesto a los autos de alta gama son dos ejemplos claros).
El tránsito por instituciones educativas ha sido una experiencia sostenida de participación política y forjamiento de la ciudadanía
El ataque a las universidades se puede ver en el desfinanciamiento de los presupuestos en el contexto de inflación sostenida (salarios y gastos de funcionamiento), como así también en la guerra discursiva que ha emprendido hacia las actividades que nos reúnen a quienes formamos parte de la comunidad que debe garantizar el derecho a la educación superior. Entre esas actividades no sólo se encuentra la tarea central de dar clases y recibirlas, esto es, la formación educativa y sus diversos niveles. También, junto a ello, las comunidades universitarias hacemos investigación científica en todos los campos del conocimiento, desarrollamos actividades de extensión en diversas esferas de la sociedad civil, realizamos tareas de articulación interinstitucional en escalas locales, regionales e internacionales, entre otras.
Es importante mencionar, antes de esos argumentos, que en primera instancia se recortó el financiamiento abrupta y silenciosamente y, recién cuando hubo una reacción, se empezaron a vociferar varios argumentos al respecto. Primero dijeron que les docentes ejercemos adoctrinamiento (autoritarismo); luego, la persecución se ancló en que las universidades no se dejan auditar. Este argumento tiene mucho alcance porque es un aglutinador de la eficacia de las derechas a nivel internacional, funciona a partir de expandir un manto de sospecha sobre la transparencia que detona la indignación generalizada. A pesar de existir múltiples mecanismos de auditoría que todas las universidades nacionales llevan a cabo, la idea de combatir la corrupción dota de fuerza implacable y acrítica a la acción política en este momento histórico del capitalismo afectivo. Esto es, se avanza contra algo que no está en juego.
Otro argumento proferido por el presidente hace pocos días señala que el recorte se debía a que las universidades son financiadas con los impuestos de los sectores desfavorecidos para los sectores ricos que supuestamente asisten. Cada uno de estos argumentos es absolutamente falso, y se están emprendiendo diversas iniciativas de judicialización de los dichos y los hechos del gobierno a este respecto. Sin embargo, el cerco discursivo de la indignación resulta complejo de franquear en estas circunstancias sociohistóricas.
Cuando miramos las tramas de sentidos que se van entrecruzando en la propuesta de este proyecto gubernamental, podemos delinear algunos contornos. El ataque a la educación no se encuentra aislado de otras medidas que disputan el horizonte de futuro de niñes, adolescentes y jóvenes. Por caso, se pretende eliminar el gasto estatal en educación en todos los niveles. Pero, para la educación obligatoria, se desplegó una política nacional “asistencial” (algo contranatural desde sus propias palabras) para las familias que envían a sus hijes a escuelas privadas. La marcada voluntad de profundizar las brechas entre quienes acceden a la educación (porque pueden pagarla y porque el estado les subsidia) y quienes no, se densifica aún más cuando analizamos estas tendencias con el proyecto de baja de edad de imputabilidad que se baraja en sectores del gobierno y con la habilitación para que niñes y adolescentes accedan a invertir legalmente en el mercado de especulación financiera.
La expansión de la frontera de la economización de la vida hacia todas las interacciones sociales, que es el sueño de las teorías del capital humano (Becker y Schutz, marco teórico y metodológico explícito de Milei y sus secuaces) tiene una arista etaria absolutamente marcada. En el otro polo de la negligente propuesta estatal encontramos el brutal ataque a jubilades, no sólo en relación al recorte de los ingresos, sino a la posibilidad misma de acceder a una jubilación, a los servicios de salud y a medicamentos.
Además, es preciso mencionar los efectos que esto puede traer en términos de ejercicio de ciudadanía, dado que el tránsito por instituciones educativas ha sido una experiencia sostenida de participación política y forjamiento de la ciudadanía. Si a esto le sumamos que en los últimos años esos espacios de participación política han estado fuertemente atravesados por las discusiones del movimiento feminista, y, además, se ha producido una creciente feminización de las matrículas en las instituciones educativas, la juventud con derecho a la educación es un blanco de ataque directo y sin escrúpulos, un enemigo declarado del gobierno.
