‘Las chicas de la estación’ o la historia de las jóvenes tuteladas contada desde el principio
La película de Juana Macías, basada en los casos de explotación sexual de chicas tuteladas destapados en Mallorca en 2019, se centra en la experiencia de las víctimas para retratar con crudeza y sensibilidad todo lo que se esconde detrás del sistema de protección para la infancia.
Fotograma de la película 'Las chicas de la estación'.
Las menores tuteladas no habían ocupado apenas espacio en los medios de comunicación, y mucho menos portadas, antes de la nochebuena de 2019. De sus vidas, sus familias o sus orígenes sabíamos más bien poco cuando ese 24 de diciembre la noticia de una agresión sexual grupal en Palma a una adolescente de un centro de protección destapó decenas de casos de explotación sexual infantil en toda Mallorca. Los hechos hicieron que conociéramos a las víctimas desde la inmediatez y el morbo, creando un caldo de cultivo perfecto para el estigma. Ahora, cinco años después, la mirada de la cineasta Juana Macías vuelve a poner el foco en las supervivientes, pero esta vez para dar la vuelta a la historia. La película Las chicas de la estación está narrada desde el principio, y no a partir de la agresión última que saltó a los medios. Solo así es posible mostrar lo que verdaderamente hay detrás de ser una adolescente dentro del sistema de protección: múltiples ejes de opresión que las hacen más vulnerables ante cualquier violencia, especialmente la machista.
Desde el inicio, el film demuestra que los hechos que salieron a la luz –es decir, la agresión sexual grupal y la explotación sexual– son solo la punta del iceberg de los abusos a los que se enfrentan chicas como Jara, Álex y Miranda, sus protagonistas, interpretadas por las actrices noveles Julieta Tobio, Salua Hadra y María Steelman, quienes –excepto Tobio– también han pasado parte de su infancia en centros de protección. La decisión de la directora de no utilizar el detonante mediático como punto de partida de la película, y dejarlo para el final, es toda una declaración de intenciones. Macías consigue así que el público conozca su historia desde una perspectiva totalmente diferente de la que se planteó en su momento desde los medios, y presenta el desenlace como una suma factores y acontecimientos que se van precipitando de manera inevitable.
Simplemente, chicas
Con la denuncia de violación grupal que destapó el caso, y que en la película interpone el personaje de Álex, las redacciones de los medios de comunicación en Mallorca entraron en una competición por conseguir el mayor número de detalles acerca de lo que había pasado esa noche: cuántos habían participado, dónde habían estado o qué le habían suministrado a la menor eran datos sumamente concretos que se iban aportando sin ningún tipo de trascendencia. Cada información deshumanizaba un poco más a las víctimas, haciendo del cuerpo de estas jóvenes mujeres un cuerpo público. Como se refiere Nerea Barjola a lo sucedido con el caso Alcásser en Microfísica sexista del poder, expusieron sus cuerpos “como receptor de la disciplina del terror sexual”, alejando el foco de un análisis más profundo.
La directora de la película, en cambio, hace buen uso de los recursos que solo el cine y la cocción a fuego lento ponen a nuestra disposición, y va diseminando mensajes en los diálogos de las protagonistas que nos permiten llegar rápidamente a lo estructural del caso. “Me han hecho cosas peores sin pagar”, dice Jara, justo después de obtener sus primeros 20 euros a cambio de hacerle una felación a un hombre de mediana edad en el baño de la Estación Intermodal de Palma, lugar donde sucede buena parte de la película y origen del título. Con esta frase, capaz de resonar prácticamente a cualquier mujer, queda claro que sus personajes han aprendido que la falta de consentimiento, el abuso o la violencia forman parte de las relaciones sexuales, y que eso no necesariamente tiene que ver con obtener dinero a cambio.
Buen ejemplo de ello es el papel de César, un chico que trabaja en el bar de la estación y que, a pesar de doblarles la edad, se interesa por Jara. Consciente de que a ella, además de dinero, probablemente le falte cariño y atención, le ofrece su amistad con la única intención de que ella se sienta en deuda y con el compromiso de darle lo que él realmente quiere de ella. En una de las escenas finales, Jara acaba rechazando a César y sale corriendo después de que su primer beso acabe en un “¡cómo me pones, niña!”, por parte de él. Al no conseguir lo que buscaba, César acaba gritándole “¡puta!”, una palabra que en realidad funciona como herramienta de castigo. Ya lo dice Gail Pheterson en Mujeres en el flagrante delito de independencia: “El estigma de puta descalifica y sanciona a las mujeres independientes”.
