Amistad es otra forma de decir amor

Amistad es otra forma de decir amor

'Tierra de la Luz', la segunda novela de Lucía Mbomío, ahonda en la vida una joven migrante de Guinea Ecuatorial con visa de estudiante que, como muchas otras, termina viviendo en un asentamiento de casas de plástico y madera y trabajando en un invernadero, por la ley de extranjería y las políticas migratorias racistas del Reino de España.

Portada de 'Tierra de la Luz'.

29/01/2025

Almería tiene 320 días de sol al año. A finales de enero, por ejemplo, hace un día soleado con una temperatura mínima de 10 grados. Enero es uno de los meses más frescos de Almería, noviembre el más lluvioso y julio el más caluroso, con máximas de más de 30 grados. Julio es el mes en el que lugares como Cabo de Gata se llenan de turistas que buscan relajarse en habitaciones exclusivas que pueden alcanzar más de los 400 euros la noche. Es posible que a los turistas nombres como Campo de Dalias, El Ejido o San Isidro de Níjar no les suene de nada, aunque en algunos casos tengan que atravesar el mar de plástico en el que están para poder llegar al mar de agua, porque el mar de verdad está a medio camino entre uno y el otro.

Los invernaderos de Almería cubren más de 40.000 hectáreas. Hay quienes se ufanan en decir que es la única construcción humana que se puede apreciar desde las estaciones espaciales, y es verdad, porque los plásticos reflejan la luz solar. Otros tantos expresan con orgullo que ese mar de plástico es la huerta de Europa, produciendo casi cuatro toneladas de frutas y verduras al año; gracias a ese mar de plástico en invierno hay tomates en Alemania, por poner solo un ejemplo. Pero ¿quiénes son las personas que día tras día recogen los tomates, los pimientos, los calabacines, las fresas que nos comemos fuera de temporada en la comodidad de nuestro piso? ¿Gracias a quiénes es que llega la comida a nuestras mesas?

Lucía Mbomío describe con una exactitud apabullante ese miedo que como una solitaria anida en la tripa de casi medio millón de personas que viven, trabajan y construyen barrio y país en el Reino de España y que están en situación administrativa irregular

Gracias a mujeres como Ngolo, la protagonista de Tierra de la Luz, la segunda novela de Lucía Mbomío, una joven migrante que, como muchas otras, termina en una situación límite por la ley de extranjería y las políticas migratorias racistas del Reino de España. “De un día para otro, con veinte años recién cumplidos, Ngolo pasó a una situación irregularidad, sus condiciones laborales empeoraron y empezó a sentir un miedo que hasta ahora no se le ha quitado”. Mbomío describe con una exactitud apabullante ese miedo que como una solitaria anida en la tripa de casi medio millón de personas que viven, trabajan y construyen barrio y país en el Reino de España y que están en situación administrativa irregular porque justamente esa falta de derechos es la que posibilita la explotación laboral, condición de posibilidad del éxito de la agricultura intensiva de Almería.

Las primeras palabras del libro marcan el ritmo del resto de toda la novela y atraviesan a quien las lee con una punzada de dolor en los pulmones: “El plástico es peor que una lupa. Si fuera brilla el sol, dentro quema. El aire cargado pesa y, al entrar por las fosas nasales, abrasa las vías respiratorias (…) la sensación es comparable a la que provoca abrir el horno a más de cien grados e inspirar con fuerza”. Dentro de los invernaderos la temperatura máxima recomendada es de 30 grados, pero se pueden alcanzar hasta los 44 grados. Recuerdo hace un par de veranos que murió un barrendero en Vallecas por trabajar a mediodía bajo el sol de agosto y pienso en cuántos y cuántas jornaleras han caído desplomadas al suelo y han muerto por un golpe de calor sin que en nuestras vidas cambie absolutamente nada.

Lucía Mbomío, recrea en Tierra de la Luz todo un universo humano que continuamente pasa desapercibido porque está invisibilizado, a nadie le importa cómo viven los y las jornaleras de Almería y Huelva; nadie se pregunta jamás a qué nos dedicábamos las personas migrantes en nuestros países de origen, si tenemos un oficio, unos estudios, si llevamos años esperando una homologación de título que no llega, o si a pesar de tenerla nuestras oportunidades laborales siempre resultan ser las mismas: los trabajos más precarizados y a su vez los más esenciales.

