Sobre el activismo performático en redes

Sobre el activismo performático en redes

En un mundo medido por métricas y alcance algorítmico, el reto de llevar una vida al margen de las redes sociales se complica cuando queremos ejercer alguna forma de activismo. El riesgo de ser acusadas de “no estar haciendo nada” para cambiar las cosas acecha a las personas que deciden no exponerse ni posicionarse en un espacio cada vez más violento, como es el plano digital.

Foto: jacoblund-istock

22/01/2025

El auge de los discursos de odio en todo el mundo es ya un fenómeno reconocido por todas, como respuesta a un significativo avance en derechos durante los últimos años, lo cual ha creado una ola reaccionaria capaz de legitimar la victoria de cada vez más líderes y movimientos anti-derechos al mando del sistema-mundo y de las grandes esferas de decisión y de poder a nivel mundial (lo que se conoce como backlash en algunos contextos de los movimientos sociales de izquierdas).

En mitad de este panorama, asistimos a un momento en el que, lejos de aquella nostálgica adoración que solíamos rendirle a las redes sociales (tal vez por la falsa sensación de importancia que estas parecieran otorgarle a todos los individuos, incluidos los más ignorantes, para opinar sobre prácticamente cualquier cosa), se nos presenta nuevamente una amenaza hacia nuestra libertad de expresión, la cual nos muestra la importancia que el sesgo de confirmación tiene en el modelaje de nuestras vidas y en la conformación de una opinión (la autora americana Amanda Montell habla de esto en su libro La era del sobrepensamiento mágico).

Nos volvimos adictas a esa sensación de, apretando un botón de nuestro smartphone, ejercer un activismo que pensábamos que era efectivo y seguro, pero que ahora también nos ha sido arrebatado

Nos volvimos adictas a esa falsa sensación de poder decidir únicamente apretando un botón de nuestro smartphone desde el sofá de casa, sin siquiera tener que acudir a una manifestación, y de ejercer un activismo que pensábamos que era efectivo y seguro, pero que ahora también de alguna forma nos ha sido arrebatado (el tiempo nos ha confirmado la extrema violencia que algunas redes sociales podrían haber estado ejerciendo sobre nuestras vidas y supuesta libertad de expresión, como está sucediendo actualmente con el debate respecto a los peligros que conviven en la red social X).

No obstante – y aquí viene lo incómodo y controversial del asunto- seguimos juzgando y midiendo nuestros niveles de activismo y de posicionamiento ante ciertos temas por nuestra capacidad de ser visibles y, sobre todo, de mostrarnos, a través de un posicionamiento claro en redes sociales.

Militamos y formamos parte de espacios de activismo en los que actualmente se está ejerciendo un juicio hacia esas personas que no se sienten con la capacidad ni entereza de estar presentes en el mundo digital alzando su voz o, sencillamente, haciendo un retuit. Y, sintiéndonos policías de la moral, seguimos midiendo el nivel de compromiso con determinadas causas por la cantidad de posts que difundimos al respecto.

¿Qué pasa si nos mostramos activas constantemente en las redes pero después no somos capaces de alzar la voz en determinados contextos de nuestra cotidianidad – evidentemente, que sean seguros para nosotras- en los que precisamente ese odio se sigue extendiendo como una mancha de aceite?

¿En algún momento excederíamos los límites de nuestra propia integridad física y moral para intervenir ante una situación violenta o injusta hacia otra persona, mientras la estamos presenciando? No creo que eso sea lo que desde los espacios de activismo se sugiere.

Los cuerpos más violentados y perseguidos solemos ser los que más alzamos la voz ante situaciones injustas, pero también es nuestro derecho no hacerlo, o hacerlo de formas más “invisibles”

Bajo esta premisa, nuestra incapacidad de estar presentes en ciertos espacios (aunque estos pertenezcan a un mundo “inventado”, como son las redes sociales, lo cual no lo exhibe de ser igual o más violento, si cabe), debería tal vez ser vista como algo normal, como un derecho.

El hecho de estar haciendo un post, o no, sobre el genocidio en Palestina es, para muchas personas, algo insignificante. Sin embargo, eso no quita que ejerzan otras formas de activismo, como, por ejemplo, participar en asambleas de barrio de apoyo a Palestina, optando por dejar de consumir cualquier marca que esté financiando el genocidio o implicándose en boicots colectivos. ¿Es necesario entrar a valorar cuál de las maneras es más efectiva? Estaremos de acuerdo en que, por lo pronto, todas son necesarias.

La timidez y la necesidad de pasar desapercibidas por un mundo que nos violenta constantemente no deberían ser incompatibles con nuestra capacidad de cambiarlo.

Los cuerpos más violentados y perseguidos solemos ser los que más valentía reunimos y también más solidaridad mostramos para alzar la voz ante situaciones injustas. Sin embargo, también es nuestro derecho no hacerlo, o hacerlo de formas tal vez más “invisibles” y que nos requieran menor exposición.

Es más, en un mundo hiperconectado, en el que todes nos podemos seguir la pista años después de habernos cruzado en un evento, en una formación, en una experiencia profesional o académica… solemos juzgar precisamente esa insistencia auto-impuesta de aparecer en redes sociales posicionándonos sobre una causa, para después de apretar el botón de postear volver a nuestras vidas y olvidarnos de la misma.

Tal vez sea buen momento para escuchar a compañeras de generaciones anteriores, como Teresa Maldonado, que defiende recuperar el término, y la cultura, militante: “Son términos con connotaciones distintas. Militancia implica el compromiso colectivo con una organización; activismo tiene una definición más laxa, puedo autodenominarme activista en redes sociales y dejar de hacer cosas si me apetece más irme a la playa”.

Pero, si algo me enseñó el feminismo es que hay muchas formas de ejercer la lucha, muchas veces siendo igual o más importante hacerlo desde lo cotidiano. A veces, resulta más efectivo y transformador escuchar a una mujer que acaba de ser madre y no sabe cómo hacerlo, darle ese espacio, sin juzgarla, que compartirle veinte mil carruseles exponiendo el por qué la crianza natural y respetuosa es lo mejor para ella y para su bebé. Porque la descontextualización y la no-personificación de este tipo de contenidos es lo que termina generando más violencia, al fin y al cabo.

No existe revolución posible si nos vemos obligadas a perdernos por el camino por la necesidad de cumplir con eso que algunas formas de activismo hiper-dogmático nos imponen.

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