¿Amparadas o expuestas?
Las niñas y adolescentes tuteladas en centros de menores corren distintos peligros, entre ellos, el de ser atraídas hacia redes de explotación sexual que las mantienen en una situación de vulnerabilidad prolongada.
Hay muchas niñas que llegan a los centros con problemas muy grandes, con traumas importantes, y el acompañamiento que se les hace es nulo”. Clara Herencia es educadora social y en 2020 trabajó en un centro mixto de primera acogida en Barcelona. A estos centros llegan niños y niñas de urgencia, hasta que se realice un estudio de cada situación y una comisión valore la medida más adecuada en cada caso.
“Muchas son menores migradas, o las trae la policía por haber vivido situaciones de violencia familiar hacia ellas mismas o entre sus progenitores, y suelen venir muy perdidas, porque de un día para otro llegan al centro, bastante desubicadas, sin saber por qué están saliendo de sus casas. Lo que yo vi es que el acompañamiento emocional y psicológico que se les ofrece en la llegada es bastante escaso”, explica Herencia. Decidió dejar de trabajar en este centro tras unos meses, precisamente por este déficit en la atención, para ella intolerable. “Me superaba esa situación constante, ese apoyo mínimo, nulo, que generaba más sufrimiento y revictimización; había niñas con nueve y diez años haciéndose pis, haciéndose cortes, había alarmas que para mí eran importantes y se consideraban llamadas de atención. Ante esto lo que había era castigo y comentarios humillantes. Nadie toma las riendas, y los problemas, si no se atajan, se pueden cronificar”, añade.
Se ha externalizado la gestión a empresas y las adjudicaciones siempre se basan en precios a la baja
El tiempo máximo establecido para que los y las menores estén en estos centros de urgencia es de un año. En la práctica se pueden extender durante varios más. Además, existen otros tipos de recursos residenciales que dan forma a las más de 1.200 instalaciones que constituyen este sistema en todo el Estado español: residencias de primera infancia (para criaturas entre cero y seis años), pisos tutelados para adolescentes, residencias específicas para menores con diversidad funcional, centros terapéuticos enfocados a tratamientos de salud mental, instalaciones para juventud con problemas de conductas o residencias infantiles para menores hasta 18 años. Estas últimas son las más habituales en muchas comunidades autónomas. Existen también centros para la ejecución de medidas judiciales de internamiento impuestas a chavalas y chavales de 14 a 18 años. En estos casos, el régimen puede ser cerrado, semiabierto, abierto o de fin de semana.
Aunque al acceder al sistema público de protección la vida se vuelve compleja tanto para niños como para niñas, en el caso de ellas los riesgos se incrementan, y uno de los principales es el de ser prostituida. En una entrada de la página Menéame, la usuaria miazombie contaba hace unos meses su vivencia como chica tutelada en la Comunidad de Madrid. Vivió durante seis años en distintos centros de acogida: “Tuve la ‘suerte’ de ser gordita y fea, y aun así los guardas de seguridad me ofrecían de todo para que ‘me fuese con ellos y sus amigos al parque’. Yo le tenía un poquito de miedo a las drogas, pero algunas compañeras fueron prostituidas por esa gente y ellas ni siquiera eran conscientes de la situación”.
Desprotección
En los últimos años han salido a la luz distintas problemáticas desencadenadas en el sistema de protección social de menores en el Estado español y se han conocido varios casos de explotación sexual en distintas comunidades autónomas como Madrid, Comunidad Valenciana, Islas Baleares o Castilla y León. ¿Qué responsabilidad tienen las instituciones? Carol L., que pasó buena parte de su adolescencia en centros de menores, lo tiene muy claro: “Las cárceles y los prostíbulos están llenos de niños y niñas tuteladas, y eso es culpa de las administraciones, que no hacen bien su trabajo y delegan responsabilidades en empresas privadas, cuya finalidad es su beneficio”. Las administraciones han externalizado la gestión de estos centros a empresas y las adjudicaciones siempre se basan en precios a la baja, traducidos en sueldos más precarios para sus trabajadores y trabajadoras, mayor agotamiento emocional y una constante rotación de personal entre centros.
