La cuidadora oficial de tu propio padre
No te gustan los días marcados en rojo en el calendario, te sientes incómoda en las normas que hemos consensuado sin consensuar. De pequeña intentabas negociar con tu padre; le pedías que no bebiera, por favor, en ese día tan señalado que estaba por llegar.
Foto: cedida
El 25 de diciembre de 2023 almorzaste en casa con las amigas, al igual que los últimos dos años. Pero, aunque estuvieras rodeada de amigas, se te hacía imposible apagar la alarma del cuerpo y estar relajada.
Te ponías (y aún te pones) muy nerviosa en las fechas importantes. No te gustan los días marcados en rojo en el calendario, te sientes incómoda en las normas que hemos consensuado sin consensuar. Cumpleaños, comuniones, viajes, navidad, nochevieja, fiestas del pueblo, la fiesta de fin de curso en la escuela… Vivías (y vives) los días previos con tensión. De pequeña intentabas negociar con tu padre; le pedías que no bebiera, por favor, en ese día tan señalado que estaba por llegar. En la comunión, cumplió. En las fiestas del pueblo, no recuerdas ningún día en que cumpliera. Tampoco en Navidad. Tienes borrosos muchos recuerdos de la infancia, pero el cuerpo tiene memoria y las vivencias te han dejado un sistema nervioso en estado de alarma, aunque te gustaría ponerlo en modo-avión.
Antes de aprender a montar en bicicleta ya sabías que aquel hombre que te sujetaba la bicicleta por detrás no te iba a dar la confianza de andar por tu cuenta. Cada vez que os ibais a andar en bicicleta, acababais enfadados porque tu padre te soltaba antes de lo debido y no conseguías relajarte ni mantener el equilibrio. Aprendiste a andar en bici a los 12 años porque te enseñó una amiga ese verano, para así poder ir con la cuadrilla en bicicleta a la piscina.
Aprendiste desde pequeña a medir con cuidado la distancia que hay entre la emoción y la alegría de esos días marcados en rojo y los desastres y los llantos. A esquivar el abismo. Tratando de controlar y cuidar a tu padre. En los días marcados en rojo. Y también el resto de días del año.
Aprendiste desde pequeña a medir con cuidado la distancia que hay entre la emoción y la alegría de esos días marcados en rojo y los desastres y los llantos.
El 25 de diciembre de 2023, oíste de nuevo el sonido del timbre, al igual que los días (y noches) anteriores. Miraste la cámara y dijiste a tus amigas con quienes jugabas al Dixit: es mi padre. Silencio. Tú, incómoda. Tus amigas, incómodas. ¿Se incomodaría tu padre cada vez que tocaba el timbre? ¿Qué sentiría después de enviar cada uno de los 100 audios de whatssapp que te enviaba al día? A veces los borraba. La mayoría de las veces no. A veces no los oías. La mayoría de las veces sí. Solían ser tres tipos de audios: a) te contaba una historia con voz suave y terminaba diciendo que necesitaba dinero b) le decías que no le ibas a dar dinero y la voz se le ponía nerviosa. Anda, dame algo; voy a tu casa, ya estoy de camino y c) los audios random que enviaba después de que le repetías que no le ibas a dar dinero o cuando no le abriste la puerta de tu casa o te lo encontraste en la calle y le dijiste que no le ibas a dar más dinero, en los que mencionaba cualquier asunto que supiera que te iba a doler; un audio tras otro, sin filtro. La desesperación de tu padre oscilaba en el espectro que hay entre esos tres tipos de audio. Hablaba desde la desesperación, desde la enfermedad, desde la adicción. Pero sus palabras te hacían daño. Cada sonar del timbre te golpeaba un nervio del cuerpo y te hacía temblar.