Ahora bien, las falacias del presidente y su gobierno han generado, del lado de quienes nos oponemos, el despliegue de una cantidad de argumentos por los cuáles hay que defender la universidad pública. Muchos de ellos son relativos a la garantía que acceder a la educación superior significa en términos de movilidad social ascendente; como así también respecto a la afirmación de cierta sacralidad de los conocimientos que allí se producen, el aura de “la ciencia”. Estos argumentos presentan a la universidad como una sola cosa homogénea, una unidad discreta cuyo cerco está claramente definido a priori y moralmente como algo bueno, positivo, “que garantiza derechos”, que abre oportunidades. Y por ende, esa proyección alcanza a los sujetos que la habitamos a cotidiano.
Encontramos también en la universidad el avance de las lógicas de mercado que multiplican ofertas de cursos pagos por fuera de las currículas obligatorias.
Quisiera en esta oportunidad reivindicar otros sentidos por los cuales pienso que la universidad tiene que ser defendida. Y en parte estos argumentos son los contrarios a pensar la universidad como una unidad “buena” a priori. Por empezar, la matriz neoliberal de economización de la vida no se encuentra completamente por fuera de la universidad. No se trata de derecho versus mercado, Estado versus empresas. Al contrario, ya asistimos a diversos avances de la matriz neoliberal en las universidades que llevan desarrollándose hace años. Por empezar, nos forjan los lineamientos del Banco Mundial (que aún no han sido seriamente discutidos) con la Ley de Educación Superior que, durante el proceso político similar al actual durante la década del 90 (privatizaciones, ajuste, transferencia de ingresos de los sectores más desfavorecidos a los sectores empresariales más poderosos), el presidente Carlos Menem nos heredó (tomemos “similar” de forma precaria, porque las distancias en el respeto a las formas democráticas y por la actividad política en ambos procesos es de gran magnitud).
En ese marco, también hay que mencionar que, si bien la mayoría de estudiantes pertenecen a sectores sociales medios bajos y bajos, la gran mayoría de personas de esos sectores no llegan a la universidad pública. Y para quienes pueden llegar, y lo eligen, terminar la universidad es otro trayecto que implica profunda desigualdad y en muchos casos deserción. Asimismo, las instituciones universitarias tienen muchísimos problemas de gestión, de funcionamiento, de burocracia. En muchas de ellas la mayor cantidad de cargos docentes existentes tienen la menor dedicación y el menor salario, generalmente ocupados por las generaciones más jóvenes que sostienen el sistema entero, a quienes se les exigen múltiples labores para seguir acumulando antecedentes en los CV, para poder rendir concursos públicos para mejorar los cargos. Con mucha suerte y sólo quienes logran resistir el esfuerzo, ven asomar un horizonte de estabilidad para la última década productiva de la existencia dentro esa institución.
Esta precarización es estructural, sostiene todo el funcionamiento universitario y se ha visto profundizada por la emergencia de otros tipos de contratación informales como son los contratos temporales en funciones docentes. Asimismo, las cargas exclusivas son muy escasas (10 por ciento de la planta nacional), pero también existe el vínculo complejo con el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), institución de ciencia y tecnología autónomo del funcionamiento universitario pero que aporta a las universidades nacionales sueldos exclusivos sin una integración política de nivel superior que así lo transparente.
Por otro lado, encontramos también en la universidad el avance de las lógicas de mercado que multiplican ofertas de cursos pagos por fuera de las currículas obligatorias. El repertorio de ofertas de estos productos ocurre porque se busca subsanar algunas fallas de la calidad de la formación en el nivel medio (especialmente en la formación docente) y porque las diversas unidades académicas buscan generar ingresos. En ambos casos podemos decir, se trata de una lógica de parche que institucionaliza crecientemente formatos de educación más débiles.
Quiero decir que la universidad tiene múltiples niveles de exclusión, de precarización y de economización de su funcionamiento. Y que tiene que ser repensada en muchas de sus aristas. El estancamiento de los argumentos en su defensa limita la consideración de que la universidad es un organismo vivo, que se mueve, que se transforma, que forma parte de procesos sociales y políticos más amplios, que no se reduce a lo que ocurre adentro de las aulas porque la universidad forma parte estructural de la sociedad (por ejemplo, muchos hospitales dependen hoy de la universidad). Entonces, la universidad es un territorio heterogéneo donde puede disputarse la pluralidad.