“Estando tutelada tomas conciencia del lugar que te están dando en la sociedad, un lugar de parias”
El problema es que tras los recursos insuficientes se encuentran cientos de menores, con sus necesidades, historias y carencias, que arrastran esta desprotección durante años. Carol L. vivió todas las violencias posibles durante su adolescencia y su juventud: en su casa con su familia, a través de los abusos sexuales de un conocido y, después, a través del desamparo estatal que derivó en su captación para una red de explotación sexual. “La primera vez que estuve tutelada tenía 12 años, venía de un intento de suicidio y me enviaron a un centro en Ourense”, explica. “Cuando salí de ahí a los meses, el primer fin de semana que llegué a mi casa recibí una paliza tremenda. Lo que reprocho es que no garantizaron que el espacio al que yo salía era un espacio seguro para mí, la situación no era buena, tuve un montón de vejaciones, agresiones físicas y humillaciones todos esos años”.
Después de vivir un tiempo con familiares en Argentina, volvió a su casa, de la que se escapó con 17 años porque la situación le resultaba insostenible. La explotación sexual fue su futuro: “A mí un hombre me llevó a un prostíbulo y nunca vi una transacción de dinero; es terrible, porque las niñas se acaban fugando y terminan explotadas como lo fui yo”. La encontraron y la derivaron a un centro para menores con problemas de conducta en Vigo. “Conocían mi vida y sabían que venía de la prostitución y jamás tuve atención psicológica”, apunta. Vio muchísimas situaciones de violencia durante su tutela, por eso la dinámica de los centros de menores no le parece recomendable. “La protección va más allá de sacarte de un entorno nocivo, va también de darte un entorno agradable, donde las criaturas se sientan bien tratadas, va de que te den herramientas. Sí que es verdad que ya llegan con un aprendizaje lleno de violencia, pero no se trata de castigar por esas violencias. La responsabilidad es de la gente adulta, hay que tener mirada más comprensiva, ponerse a la altura de ojos de chavales y chavalas y no hacerles sentir que son un problema”, añade.
Cuando estas jóvenes cumplen 18 años y abandonan los centros no saben a dónde dirigirse, sobre todo si no han recibido los recursos necesarios para desarrollar habilidades y herramientas que les permitan desenvolverse de forma óptima. Y, si ya han sido sexualmente explotadas, en muchos casos vuelven a correr el mismo riesgo. “Las niñas están en la calle con gente mayor que ellas, que les ofrecen drogas para luego abusar sexualmente. Y esto se sabe, igual que se sabe que llegan y salen hipersexualizadas, ¿dónde se ve la educación con perspectiva feminista en estos centros? Estando tutelada tomas conciencia del lugar que te están dando en la sociedad, un lugar de parias; no te dotan de herramientas para salir a vivir en esta sociedad machista que cosifica y pornifica. ¿Qué herramientas les estamos dando para conocer las violencias, sobrevivir en este sistema y buscar un futuro digno para sí mismas?”, cuestiona Carol L. Sin un sistema de protección pública y con un inexistente soporte familiar, en muchos casos cumplir la mayoría de edad supone quedarse solas.