Aquel día decidiste que sería uno de esos días en los que le ibas a dar dinero, para poder estar tranquila con tus amigas. Normalmente no se trataba de grandes cantidades: era darle 30 o 40 euros y eso traía un tiempo de paz. Pero aquella vez, cuando bajaste, no te pidió nada. Te dijo: tengo un regalo para ti; y te dio un pequeño cuaderno. Espero que tengas un buen día; perdón. Se marchó, dejándote desubicada. Abriste el cuaderno y viste que las primeras líneas estaban escritas. LO SIENTO y Te quiero y cuando me operaron y me dijeron que pensara en un recuerdo bonito antes de ponerme la anestesia, pensé en el día que aprendiste a nadar. Leíste la carta antes de pulsar el botón del ascensor para volver a subir, saboreando cada palabra, disfrutando del sabor de los paréntesis entre desastre y desastre. Pero, como en todos los paréntesis, llegó el signo de cierre y la realidad volvió a imponerse, una vez más: si puedes te agradecería mucho que antes de fin de año me metieras 200 euros en esta cuenta, es para una emergencia. Quisiste volver al paréntesis una vez más y quedarte en él, y te enfadaste por aquello que esas primeras frases te habían generado en el cuerpo, por haber abierto una ventana a la ilusión de la navidad de ese 25 de diciembre, en esa distancia entre el portal y el 6º piso. Llegaste al sexto piso, te secaste las lágrimas y abriste la puerta. Ha querido hacerme un regalo. Jone te miró preocupada. Entonces… ¿Todo bien? Asentiste con la cabeza y volviste a tomar sus cartas. ¿A quién le toca?
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Tenías 19 años. Te acababas de sacar el carnet de conducir. Tú en el asiento de la conductora y tu padre de copiloto. Tenías 19 años, así que él ya no vivía con vosotras. Ya había pasado aquel día en que le habíais echado de casa, aquella noche en que tu madre cerró la puerta por fuera con doble llave y tuvo que marcharse a casa de tu tía y tu tío. Aquella noche en que tú te fuiste a casa de Jone. Aquella noche, tu padre subió hasta el cuarto piso y pasó la noche tocando el timbre. Al día siguiente, metisteis toda su ropa en la mochila y la dejasteis en casa de tu abuela.
Tenías 19 años y tu padre no vivía con vosotras, pero ese día estaba de copiloto en tu coche y, aunque al principio no te diste cuenta, cuando empezó a hablarte, te percataste de que había bebido. Era fácil notarlo, porque empezó a comentar cada maniobra que hacías: que soltabas demasiado deprisa el embrague, que tenías que hacer más suave el juego de pedales para que no se notara el saltito en el coche,… Después de cada frase que te decía, conducías más torpemente, hasta que se echó a reír. Paraste el coche y dijiste ve-te; lo dijiste con firmeza, mirándole a los ojos. Se fue, pero le leíste la mirada, en sus ojos viste que decía: no sabes conducir. Y seguiste adelante sin mirar atrás. Hacia adelante. Con los ojos muy abiertos, con los pies en los pedales, pero con el cuerpo en cualquier parte. Con los ojos muy abiertos. Con los ojos secos.
Decidiste salir del pueblo e ir a la playa, pero cogiste la rotonda y te pusiste a dar vueltas, y después de dar dos vueltas, tomaste de nuevo el camino a casa. Seguiste hacia adelante, giraste a la izquierda y en la derecha encontraste un sitio vacío. Empezaste a maniobrar como aprendiste en la autoescuela, poniéndote a la altura del coche de enfrente y comenzando a girar poco a poco el volante hacia la izquierda con la mirada clavada en el retrovisor. Girando hasta que tocaste la acera con la rueda. Y otra vez adelante, y otra vez atrás. Una y otra vez. Pero no conseguías ajustar el coche en el hueco. La calle era demasiado estrecha y sentías demasiado cerca los coches que estaban aparcados al lado. El coche se quedó atascado. Tú te quedaste bloqueada. En un momento golpeaste al coche de enfrente. Tu coche atascado. Tú bloqueada. Viste un golpe en el coche de enfrente. Y un golpe en el tuyo. Llamaste a tu tío y llegó en cinco minutos. Te bajaste del asiento de conductora, le dejaste el sitio a él, y en dos maniobras metió el coche en su sitio. Ahora tienes 34 años y desde entonces no has vuelto a sentarte en el asiento de la conductora.
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Tu abuela murió en 2021. La madre de tu padre. La cuidadora oficial de tu padre. La que le daba a aita el dinero que necesitaba. La que cada noche le preparaba una tortilla francesa y una infusión antes de ir a dormir, para que por lo menos comiera eso. Y la que le compraba las cervezas sin alcohol, para que bebiera eso, al menos en casa. La que vio las cervezas que escondía en el armario y se quedó callada. La que cuando le decías No le des dinero te respondía prefiero darle 30 euros y listo, así me deja tranquila. La que, cuando eras pequeña, pronunciaba la dolorosa frase no es para tanto, tu ama y tú exageráis, pero la que no te dijo nada más cuando echasteis a tu padre de casa y empezó a vivir con ella.