“Cuando me salieron las tetas, cambió todo. Los hombres empezaron a mirarme y a tocarme. A mí me da igual, me gusta que me miren”, cuenta también Jara en otro momento del filme, resumiendo a la perfección el primer factor de riesgo al que Las chicas de la estación se enfrentan que es, simplemente, ser ‘chicas’: una identidad que conlleva tanto la vulnerabilidad de ser menor de edad como un fuerte mandato de género. Al crecer como mujeres en sociedad, no solo aprendemos que ello supone perder parte de la soberanía de nuestro cuerpo sino que, tal como escribe Ana Requena en Feminismo vibrante “el mandato de gustar, agradar y complacer es tan fuerte que en ocasiones nos olvidamos de nosotras para hacer lo que se supone que se espera y cumplir así nuestro papel”.
La normalización de la violencia
La teoría de la interseccionalidad enseña que cuantos más sistemas de opresión operen mayor será la situación de desigualdad y, por tanto, de vulnerabilidad. La película revela cómo el centro es el único espacio donde pueden ser niñas y niños de verdad, donde no tienen que crecer antes de tiempo para suplir la ausencia de personas adultas que deberían de estar cuidando de ellas, donde están tranquilas, cuidadas y seguras. El origen de su desigualdad se encuentra mucho antes y fuera, concretamente en las razones por las que han acabado dentro del sistema de protección.
“El objetivo es proteger el derecho del menor o adolescente a crecer en un entorno familiar adecuado y garantizar un contexto seguro” es la premisa principal que defiende –y no siempre cumple– el Instituto Mallorquín de Asuntos Sociales (IMAS), organismo encargado de retirar la tutela a las familias cuando se considera necesario. La desigualdad a la que se ven abocadas estas niñas y niños procede de esos hogares en los que crecen desprotegidas, mayoritariamente debido a problemas estructurales.
Las escenas de violencia que Juana Macías retrata en los hogares de Álex y Jara cuando las chicas están de visita son dos ejemplos de por qué niñas como ellas acaban, en este caso, bajo la tutela del Gobierno insular. Mientras que en casa de Álex la violencia machista que su padre ejerce hacia su madre y hacia ella provoca que la menor salga corriendo después de que la estampe contra la pared advirtiéndole de que es ella quien “lo jode todo”, a Jara el nuevo novio de su madre le dice con tono lascivo que para tener 15 años está “muy crecidita”. Al poco de llegar, la madre monta una fiesta a la que Jara se suma, bebiendo alcohol y bailando con varios hombres. La desprotección que sufre ya se atisba en ese momento y se confirma más tarde cuando, después de ser explotada sexualmente, Jara acude al ginecólogo para pedir la pastilla del día después y recuerda que su madre fue quien le dio la primera cuando ella era pequeña, después de ver cómo su pareja abusaba de la niña, “metiéndole la mano y la polla”.
Tener referentes como los padres de Álex o la madre de Jara, que encarnan la idea machista y patriarcal de que “quien bien te quiere te hará llorar”, hace que a cualquier niña o niño le sea todavía más difícil establecer relaciones sanas y seguras. En el caso de las protagonistas, esto acaba por exponerlas todavía más a situaciones de riesgo, ya que –como se ha demostrado que es habitual– sus explotadores sexuales y violadores resultan ser personas de su entorno, con las que se juntan en los bancos de fuera de la estación. Entre ellos destaca el personaje que en la película recibe el nombre de La China, que también existe en el caso real, y que representa la figura de una chica más mayor, extutelada, que, al haber sido explotada sexualmente cuando era niña, ahora se dedica a captar a otras para hacer lo mismo con ellas, ofreciéndoles cantidades irrisorias de dinero. La China simboliza el mayor peligro del ciclo generacional de la violencia, ya que, como dice una de las protagonistas, cuando has tenido la infancia como la suya “tienes ganas de joder a todos como te han jodido a ti”.