Ngolo es una joven que viene a Europa a cumplir su sueño de estudiar moda; desde su Guinea Ecuatorial natal, cursa los estudios en un instituto español para poder completarlos en Madrid, en donde ya vive su tía. La llegada de Ngolo a Torrejón de Ardoz coincide con la llegada de Nostalgia a la vida de Ngolo, un personaje más de la novela y quien no la abandonará en ningún momento, “había días que se le hacía un nudo en la garganta tan grande que en invierno lo usaba como bufanda”. Su tía, la hermana de su madre, la lleva a los sitios importantes de Madrid, “turismo de sobrevivencia” le llama: la parada del cercanías, el intercambiador de Avenida de América, la embajada de su país, o la comisaría donde renovar los papeles. Esto me hace pensar en todos los saberes que las personas migrantes hemos ido acumulando a lo largo de nuestro proceso migratorio y que siempre compartimos con las recién llegadas, un poco desde el amor y un poco desde haber estado en el mismo lugar.

A pesar del horror, entre las de abajo, siempre nos salva la ternura, la solidaridad, la complicidad que se forma entre iguales

Cómo es que Ngolo termina en situación irregularizada y trabajando de jornalera es algo que me pregunté desde las primeras páginas, no porque no conozca miles de historias similares, sino porque no termina de asombrarme lo fácil que es que la vida se tuerza en un segundo para una mujer migrante y que empiece a caminar como funambulista sobre una cuerda floja donde debajo solo hay abismo, y que, como dice Mbomío, basta que el viento sople muy fuerte para que termine cayendo al vacío.

Sin embargo, a pesar del horror, entre las de abajo, siempre nos salva la ternura, la solidaridad, la complicidad que se forma entre iguales. Esas que nos sostienen para que la caída no nos mate, que nos levantan del suelo con sus brazos y nos curan las heridas con abrazos, palabras de amor, comidas e infusiones, y es que, como dice Lucía Mbomio, la amistad es una forma de decir amor. Y, aunque haya una historia de amor “al uso” también, la autora pone en el centro a las amigas. Sade y Mariam, una pareja de lesbianas que han tenido que salir de sus países por persecuciones a la disidencia LGTBIQA+, son las vecinas de Ngolo en el asentamiento en el que ha podido construirse una casa con plásticos y cartones. Los cuidados se tejen como quien hace cestas de mimbre entre las tres, saben leer el cansancio de la otra y responder con un plato de arroz, curarle la rabia con jengibre y la nostalgia con infusiones.

Cuando la pedagogía de la crueldad es la norma, la ternura es mandato

Cuando las desapariciones comienzan en Tierra de la Luz, -porque sí, también hay misterio en la novela- cuando el acoso del Klan se intensifica -también hay ultraderecha, como en la vida misma- y la policía prohíbe la salida de personas del asentamiento Ngolo y Mariam despliegan la solidaridad en toda su posibilidad organizando comidas comunitarias con todas las vecinas, asambleas para tomar las decisiones de la colectividad y marcando los pasos a seguir en una situación tan límite como el acoso fascista y la desaparición de personas. Hacen lo que se ha hecho toda la vida en los barrios populares: ollas comunitarias para resistir los embates de un capitalismo que nos quiere muertas. Desde Tierra de la Luz, a las villas argentinas, a las ciudades de Estados Unidos hoy acosadas por la policía y los agentes de inmigración; cuando la pedagogía de la crueldad es la norma, la ternura es mandato.

Y a pesar de la dureza del relato, a pesar de los horrores, del espanto que deja en el cuerpo la brutalidad del capitalismo más gore, siempre hay una grieta por donde se cuela la esperanza. Lucía Mbomío se aferra a ella y hace que yo, aun rodeada y bombardeada por imágenes tan impactantes como las de migrantes esposados como criminales son deportados a sus países, también me aferre fuerte a que, en algún lugar hay un Palenque esperándonos.

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