Durante los días previos a la muerte de tu abuela, vosotras estuvisteis cuidándola en casa. Limpiándola, dándole crema, pinchándole heparina, asegurando que tenía la oxigenación bien colocada en la nariz. Ibas del trabajo a casa de la abuela, preparabas muchas veces las clases del día siguiente al lado de ella, al su lado corregías las redacciones del alumnado, y en los ratos que tenías libre dabas paseos con tu padre, o le llamabas por teléfono. En aquella época sólo bebía cervezas sin alcohol, pero desde pequeña aprendiste que esos tiempos tampoco duraban mucho y que cualquier percance podía romper esa tranquilidad.
Tu abuela murió minutos antes de la medianoche del 12 de octubre de 2021. Y tú te convertiste en la cuidadora oficial de tu propio padre.
Sabías que el hecho de que su madre estuviera en fase de paliativos podía ser una de esas adversidades que podían comprometer el pseudo-equilibrio emocional de tu padre. Por eso le llamabas dos o tres veces al día, por eso dabas dos o tres paseos al día con él. Porque no querías que volviera a acercarse a la abuela igual que lo había hecho años antes cuando estuvo ingresada, cuando tus tías y tíos se enfadaran con él, y porque, sobre todo, no querías que la abuela se quedara con esa imagen de él antes de morir y porque no querías que él tuviera que vivir con sentimiento de culpa a partir de entonces. Por eso, también en aquel momento, cuidaste el equilibrio emocional de tu padre y te sentiste aliviada cuando recibiste el mensaje que decía: acaba de morir. Vacío, tristeza, ahogo y alivio a la vez.
Tu abuela murió minutos antes de la medianoche del 12 de octubre de 2021. Y tú te convertiste en la cuidadora oficial de tu propio padre.
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En 2024 tuviste que pedir una orden de alejamiento de la persona que te enseñó a nadar. Tuviste que pedir una orden de alejamiento de la persona que te agarraba de la mano cuando aprendías a caminar. Aquella lluviosa mañana en que cumpliste 34 años decidiste hacerte ese regalo a ti misma, aunque sabías que regalo no era la palabra más adecuada para referirte a lo que estabas haciendo. Llamaste a Jone y te llevó en coche a la comisaría. Trataste de evitar una y otra vez que en la relación entre tu padre y tú entrara la Ertzaintza, no querías dedicar ni un segundo de tu vida a la policía, no querías entrar en ese sistema, pero tenías que poner un freno y cuidarte a ti misma. El camino a la comisaría lo hiciste llena de dudas y de culpa.
La víspera dormiste en casa de tu madre y por la mañana se ofreció a acompañarte a la comisaría, pero le dijiste que no, que estuviera tranquila, que Jone te acompañaría. Imaginaste que sería demasiado para ella y cuando le viste derramar la primera lágrima por la mejilla te diste cuenta de que, en efecto, todo aquello era demasiado también para ella. Si hace muchos años yo hubiera hecho esto, quizá tú ahora no tendrías que hacer esto, te dijo, y rompió a llorar nada más terminar la frase. Querías decirle que estuviera tranquila, que ya había hecho bastante intentando poner tierra de por medio al caos que reinaba en la casa desde que eras pequeña, que ya había hecho bastante en cuidarte, como pudo, con las herramientas que tenía. Querías decirle que la amas, pero esas palabras también se fueron a ese lugar del cuerpo al que van aquellas cosas que se quieren decir, pero no se dicen.
No os abrazasteis, no os besasteis, pero te preparó un delicioso zumo de naranja para el desayuno. Cuando estabas en la puerta de la comisaría te vino a la cabeza su imagen y pensaste en lo injusto que era que en ese momento ella se sintiera culpable, que aún habiendo hecho todo lo posible, se sintiera culpable.
Quiero poner una denuncia. Quiero denunciar a mi padre, empezaste a decir en euskera; pero pronto te cortó el policía. En castellano, por favor. En ese momento no tenías fuerza suficiente para defender tus derechos lingüísticos y continuaste en castellano. Le contaste que padre iba todos los días a tu casa a tocar el timbre pidiéndote dinero, a cualquier hora, que te dejaba notas en la puerta cuando no estabas en casa, que hasta te insultaba… Pero eso no es motivo de denuncia, yo si quieres te recojo la denuncia, pero no te van a hacer caso. ¿Ha habido episodios violentos? Empezaste a enfadarte y sentiste el impulso de marcharte, pero no lo hiciste. ¿A qué te refieres con violentos? ¿No te parece violento lo que te cuento? ¿Qué me quieres decir, que hasta que no me pegue no vuelva? A continuación, el policía, sobresaltado: No, no, cómo voy a decir tal cosa. Si yo te entiendo, yo también he sufrido eso. Y fuiste tejiendo el relato tal y como pudiste, con el policía juzgándote y contándote los detalles de una historia sobre la que no le habías preguntado, pero que decidió contarte: que su madre era esquizofrénica y que tuvo que cuidarla hasta su muerte y que es muy triste pero que a algunas personas nos han tocado esas cosas en la vida y que igual que él tuvo que cuidar de su madre pues tú también tendrías que cuidar de tu padre.