“Aquí todos sabíamos lo que pasaba”, “no somos la policía” y “nosotros seguimos los protocolos” son algunas de las frases que pronuncian los trabajadores del centro, un resumen perfecto de las diferentes excusas que se dieron al respecto en su momento
Una cuestión de clase
El dinero es otra de las variables clave que interviene en casos como el de Jara, Álex y Miranda. Las protagonistas son tres chicas de 15 años que, a diferencia de la mayoría de sus compañeras del instituto no pueden permitirse ir al concierto de su cantante favorita. Algo tan sencillo como conseguir una entrada hace que todo se precipite, ellas parten de un escalón más bajo en la pirámide social y que para tener las mismas condiciones de vida que su grupo lo tienen mucho más difícil. Su situación de clase es lo que las acaba de condenar, lo que las vuelve a desproteger y las sitúa como un blanco fácil.
Donde no encontramos discriminación de clase es en el perfil de los agresores y explotadores sexuales. Una de las escenas más duras es la que sucede en Son Vida, el barrio residencial de mayor poder adquisitivo de Palma, donde las protagonistas, junto con más adolescentes, son conducidas por La China a una fiesta en un chalet de lujo repleta de señores trajeados con los que acaban siendo forzadas a irse a la cama. Una vez más, la directora pone en boca de las protagonistas las reflexiones más sencillas y locuaces: “Si tienes pasta, puedes hacer lo que te dé la gana”.
¿Y qué pasa con los responsables de su protección?
La película, en cambio, no se moja sobre la protección que se supone que la Administración Pública debe garantizar de las personas que tiene a su cargo, pero sí que deja en evidencia a los responsables del centro, incapaces de atajar un problema de estas dimensiones. La prueba más clara de ello es que, al final, el sistema de protección decide reubicar en otro centro, fuera de Baleares, a la joven que ha denunciado la agresión sexual. Al no poder garantizar su seguridad ante las posibles represalias de los agresores, la Administración acaba considerando que esta es la mejor decisión, a pesar de que la joven sea la principal perjudicada, ya que se ve obligada a separarse de su entorno más cercano.
Juana Macías muestra que tampoco es que exista una solución clara ni sencilla. El momento que mejor lo ilustra es hacia el final de la película, cuando la directora del centro pide al resto de trabajadores “que todo esté impecable” porque “la Fiscalía va a investigar con lupa”, al descubrir los casos. “Aquí todos sabíamos lo que pasaba”, “no somos la policía” y “nosotros seguimos los protocolos” son algunas de las frases que pronuncian los empleados y empleadas en la escena, sirviendo como un resumen perfecto de las diferentes excusas que se dieron al respecto en su momento.
¿Qué confianza van a tener las jóvenes en el sistema, si es la víctima que denuncia quien tiene que irse a un centro de la península a vivir para evitar represalias?
La cinta retrata uno de los mayores hándicaps del sistema de protección, la elevada rotación de sus trabajadores y trabajadoras. Esto supone que los vínculos se rompen constantemente, lo que les hace a las adolescentes cada vez más reticentes a invertir tiempo y confianza en cada persona nueva que entra. “Noe se ha pirado, se le ha acabado el contrato”, lamenta una de las protagonistas justo cuando las chicas necesitan acudir a una persona adulta de confianza.
“No cuentes nada, que vas a quedar de puta”, es el consejo que se dan entre ellas, después de una agresión, y que demuestra lo lejos que están de obtener seguridad suficiente como para rechazar, pedir ayuda o, incluso, denunciar cualquier expresión de violencia. Honestamente, ¿qué confianza van a tener en el sistema, si es la víctima que denuncia quien tiene que irse a un centro de la península a vivir para evitar represalias; si son las jóvenes las que tienen que aguantar que en el instituto les pregunten “¿cuánto cuesta una mamada?”; si son las chicas las que ven endurecidas las normas en su centro bajo el pretexto de su protección? ¿Quién las va a convencer de que sus casos tienen que ver la luz si todo el sistema que ha marcado su destino sigue intacto?