Noemí Pereda, doctora en Psicología por la Universitat de Barcelona, especializada en victimología del desarrollo en el ámbito del maltrato y el abuso sexual infantil, explica que el peligro para estas menores se fragua con anterioridad. “El riesgo de explotación sexual de las niñas y niños que se encuentran en el sistema de protección empieza en su familia de origen. El principal factor de riesgo es haber sido víctima de abuso sexual por parte de sus cuidadores o personas cercanas. Se desarrolla lo que se ha denominado una ‘identidad de prostituta’ que las hace valorar el sexo, el dinero, su cuerpo, la violencia, etcétera, de un modo muy distinto a la valoración que lleva a cabo una niña o niño que no ha vivido esta experiencia. Así que si realmente queremos evitar la explotación sexual de menores, hay que prevenir la violencia y el abuso sexual infantil en las familias”, afirma. Considera que es necesario estructurar un buen trabajo de prevención a escala estatal. “Negando el problema, no va a solucionarse. Hay que hacer formación especializada para los profesionales, crear protocolos de actuación para saber qué hacer ante sospechas de explotación, hay que crear un instrumento de detección basado en los factores de riesgo que conocemos, hay que analizar cada fuga del centro, profundizar en los motivos que llevan a irse, colaborar con los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, crear programas de atención e intervención a víctimas de la explotación. Se trata de abrir los ojos ante el problema que tenemos, invertir recursos y tener un plan de acción nacional”, añade.
Acoger en familia
Conscientes de la necesidad de impulsar otros caminos para una protección de la infancia, la convivencia con familias en hogares de acogida es una opción, a priori, más amable. Los datos de la Asociación Estatal de Acogimiento Familiar (ASEAF) revelan que, en el ámbito estatal, en 2019 había más de 23.000 personas menores de edad tuteladas en centros y más de 19.000 en acogimiento familiar, es decir, hay 4.000 más en instituciones que viviendo en un hogar. Aunque la ley de protección de la infancia y la adolescencia, modificada en 2015, incluye la necesidad de priorizar este recurso frente a los centros, la realidad es que la mitad de los niños y niñas que acceden al sistema público de protección lo hacen directamente a un medio residencial.
Los recursos económicos destinados a esta modalidad de protección varían dependiendo de cada comunidad autónoma, con unas diferencias abismales. En 2017 en Cataluña se otorgaban 2.800 euros a cada familia por menor en acogida, frente a los 4.200 de la Comunidad Valenciana o los 5.300 de Castilla-La Mancha. Para Noemí Pereda, el buen funcionamiento de esta opción va más allá de la cuestión financiera. “Debería invertirse más en campañas de sensibilización para que la ciudadanía fuera más empática con este tema y se concienciara de qué supone el acogimiento y la importancia de este, pero no es solo un tema de recursos, sino de idiosincrasia. Y en España el acogimiento es un recurso que, si bien existe, no tiene el éxito que tiene en otros países”, comenta.
La Fundación Raíces publicó en 2020 un informe sobre violencia institucional en el sistema de protección a la infancia en la Comunidad de Madrid. Mostraba información y testimonios tras la atención de 537 niñas y niños durante cuatro años. 349 habían visto sus derechos vulnerados (recibiendo agresiones físicas y psicológicas) mientras se encontraban bajo la guarda o tutela de la entidad pública, residiendo en centros, residencias o pisos de protección. Son jóvenes tanto de nacionalidad española como procedentes de países como Marruecos, Guinea o Argelia. En este mismo informe se muestra la “enorme preocupación por las consecuencias físicas, psicológicas y comportamentales derivadas de este maltrato, sobre todo en un período de desarrollo vital tan clave”.
Lo único que parece cierto es que los mecanismos de protección pública ponen en juego la garantía o el perjuicio del bienestar de la infancia. “Yo habría necesitado un acompañamiento psicológico, además de una mirada de no culpabilidad hacia mí, no era una delincuente, y en los centros y pisos somos delincuentes; cómo no acabar luego en los márgenes de la legalidad y de la sociedad”, señala Carol L. “No hacer las cosas bien es joderle el futuro a las personas. Y reconstruirse de adultas es tremendamente difícil, y no voy a poder recuperar el tiempo de mis estudios, el tiempo que me robaron durante la adolescencia y la posibilidad de soñar. Ahora es cuando empiezo a hacerlo”. Carol L. mantiene desde hace años una constante lucha abolicionista, poniendo énfasis en los derechos de las niñas y mujeres en situación de vulnerabilidad.