Al final, saliste de la comisaría con el papel en la mano: a la siguiente mañana tendrías que presentarte en el juzgado. Y así lo hiciste.
Al cruzarte con tu padre no le miraste a la cara y fuiste con tus tías Josune y Miren y tu tío Mikel directa a la habitación que te dijo la abogada de oficio. Tu padre fue a otra habitación, donde le hizo entrar su abogada. Idoia, la abogada, os explicó que si os parecía bien le harían esta propuesta: si aceptaba lo que había hecho sólo tendría que pagar una pequeña multa y los honorarios de las abogadas. Pero que te darían una orden de alejamiento de seis meses y así, por lo menos, le pondrías un freno y podrías estar tranquila en casa. Tenías preguntas, querías saber si cumpliría la orden, qué haría si no iba a tu casa, por dónde andaría, quién le cuidaría. La abogada añadió que aceptar ese trato conllevaba el juramento de que no le llamarías, que te mantendrías el silencio. Era para ti la manera de poner un punto. Aceptaste, y él también aceptó.
Felicidades, hemos conseguido convencerle. Ahora entraremos en una habitación él, tú y los das abogadas y firmaremos el acta. Tendrá que pagar una multa de 60 euros, las retribuciones de ambas abogados y una orden de alejamiento de seis meses. Te sorprendió oír la palabra «felicidades«, porque no te sentías afortunada. ¿Aceptas la acusación y te comprometes a pagar las multas y a mantenerte durante seis meses la distancia acordada?, no hubieras imaginado que todo acabaría así. Seis meses y los que sean, dijo él con arrogancia. ¿Me puedo ir ya? Cogió los papeles y se marchó.
Al llegar a casa le quitaste el sonido al timbre y te metiste en la cama. Ha pasado un año y aún no le has vuelto a subir el volumen. En cambio, no le has podido bajar el volumen al timbre que llevas dentro del cuerpo.
***
Hoy te has sentado en el metro, como todos los días. Lo has visto desde que ha entrado, pero has clavado la mirada en el libro, pero puedes sentir sus ojos clavados en tu cuerpo. Y sin darte cuenta tú también has levantado la mirada. Te ha saludado con la cabeza, pero tú no le has devuelto el saludo. Has vuelto a bajar la mirada al libro y has hecho caso omiso a la inercia de saludar con la cabeza y preguntar ¿cómo estás? ¿necesitas algo?. Te has mantenido firme en la decisión que tomaste, priorizando tu salud. Firme, pero temblorosa.
Al llegar a casa le quitaste el sonido al timbre y te metiste en la cama. Ha pasado un año y aún no le has vuelto a subir el volumen. En cambio, no le has podido bajar el volumen al timbre que llevas dentro del cuerpo.
Por el rabillo del ojo has visto cómo se daba la vuelta y cómo te ha dado la espalda durante las cinco estaciones que le quedaban de trayecto; has leído la vergüenza en su compostura. Debe ser duro que una hija no te devuelva el saludo. Le has imaginado saliendo triste del metro, caminando por la calle con su habitual andar torpe, intentando no entrar en ningún bar. Pero entrando. Le has imaginado triste, pero no te lo has imaginado llorando. Si hubiera llorado más veces en la vida quizá no hubiera necesitado beber tanto. O sí. No sabes por qué bebe; aunque te gustaría saberlo y ayudarlo, no lo sabes y no puedes. Y has sentido ganas de vomitar, aire caliente a través del cuerpo, las piernas temblorosas y las manos mojadas, dolor en el pecho. Has cerrado los ojos y has respirado profundamente, mientras abres paso a las lágrimas que llaman a la puerta. Sabes que las ganas de vomitar, el aire caliente, los temblores y el dolor se pasan. Que se irán. Ahora, lo sabes.