Y acá voy llegando al punto central, entonces, ¿por qué creo que hay que defender a la universidad pública? Porque hay pluralidad, porque puede haber aún más pluralidad, porque queremos desear su pluralidad porque rechazamos la homogeneización del mercado neoliberal. Se encuentra pluralidad social y política en cada uno de sus claustros, de hecho, si miramos los números de las elecciones presidenciales en Córdoba (70 por ciento positivo para Milei) es imposible que no consideremos que un porcentaje altísimo de la población universitaria votó al gobierno actual.
La producción de conocimiento y la relación de aprendizaje-enseñanza son prácticas colectivas de intercambio que valen por su proceso mismo de existencia, sin un devenir productivo
Quiero avanzar en la idea de la pluralidad, tomando un caso. La Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de Córdoba, región de la pampa húmeda con grandes capitales vinculados a la actividad agroexportadora, tiene una clara y orientada tendencia hacia los intereses de la producción de alimentos como capital, y allí se enseña hegemónicamente un modelo de cultivo y producción sumamente dañino para las personas, para el medio ambiente (sustrato y calentamiento global). Sin embargo, la misma universidad, por su carácter autónomo y público, es el espacio para generar el conocimiento independiente de los sectores de grandes empresarios que permite identificar, resistir y disputar esa noción del daño y de lo productivo.
Por ejemplo, aquello que puede generarnos la fumigación de nuestros alimentos, las heridas a nuestro suelo, nuestras aguas, nuestros cuerpos, es un tipo de saber que no va a emanar nunca de los intereses de esos sectores. La universidad, desde sus inserciones territoriales diversas, permite articular un contradiscurso del modelo agroexportador, para trabajar junto a las comunidades afectadas y dotar de sentidos propios y colectivos a qué significa comer bien, vivir bien. Esto es, permite la consideración de la soberanía alimentaria y del cuidado de nuestros bienes comunes de forma independiente a la productividad acumulativa.
¿Qué implica, entonces, pensar la pluralidad sin reducir esto al precepto neoliberal de “aceptarnos” en nuestra diferencia? Por empezar, debemos volver a mirar que la producción de conocimiento, como la construcción de la vida institucional, son procesos colectivos, cambiantes, dinámicos. Y que esas prácticas y esos saberes, entonces, pueden y deben ser contestados. Asimismo, debemos volver a mirar nuestras instituciones como una arena de lucha donde los modos de vivir juntes son siempre precarios, están siempre tensionados y siempre dejan sujetos afuera que, también, siempre vuelven o pujan por volver.
La acusación de adoctrinamiento hace aguas por su propio peso frente a esta complejidad de movimientos, fuerzas, relaciones de poder y articulaciones precarias. Como señaló Martin Kohan, quizá sea la imaginación misma de los sectores libertarios quienes puedan proyectar que, en una institución como la universidad pública, una relación de adoctrinamiento sea posible (autoritarismo, unidireccionalidad, cerebros en blanco, entre otros componentes que entienden las relaciones de manera fija).
Por otro lado, la racionalidad universitaria, desde su tamaño, su heterogeneidad intrínseca y exenta de un interés privado particular que la oriente, es un espacio que también, en parte, resiste a la lógica de la utilidad. La producción de conocimiento y la relación de aprendizaje-enseñanza son prácticas colectivas de intercambio que valen por su proceso mismo de existencia, sin un devenir productivo, sin contar todo el tiempo los egresos, sin calcular necesariamente cada centímetro cuadrado de mercado laboral.
Las clases suelen ser una convivencia de comunidades espontáneas que conjugan figuras que resisten a la productividad: la inquietud (docente y estudiantil) por hacerle preguntas al funcionamiento del mundo porque sí, porque “nos pica”, sin una teleología trazada; la convivencia diaria en las aulas con la locura, con la indigencia, con la comunidad de perros que forman parte de las clases, con la cantidad de personas que se sientan a escuchar aunque no sean alumnas, porque “pasaban por ahí”, con población de la tercera edad que accede a los estudios superiores recién cuando llegan a ser adultes mayores, con alumnado crónico que estudia durante décadas.
¿Quién podría definir que esto NO es deseable para una sociedad? ¿Estamos dispuestes a ponerle precio a todo? Nos aferramos a los restos inapropiables, porque insisten en volver una y otra vez. La universidad pública, libre y gratuita tiene rincones donde eso sigue ocurriendo.